XIII

Yo abracé a Elena Anaya

(La libreta III)

Un jueves cualquiera de finales de noviembre, ya con el semestre a punto de terminarse, meto el gastado marcapáginas de la librería Alcaná dentro de La colmena, de Cela, esquivo a las personas que quieren entrar en el metrobús y salgo de la estación de Polifórum para dirigirme a casa. Entonces pienso que durante mis años mexicanos estoy leyendo todo aquello que no leí en la licenciatura, y lo estoy haciendo por gusto, un gusto enorme, y lo estoy disfrutando una barbaridad. Quizás esto sea lo que deba hacer un buen filológico, quizás esto sea el culmen de la profesión. De repente, se me ocurre pensar que México se está convirtiendo en aquella Universidad Desconocida de la que tanto habló Roberto Bolaño en sus poemas. Quizás esto, los pasillos invisibles que pueblan la primera poesía del chileno, explique mi bibliomanía: «gastando mi dinero en uno de los límites / de la universidad desconocida». «¿Cómo se llama esto?, pregunté. / Océano. / Una larga y lenta Universidad». Quizás ahí esté. Qué sorpresas me entregas a veces, México, y qué sentido le llegas a otorgar a las cosas.

 

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Sentado en la calle de San Jerónimo, en el centro histórico de la ciudad, bien temprano —hace unos minutos amaneció—, fumo y mato el tiempo antes de entrar en clase. A mis espaldas, la sede principal de la Universidad del Atrio de Sor Filotea, con su esqueleto herreriano, su gran claustro, sus sorjuanas, sus gatos. Arquitectura universitaria esta tan distinta, tan lejana en el tiempo a aquella franquista de la Universidad Autónoma de Madrid, donde también vi amaneceres y fumé bien temprano antes de entrar en las clases, pero para tomarlas. Los pasillos y los módulos de Cantoblanco, así como sus pequeñas avenidas y sus bibliotecas, sus paredes y sus ventanas, sus salas de becarios y sus sugerencias, fueron materia poética para mí durante casi una década. Me pregunto, al recrear este otro periodo académico —pasado que ha configurado mi presente, pero que ahora parece que pertenece a otra vida—, si algún día estos patios y estos muros novohispanos del antiguo convento de San Jerónimo serán un marco para la escritura, un símbolo de algo o un nuevo imaginario que me haga dejar de entrever a los fantasmas de las y los colegas tomando café con leche en vasos de cristal, a las profesoras y los profesores a quienes saludo por su nombre subiendo y bajando las escaleras de hormigón y con quienes diserto en sus despachos con el espíritu aún ansioso y joven, a las limpiadoras y los camareros que articulan mi calendario con sus buenos días, buenas tardes, qué tal todo. Sin duda, al igual que los espacios, mis ojos —y mi rol académico— son ahora distintos, y tal vez por eso la universidad como tema literario esté tardando en asentarse aquende los mares. «Demos tiempo al tiempo: / para que el vaso rebose...», y ya llegará, pues mientras imparto mis clases no dejo de beber agua.  

 

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La poesía completa de Rafael Cadenas ha sido una de las lecturas más dichosas que he realizado en 2023. Fue un regalo de Richi —y de Weselina— por el Día del Padre, comprado en la Rosario Castellanos en una mañana soleada y descansada de junio. Uno de sus poemas, el último de Una isla, me solucionó algunos conflictos, me ofreció empatía: «El exiliado deplora las patrias. Rehúye escisiones. / Se encamina hacia el instante. // Comienza a ver. Cuando lo rodea recobra su fuerza. / Las cosas se avivan de día en día. // Se adhiere a su cuerpo, buscando el molde antiguo. / Se reconoce enigma. Despide la irrealidad. // Ve su cara en el estanque y la olvida». Cambiad «exiliado» por «migrante» o «extranjero», y está hecho.

 

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Días de un frío inusual en la Ciudad de México. La universidad se llena de abrigos, la temperatura del interior del metro se revoluciona, el vaho se confunde con el humo de los cigarros. Este clima me traslada a otros espacios, a otros tiempos. El temporal ha dejado en las fronteras del monstruo una estampa hermosísima: el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl se han cubierto de nieve, y el viento helado limpia el aire para que las y los capitalinos los podamos contemplar. Qué postal más increíble. Aun así, a lo largo de estos días, cuando me he subido a la azotea a contemplar pasmado los volcanes con su estampado más blanco que negro, con qué rapidez —pensaba y sentía yo— cambiaba esta imagen por la de mis amigas y mis amigos alrededor de una mesa en una terraza madrileña cualquiera, departiendo a gritos y carcajadas mientras Madrid nos rodea y van y vienen de nuestras bocas los dobles de Mahou, perdiendo así la memoria su condición de pasado.  

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Qué tontería, pero en estos días me he empecinado en ver el último episodio de la serie española Cuéntame cómo pasó a toda costa, y ni modo. Soy incapaz de lograr reproducirlo desde México. Incluso mis estudiantes del Atrio de Sor Filotea me enseñaron cómo cambiar el VPN a través de un navegador de internet distinto al Google Chrome y poder ver así los videos de Radio Televisión Española —consiguieron reproducir el primer capítulo de La Regenta en nuestra clase de literatura española decimonónica—, pero a mí los videos bien no se me reproducen, bien van lentísimos. No es que sea un fanático de Cuéntame; dejé de ver aquella serie hará diez o doce años, cuando todavía vivía con mi madre en Periferia. Los actores y las actrices que inicialmente fueron los más jóvenes del elenco son mis coetáneos, podría decirse que hemos crecido juntos —cada uno en un lado distinto del televisor—, pero a mí me acabó hartando que todos los sucesos reseñables de la reciente historia de España, ¡todos!, absolutamente todos pasaran por la vida de aquella familia de un barrio periférico y ficticio de Madrid. Como los Episodios nacionales de Galdós, pero a lo bruto. Además, leyendo aquí y allá en este último año y pico cosas sobre todos aquellos años —la serie abarca desde 1968 hasta 2001— a propósito de la novela española de la guerra civil y la dictadura, he descubierto que desde determinados círculos geográficos y académicos se tiene a Cuéntame como una representación fehaciente de aquella España que muchas y muchos no hemos vivido, como si la mejor manera de conocerla fuera solamente viendo sus cuatrocientos treces episodios, y tampoco es que esté muy en sintonía con esta afirmación. Al margen de esta cuestión —alcanzar una opinión sólida de ella me obligaría a verme las veintitrés temporadas y a leer mucho mucho más—, como decía, me he empecinado en ver el último episodio de la serie, donde muere la famosa abuela Herminia y Carlos y Karina regresan a España desde el extranjero, aunque hasta el momento no lo haya conseguido. Quiero sentirme igual que miles de españolas y españoles frente a la pantalla, con la emoción viva, abrazado a los cojines y sonándome de vez en cuando la nariz atorada por las lágrimas y la mucosidad. A veces anhelo ser como tantas y tantos de mis compatriotas y sentir que la familia Alcántara es también parte de mi familia... Vaya tontería, pero quizás aquí se esté manifestando, como en tantas otras muchas ocasiones, esa vieja necesidad, y algo desafortunada, de pertenencia, no sé a qué, pero pertenencia. ¿Melancolía cultural? Puede ser. Hoy he vuelto a intentar ver el dichoso capítulo, sobre todo después de ver algunos fragmentos en las redes sociales, todos superemotivos, por supuesto; y lo he querido ver porque hoy he amanecido con la noticia de la muerte de Concha Velasco, y Concha Velasco y Cuéntame indudablemente forman parte de mi sentimentalidad, me guste o no. La famosa escena de la actriz besándose con José Sacristán en la versión cinematográfica de La colmena —que ya terminé, por cierto— es fundamental para mí, pues es el mejor beso, el más hermoso y apasionado que he visto en toda mi vida. Sin duda, esto es melancolía cultural, otra de las numerosas ramas de la nostalgia; y descubro ahora que la nostalgia, más que un traje que apenas me quito o que a veces llevo a la tintorería para no ir siempre vestido con lo mismo, es realmente mi ropa interior.

 

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Hace algunas semanas no sé qué estamos viendo en el ordenador Weselina y yo durante la comida, pero nos dio por hablar, tampoco recuerdo a raíz de qué, acerca de la fama y la vida de las actrices y los actores. Rápidamente, me puse algo solemne, esbocé una pequeña sonrisa que me otorgaba un aire de superioridad ante ella, hice una breve pausa y le dije, como tantas otras veces le había dicho, que yo sabía de esas cosas porque yo abracé a Elena Anaya. Weselina se rio de mí porque ya se conocía aquella anécdota mía de memoria, que le habría contado como cincuenta veces, pero yo quería sentirme como el protagonista de Yo serví al rey de Inglaterra, del magnífico Bohumil Hrabal, que acababa de terminar de leer, y reírme también un rato con ella. Yo tendría veintipocos años y era joven y algo imbécil —con los años la vida nos confirma aquellas evidencias por entonces escondidas— , y estaba con un grupo de gente que escribía poesía a las tres o cuatro de la mañana bebiendo latas de cerveza en una calle próxima a la calle del Pez, allá en Madrid. Me encontraba en un corrillo hablando con aquellas personas de que seguramente íbamos a cambiar la poesía española y tonterías por el estilo cuando se acercó una mujer a pedirnos fuego, y alguien dijo de repente «para ti claro que tenemos fuego, Elena Anaya», y yo me volteé y, sí, era la actriz Elena Anaya, que por aquel entonces estaba muy presente en la realidad cinematográfica, y yo no me lo podía creer, y como estaba emocionado y estupefacto y era joven y algo imbécil le empecé a decir a Elena Anaya que personas como ella, las actrices y los actores, eran también gente normal que tenían derecho a pedir fuego a las tres o cuatro de la mañana en una calle próxima a la calle del Pez a personas que bebían latas de cerveza y hablaban de poesía y de tonterías por el estilo, y que todo eso el público, el gran público, no lo entendía. No sé qué le pasó por la cabeza a Elena Anaya, pero mis palabras debían de ser algo que llevaba esperando escuchar desde hacía mucho tiempo, y de repente me soltó «¡claro que sí! ¡Dame un abrazo, coño!», y ahí fue cuando yo abracé a Elena Anaya. Si bien soy incapaz de recordar si eran las tres o cuatro de la mañana o cómo era el nombre de aquella calle próxima a la calle del Pez, allá en Madrid, recuerdo con una nitidez pasmosa aquel abrazo de Elena Anaya, y eso, que Elena Anaya me quisiera dar un abrazo, es una anécdota que obviamente saco siempre que puedo, pues uno es también parte del mundo y, como todo el mundo que, igual que yo, también son hijos de vecino o como el protagonista de Hrabal, debe de vez en cuando forjar su identidad y su ser en la tierra por haber respirado el mismo aire que una persona famosa, o por haberse hecho una foto con tal o cual artista, o por haber sido discípulo de Fulano, Zutano o Mengana, o porque una actriz famosa haya querido abrazarle a las tres o cuatro de la mañana en una calle próxima a la calle del Pez, allá en Madrid. Claro, pero uno no puede manifestarlo constantemente, porque ahí demostraría que la idiotez no se cura con el tiempo. Aun así, las veces en las que me tengo que reprimir son más abundantes de lo que me gustaría. Cuando mis estudiantes del Atrio de Sor Filotea me miran fascinados por no tardarme ni un segundo en establecer y determinar, además con voz clara y segura, las diferencias entre un cuarteto, un serventesio, una redondilla y una cuarteta, y leo en sus miradas que sus cabezas se inundan de un «¿cómo es posible que lo sepa?», a mí me dan ganas de responderles que yo eso lo sé porque yo abracé a Elena Anaya. Cuando las parejas de mexicanas y mexicanos con dinero se suben al mismo tiempo que yo en el metrobús y demuestran que no saben dónde se han metido y sus miradas recorren de izquierda a derecha las pegatinas que informan sobre las paradas de la línea 1; cuando entonces me preguntan, con una mala educación que yo no usaría ni con un fascista, dónde se tienen que bajar para llegar al centro, porque van a una manifestación o a una carrera de atletismo y yo les respondo con voz clara y segura que en tal parada, y entonces leo también en sus miradas que en esos momentos se están preguntando «¿cómo este extranjero sabe ir al centro de la Ciudad de México mejor que nosotros, que somos de la propia Ciudad de México?», a mí me dan ganas de responderles que yo lo sé porque yo abracé a Elena Anaya. Cuando mis amistades extranjeras o cualquier persona que vive o quiere vivir en México me preguntan por los trámites de Migración, por la naturaleza y el sentido que tiene el RFC, por la emisión de las facturas ante el SAT, por cómo preparé todos los papeles para solicitar una beca posdoctoral de la UNAM o del CONAHCYT, por cómo logré trabajar en una universidad privada mexicana o por cómo llevo esto de la nostalgia —bueno, eso no me lo preguntan mucho— y yo les respondo a lo que me solicitan con voz clara y segura, siempre me dan ganas de decirles que yo todo eso lo sé porque yo abracé a Elena Anaya.

«XII - Un cuento sobre la llegada a México

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.