XVI

Adverbios y preposiciones

«Lejos, cerca, / flota una luz secreta entre las cosas / cotidianas: la mesa en que trabajo / y sueño; la ciudad tras los cristales; / los libros en montones de silencio; / el trágico confín de cada día; / el íntimo desdén de cuanto somos. / Flota una luz secreta, entrecortada, / como el paso de un tren hacia la incógnita / soledad de la noche. Están en torno / mis cosas cotidianas», leo que dice Panero, pero Panero padre, en su antología de Cátedra que me he dispuesto a leer tras seis o siete años de haberla comprado. Cuando la compré, juraría que en la librería de Cantoblanco, jamás imaginé que la iba a leer en Ciudad de México. Pero aquí estoy, distraído pero inmerso en esta tarea, y es que algo sucede, algo ha trastocado las distancias, el aquende y el allende: por ejemplo, recuerdo que compré aquella antología de Leopoldo Panero porque le había cautivado a mi amiga Andrea Toribio, quien llegó incluso a tatuarse un verso suyo en el brazo, y ahora, en estos días en que la abro, la leo y disfruto del poema «La estancia vacía» y me identifico con los endecasílabos del poeta de Astorga, también abro, leo, disfruto y me identificado con no pocos pasajes de Niños del futuro, el libro que acaba de publicar precisamente Andrea; jamás pensé, en aquellos años de estudiante de doctorado en Madrid, que leería un libro de Andrea Toribio en Ciudad de México. Algo sucede, algo ha trastocado las distancias, ese —para mí— puente aéreo entre Madrid y Ciudad de México.

Es martes o jueves, uno de esos días que son casi todos iguales en los que madrugo mucho, doy cuatro horas de clase (las figuras retóricas, la métrica, las rimas cacofónicas, la tecnofobia a las siete de la mañana, etc.) y hasta tarde no veo a Weselina, que está dando sus clases en la otra punta de la ciudad. Son pasadas las siete de la tarde, es ya de noche y «esa mesa en que trabajo y sueño» y esos «libros en montones de silencio» se han vuelto, de repente, una geografía; leo ahora para mis clases al palestino Mahmud Darwish: «El olor a café molido es geografía». Aunque esa «ciudad tras los cristales» sea la capital de México, no siento que ahí, que aquí —o que allí— esté la estancia donde me encuentro. Que la banda sonora de la tarde sea un programa de música antigua de Radio Nacional [de España] y luego, cuando prepare una tortilla de patatas para cenar, sea esa lista en Spotify titulada «Coplas de siempre», tampoco hace que sienta que esta estancia está en España. Algo sucede, porque me sé en Ciudad de México pero sin querer estar/ sin estar en Ciudad de México y, al mismo tiempo, me siento en Madrid pero sin estar/ sin querer estar en Madrid. No sé cómo nombrar, o describir, o expresar en lo que se acaba de convertir este departamento mío. Esta estancia ya no está vacía, como la de Panero: precisamente está llenita de distancias que se han roto y sus fragmentos, como en La tierra baldía, han conformado un mapa nuevo donde el sol golpea y que no sé nombrar, que no comprendo pero que me da sosiego, pues siento que estoy y no estoy, pero también que no estoy y que estoy al mismo tiempo. Pero ¿dónde? ¿Acaso en el desierto? Parezco un poeta del silencio, llenito, eso sí, de similicadencias.  

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Pero algo siempre se impone, algo que parece —es— inevitable: escribo sobre España desde México, escribo sobre allí desde aquí.

España

 

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Buscando, tal vez de un modo inocente, un poco de suelo que pisar, en estos días me viene a la cabeza un momento puntual recogido en uno de los libros del chileno Alejandro Zambra, no recuerdo cuál, en que el escritor le dice a su hijo: «Me voy a Chile», y donde se va realmente es a su estudio, que está situado en un cuarto de azotea de un edificio de Ciudad de México. A su estudio defeño Zambra lo llama «Chile». ¿Acaso en mi mesa, entre mis libros y libretas, en las paredes que no están vacías, en mi forma de hablar con Weselina, en nuestros calendarios y rutinas está Madrid o está España?

México

 

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Quizá todo tenga el siguiente punto de partida: pienso en España, en cualquier cosa de España, y ya no sigue la evidencia de la distancia o la nostalgia, sino que es pensar en España, en cualquier cosa de España, y todo se va acomodando: es sentir que estoy en España de una nueva manera: estar sin estar. Y eso, y ya han pasado tres años y medio, se disfruta, aunque también inquieta, pero solo un poco.

España

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A veces, es preciso revisar los usos de ser y estar. La migración nos trastoca la condición de hablantes nativos.

México

 

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Volviendo a Zambra, al comienzo de este texto y a lo inmediatamente anterior: además de sentirme que estoy en Madrid o en España, esta estancia perfectamente podría ser Madrid o España, pero mi Madrid y mi España. Por eso estoy pero tampoco estoy, y esto es pero tampoco es. ¿Cómo...?

 

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Escribir sobre España desde México. Escribir sobre allí desde aquí. ¿Podría entonces escribir sobre México desde aquí, siendo este adverbio España? ¿Y podría escribir sobre España desde aquí, siendo otra vez este adverbio España? ¿Podría sustantivar los adverbios y las preposiciones y convertirlos en complementos directos? ¿Podría, ahora sí, escribir que «escribo aquí», «escribo allí», «escribo desde» o «escribo sobre», y que «aquí», «allí», «desde» o «sobre» sean lo que se escribe? Esto es una enálage, ¿no, prof? Antes de saber si es o no una enálage, deberíamos saber qué son esos adverbios y esas preposiciones, querides estudiantes.

 

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En estos últimos días, he leído de un tirón la última novela de la narradora ecuatoriana Mónica Ojeda, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, precisamente porque la escuché decir el año pasado, en una entrevista para el programa televisivo español Un país para leerlo, emitida concretamente el 10 de marzo de 2023, que sueña bastante con volcanes y con temblores, elementos de ese «lugar de geografía emocional» que para ella es Ecuador. Toda esa «emoción geográfica», como denomina a lo anterior la escritora, se convirtió en texto, en escritura una vez que migró a España, pues en su país le era imposible escribir, pero sí cuando estaba lejos —y aquí permitidme que transcriba a Ojeda— en «una especie de añoranza, pero también de imposibilidad, y esa es la relación que uno tiene con el origen. El origen es imposible y a la vez lo añoras, pero no sabes lo que añoras, y también esa añoranza es peligrosa, y el origen el peligroso. […] Siempre quieres tener una especie de distancia con el origen pero también quieres regresar, y a la vez es imposible volver». Estas palabras, y quizás ahora las vaya poco a poco aprehendiendo, me llevan resonando un año en la cabeza; las he podido complementar, además, con una entrevista más reciente a Ojeda en Vogue, del pasado 12 de febrero, donde dice: «Yo estoy acá, [en España,] pero toda mi imaginación y mi mente está allá, al otro lado del charco. Es muy extraño, porque mi cuerpo está acá, pero mi mente y mi imaginación literaria están en otro lugar. Eso es lo que pasa cuando uno migra. No se desarraiga, lo que hace es llevar consigo esas raíces». Pensando en mi caso, lo cierto es que nunca pensé tanto en España como lo hago desde México, y que nunca escribí conscientemente tanto sobre España como desde México. Inevitable la metáfora floral para las palabras de Ojeda: quizá la respuesta, o la explicación, o la clave de bóveda esté en el trasplante de las raíces: quizás el país necesite de una tierra completamente ajena, transatlántica, extranjera para poder ser mirado, para poder ser y ser por fin cantado.

España

México

 

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Por todo ello —y siguen las imágenes rotas de Eliot—, es imposible escribir sobre España desde España. Pero ¿cuál España? ¿Acaso España, ahora que España es una España distanciada, volverá a ser la misma? ¿No es acaso —y así lo creo— aquella España que dejé una realidad imposible? ¿No es el origen imposible?

 

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Ojeda se ha llevado sus raíces a ese lado del mundo del que emigré, por eso desde Madrid ha escrito sobre el Kapak Urku, que está allá, en Ecuador. El escritor venezolano Adalber Salas Hernández, quien también lleva un tiempo alejado de sus orígenes territoriales, me habló una vez, tomando un café en El Desastre, en Ciudad de México, de lo que suponía para él El Ávila, el Waraira Repano, ese monte que está al norte de su Caracas natal. Al pensar últimamente en los volcanes de Ojeda y al no recordar bien la anécdota, le pedí por WhatsApp a Adalber que me la recordara. Me contó mi amigo que al ver de noche, en cualquier lugar donde estuviera, un banco de nubes que tuviera un límite claro (las nubes más pálidas por arriba y más oscuras por abajo), de inmediato pensaba —y sigue pensando— que lo que estaba contemplando realmente era el monte Ávila, porque creció viéndolo. «En cualquier horizonte me está esperando El Ávila», concluyó Adalber.

 

Mi paisaje montañoso e inevitable es la sierra del Guadarrama, al noroeste de Madrid: creo que ya en alguna parte lo he escrito, pero aquellas montañas para mí siempre fueron las más grandes del mundo hasta que me topé con el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, y todo pasado se volvió engaño. Aun así, el Guadarrama sigue ahí como el fondo de la postal del recuerdo, pero no la imagen como tal del Guadarrama, que obviamente me es imposible contemplar, sino aquella sierra pintada por Aureliano de Beruete en El Guadarrama desde el Plantío de los Infantes, o la que aparece filmada en El Crack Dos, de José Luis Garci, que el detective Germán Areta le señala a su antiguo comisario al abandonar su residencia en la sierra. Esos Guadarramas sí que los puedo contemplar desde México. Y el Guadarrama desde México es otro, pero no por ello deja de ser el Guadarrama.

El Guadarrama desde el Plantío de los Infantes

 

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La distancia, la nostalgia o la mirada también son una geografía, y la intención ineludible de recrearla o escribirla transforma —¿traslada?— el espacio, cualquier espacio, por eso a veces en mi departamento defeño me siento en España, pero en esa España que es un óleo de Beruete, una película de Garci, las páginas de un libro, una imagen buscada en Google, un mensaje en el celular o un olor con el que me reencuentro después de muchos años.

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Y hay días en los que me topo sin querer, aquí en Ciudad de México, con España: la semana pasada iba yo caminando por Miguel Ángel de Quevedo hacia la librería Bonilla, donde el poeta extremeño Javier Pérez Walias presentaba su poemario Insecto ámbar. Como caminaba desde La Bombilla obviamente pasé por delante de la Octavio Paz, la Gandhi y El Sótano: las librerías famosas de dicha avenida. En la Octavio Paz, en cuyos saldos de su planta baja me detuve, me encontré con un ejemplar de Diario de una resurrección, de Luis Rosales, así como con un grueso volumen de papel biblia que contenía obras de teatro de Antonio Buero Vallejo, Sanchís Sinisterra, Alonso de Santos, Sastre, Nieva y Arrabal, entre otros; por supuesto que compré ambos libros. Ahí me topé, pero bien que me topé, con España, y feliz como una perdiz. Cuarenta minutos más tarde, escuchando hablar y recitar a Javier, me volví a topar con mi país. En esos instantes no me siento alejado de España, sino todo lo contrario. «Allí» es «aquí», y al revés.

 

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No hace mucho me dio por escribir un poema sobre los llamados verracos de piedra, esas esculturas con formas de toro, verraco y jabalí de la época prerromana y que, a pesar de su antigüedad y su valor histórico —y de su significado desconocido—, se encuentran al aire libre, sobre todo en las plazas de numerosos pueblos españoles. ¿Cuándo he pensado yo y, sobre todo, cuándo he escrito yo sobre esas moles? Además, este poema, como otros tantos que he escrito sobre otros temas relacionados con este nuevo imaginario español mío, y que no es otra cosa, desde aquí, que la España misma (el tomate Orlando sobre el arroz blanco, los Paradores de Turismo, el Románico, Bécquer, Fortuny padre, el «Romance del conde Flores», los pueblos de la sierra madrileña, las seguidillas de La verbena de la Paloma, etc.), está compuesto en lo que se conoce como verso libre, una forma que apenas he transitado y empleado. Para escribir poemas sobre los verracos de piedra y sobre tantas y tantas cosas de España, tuve que afrontar la escritura poética como una ruptura de mi silva libre impar habitual, pues escribir sobre estas cuestiones españolas desde México ya de por sí es una ruptura, una inconsistencia entre el aquende y allende, y qué mejor entonces que el vers libre para que el sol golpee sobre sus imágenes rotas. Y España, así, aparece dentro de estos poemas y se hace España en estos poemas, al igual que se hace en la libreta donde se escribe, en el escritorio donde se apoya la libreta y en ese departamento donde está el escritorio y en cuya cocina ahora me dispongo a echar el cebollino picado —aquí lo llaman «cebolla cambray», vaya nombre, ¿no?— a las patatas cortadas en taquitos que se están friendo y que en unos diez minutos sacaré del fuego y mezclaré con cuatro huevos batidos para, en unos cuatro minutos más, tener lista la tortilla. Mientras los cachitos de cebolla se deslizan por la tabla y van entrando en el aceite hirviendo, empieza a sonar «Que me coma el tigre», de Lola Flores. Luego, lo más seguro es que le siga «Cortijo de los Mimbrales», del Príncipe Gitano. Pero, cuando tras La Faraona y el Príncipe Gitano comiencen a salir por el altavoz de mi pequeña bocina sones y huapangos, y los sienta como algo tan mío y propio como los verracos, las canciones anteriores, la tortilla de patatas o mi acento, ¿qué sucederá...? Mierda.

Verracos de piedra

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.