XV

El centro

El Centro Histórico de la Ciudad de México nos salva. Quizá para no pocas personas oriundas de esta ciudad, incluso de este país, también el centro de la capital de la república opere como una suerte de salvación: el centro de la ciudad de México es el centro de la identidad nacional, es el núcleo de la concepción nacionalista de un país que podría considerarse plurinacional, es lo mexica imponiéndose a decenas y decenas de configuraciones originarias diferentes, es el volcán convertido en piedra, es la piedra convertida en el Templo Mayor, es el Templo Mayor convertido en la Catedral Metropolitana, es la parte desconocida pero conocida de la Tira de la Peregrinación, es una isla donde un águila fue a posarse en un nopal para merendarse una serpiente, es Tenochtitlan, es la Muy Noble, Insigne, Muy Leal e Imperial Ciudad de México, es el Distrito Federal, es la CDMX, es aquel lugar, en definitiva, al que voy a trabajar de martes a viernes. El Centro Histórico de la Ciudad de México es el punto central de la rosa de los vientos de esta realidad urbana para todas y todos sus habitantes, simbólica a su vez para tantas y tantos, así como cotidiana para unos cuantos millones de personas, entre los que me incluyo.

 

Personalmente, el Centro Histórico de la Ciudad de México no me salva por ser parte de mi identidad, entendiendo aquí la identidad como algo absolutamente ajeno a la existencia palpable de uno, a su vivir diario, a su condición de habitante. ¿Y cuál es esta identidad que comúnmente parece que salva? ¿Cuál es la identidad del centro mismo del centro del país? No han sido pocas las veces en las que he sido testigo de cómo esta identidad, que es a su vez el centro del centro del Centro Histórico de la Ciudad de México —aquí me refiero a la imponente bandera tricolor que ondea en el medio del Zócalo, la Plaza de la Constitución— emociona a multitudes; he visto incluso cómo la contemplación de esta estampa propiciaba el arranque del «Mexicanos, al grito de guerra...» en numerosas de estas gentes y, claro, pienso ahora y pensaba entonces, todo esto a estas personas les salva, pues, de algún modo, ahí está presente y materialmente representada su simbólica identidad en el centro mismo de todos los centros de México. Si recreo entonces otros centros, más vinculados con mi partida de nacimiento, y cambio el verde, el blanco y el rojo por el rojo y el amarillo gualda, apaga y vámonos; la única diferencia entonces que encontraría entre estas dos estampas es que para las españolas y los españoles que observan con especial pasión cómo su bandera ondea en el cielo madrileño —a veces velazqueño— el himno de turno sonaría únicamente en sus cabezas, pues, y gracias a Dios, el himno de España carece de letra. Percibo que me estoy yendo por los cerros de Úbeda, porque la única tela en la que yo encuentro representada mi identidad particular es la de mis camisas, que compro religiosamente desde hace seis meses en una camisería situada en la esquina de 5 de Mayo con Simón Bolívar, en el Centro Histórico, por supuesto.

Como decía, el Centro de Histórico de la Ciudad de México tiene para mí un carácter salvador debido a su naturaleza contradictoria e imposible entre lo propio y lo ajeno. Su espacio configura para aquella persona que lo pasea, lo recorre e incluso lo ocupa durante unas horas a la semana —personas que somos perfectamente Weselina y yo— la caracterización figurativa del habitante-turista. Un oxímoron, vaya. Un imposible. La penúltima vez que vimos por videoconferencia a nuestro querido amigo Miguel Filipe Mochila, portugués alentejano afincado desde hace casi un lustro en Puerto Rico, nos decía, entre un trago y otro de Medalla, que se sentía allí como si estuviera de vacaciones, como si su condición de habitante de la portorriqueña San Juan fuera realmente la de un turista. El habitante permanece, pero el turista se va, y quien migra, aunque provenga de fuera —al igual que el turista—, está asentado en dicho lugar y lo habita. Por su parte, el extranjero, el migrante no cuenta por lo general con la intención de salir pitando del país receptor, pero no es raro que no conserve dentro de sí la posibilidad, aunque a veces sea mínima y lejana, del regreso, como si la migración estuviera condenada a ser un inevitable periplo. Tal vez ahí resida esa sensación de ser un turista por la realidad de uno, de estar de vacaciones por ella. Asimismo, la novedad desarticula: esa realidad de lo que es cotidiano, incluso rutinario, todavía llega a sorprender, especialmente porque no forma parte de la costumbre, de esa zona de confort que es sin duda alguna nuestro país de origen cuando en él se ha desarrollado un pasado de diez, veinte o incluso treinta años, como es mi caso. Reaparecen lo ajeno y lo propio, lo conocido y lo desconocido —casi siempre por conocer—, la aspiración y lo alcanzado: combinaciones todas ellas que en ocasiones resultan un poco indigestas, pero que, por el contrario, cuando se aceptan, todo cambia, y para bien. «Sí, es cierto, vivo aquí, pero no me acabo de creer que viva aquí, porque no estoy acostumbrado a esto». El habitante entonces no puede dejar de sentirse un turista, porque, al mismo tiempo que vive, está conociendo y descubriendo, y es difícil desligar la vida de lo que ya se conoce de sobra (esa especie de estabilidad) y vincularla con lo nuevo. Cuando, por ejemplo, alguien como yo pasea por el Zócalo, la ciudad que se habita y la ciudad de la que se es entran en disputa, y el paseo es dominado por un extrañamiento que en ningún momento disgusta y que no comprende la posible conciliación entre los verbos ser y estar: al habitar un lugar también se está siendo en ese lugar.

 

Como intentaba decir, el Centro Histórico de la Ciudad de México nos salva porque, al convertirnos Weselina y yo (paseantes de sus calles y sus plazas, y admiradores de sus edificios torcidos) en habitantes-turistas, logramos que este espacio, propio y ajeno al mismo tiempo, no se termine nunca. Logramos también asumirlo como nuestro —porque es nuestro, lo habitamos durante bastantes horas a la semana— y, a su vez, logramos mirarlo con distancia al considerarlo exótico o distinto de lo que siempre ha sido habitual para los dos, y la distancia, como siempre digo, ante todo enriquece. Weselina lo describe muy bien las veces que vamos a dar un paseo por el centro: entramos al Zócalo y, justo en el punto donde fue encontrada por accidente en 1790 la Coatlicue, siempre dice: «La gente se gasta miles de euros para ver esto y nosotros vivimos aquí». Esa noción simultánea de conocimiento y desconocimiento, de rutina y curiosidad, de presente y porvenir me permite también evocar los centros de las ciudades que he visitado y, al mismo tiempo, y algo mucho más delicioso, los centros de aquellas ciudades que anhelo conocer, y que puedo entrever tímidamente en los libros, en los relatos de Weselina y en los escenarios de series y películas, paisajes todos alterados y conocidos de nuevo —o extrañamente conocidos— por el deseo. Y es que en este centro mexicano el deseo se vuelve encuentro.

 

El Centro Histórico de la Ciudad de México también nos salva porque en sí mismo puede concebirse como un país, y eso hace que su conocimiento sea inabarcable —y también que en ocasiones llegue a abrumar—. Cualquier paseante que salga de la librería Juan José Arreola del Fondo de Cultura Económica y tome Venustiano Carranza para llegar al cruce con Isabel La Católica, si por esta primera calle se va asomando a los portales altos y de madera de lo que intuye que son viviendas u oficinas, no es extraño que, tras unas puertas de cristal que anuncian un vestíbulo y la figura de un hombre o de una mujer fregando el piso, descubra, sin saber qué hace aquello allí, un retablo dorado, por ejemplo. Puede sonar a tópico que esta ciudad esconda dentro de sí otras muchas ciudades, pero esa es la realidad: los pecios de otras vidas y otros contextos urbanos son en definitiva una evidencia arqueológica, y de ahí que, otro ejemplo, dentro de la estación del metro de Pino Suárez haya una pirámide o que cualquier alteración en la planicie del suelo sea síntoma de que allí debajo hay algo que bien pudo ser, de nuevo, una pirámide. El descubrimiento en 1978 de los restos del Templo Mayor a un costado de la catedral es un hecho muy representativo en este aspecto. El paseante, frustrado antes su incapacidad por descubrir todo de todo, más que tacos al pastor lo que se le antoja verdaderamente es que se le aparezca el Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara para que le muestre lo que esconde en su interior esa extensísima cuadrícula de tejados. Movido por este afán de descubrir no solo exteriores e interiores, sino también historias, leyendas y razones de ser de la mayoría de estos espacios, una vez al mes tomo de la entrada de la Universidad del Atrio de Sor Filotea el ejemplar de turno de la revista gratuita KmCero, una publicación dedicada al Centro Histórico donde, además de una detallada cartelera —ahí me entero de qué parte de la(s) colección(es) de Carlos Monsiváis se va a exponer en el Museo del Estanquillo— y fotografías e ilustraciones, se pueden leer reportajes divulgativos sobre edificios, antiguas localizaciones, calles, personajes, comercios históricos y, lo más interesante para mí, la presencia literaria y extraliteraria del centro en las letras mexicanas. Soy la única persona que conozco, al margen de un puñado puntual de estudiantes de Arte que vienen de otros estados, a quien le interesa esta publicación: aquí está el turista que complementa, y conflictúa, al habitante. Aun así, todavía esta revista no me ha resuelto una de mis grandes dudas en relación con el centro: ¿en qué número de República de Venezuela, cerca del Antiguo Palacio de la Inquisición —donde se mató el poeta romántico Manuel Acuña—, estaba la residencia del poeta estridentista Amadeo Salvatierra, aquella donde lo visitaron Arturo Belano y Ulises Lima en enero de 1976?

 

El Centro Histórico de la Ciudad de México conserva su condición de centro, es decir, aquel lugar en el cual se encuentra todo, algo que han perdido numerosos centros de numerosas ciudades, como mi anhelada Madrid. No solo allí, como ya dije, se puede descubrir todo de todo, sino que se puede comprar todo de todo, y por lo general a un precio mucho más económico que en otras zonas de la ciudad. En el centro está todo y yo allí he comprado de todo: las camisas, la mochila, algunos pares de zapatos, la alianza de la boda y el traje con el que me casé, el cojinete que tiene Richi debajo de mi escritorio, libros —ay, la calle Donceles—, incienso, cosas para la cocina, souvenirs, regalos, libretas, pilas y correas para los relojes, etc., etc., etc. Hoy mismo, un viernes de mediados de febrero, he comprado en el centro un plato portátil para el agua de Richi y ocho rollos de celo por $70 en total. Lo que espero conseguir algún día, concretamente en la plaza de Santo Domingo o en sus alrededores, es un título, emitido por alguna universidad española, la que sea, que certifique que he cursado con éxito un Máster Universitario en Formación de Profesorado; seguro que es aquí muchísimo más barato que en España. En el centro se puede uno hacer hasta con aquello que no existe. Asimismo, el Centro Histórico consigue presumir de ser genuinamente un centro urbano —y esto también salva— porque sigue siendo de la gente y no del turismo. Los turistas son escasos en comparación con los que no lo son. Aun así, a veces es fácil reconocerlos, sobre todo a los españoles por sus gritos secos llenos de hostias, coños y joderes —cualquier mexicano, ahora que lo pienso, podría decir lo mismo de mí—. Pero los turistas del centro no molestan en absoluto, como sí sucede en otras ciudades como Barcelona o de nuevo Madrid, pues el centro no está hecho para ellos; su historia, todo el patrimonio del centro, se preserva con y por su uso cotidiano. El centro también tiene sus horarios. Si en el cielo no luce ese sol del Anáhuac que pega con violencia, lo mejor es ir con alguien que se la sepa o, si no es el caso, estar ya dentro de casa. Como reza el título de una película mexicana: «esto no es Berlín», aunque a veces pretendamos que así sea.

En conclusión: el Centro Histórico de la Ciudad de México, por si no ha quedado claro, nos salva. Quizás el chilango o el defeño de toda la vida esté harto del centro de su ciudad, porque, todo hay que decirlo, el centro también puede generar una hartura que uno no sabe que existe hasta que se topa con ella, sobre todo cuando diluvia o tiembla, o hay algún tipo de marcha o manifestación. Pero esta extraña mezcla, reconciliable al final de día, de habitantes y turistas que Weselina y yo experimentamos cuando vamos al centro casi todos los días de la semana consigue incluso que, en los momentos en que sentimos que nos satura México, uno de los pocos subterfugios que encontramos es ir y pasear precisamente por el mismo centro original de lo que entendemos por México.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.