XII

Un cuento sobre la llegada a México

Fue durante los calores secos de Madrid, que se acentúan siempre en agosto, cuando supe que me iría a México. Un documento en PDF, bastante alargado para mis ojos —supe luego que ese formato se llamaba oficio—, aparecido en una de las webs de la Universidad Nacional Autónoma de México, comunicaba que me habían concedido una beca posdoctoral. El proyecto para la beca que había presentado algunos meses antes había sido beneficiario de una de las ayudas, pero el que presentó Weselina se quedó en la cola; el suyo era el bueno, el que traía detrás un currículum de puros estudios sobre México que avalaba aparentemente el futuro y el que era coherente que saliera, pero una serie de circunstancias ajenas a nuestra percepción de las cosas, que se reprodujeron desgraciadamente con el paso del tiempo, hicieron que su proyecto se quedará en eso, en un proyecto. De todos modos, decidimos migrar. Madrid, no sabemos cómo ni por qué, nos había dado un poco la espalda; nos resistíamos a verlo en un inicio —Madrid era la casa—, pero las posibilidades laborales, las mascarillas, las políticas autonómicas y las puertas —tantas puertas— habían hecho de aquella realidad madrileña un contexto que ya no llevaba o pronunciaba nuestros nombres. Weselina tenía viajes, cultura y deseos ya viejos en torno a México; yo, una beca venidera, unos ahorros en euros y, más que curiosidad, un amor ciego por la compañía de ella. Un mes exacto tuvimos para desmantelar una vida: vaciar los pisos; meter las bibliotecas en cajas; gestionar trámites en pos de un regreso difuminado y desconocido; despedirnos de familias, amigas y amigos con la esperanza —ay, la esperanza aquella…— del reencuentro. Los nietos que no tendremos ya se saben de memoria esta historia, así como las lectoras y los lectores de Casapaís.

Por aquellos días ya se hablaba en Periferia —y aquí es donde empieza el cuento— de que uno de sus vecinos se iba a América. La familia se regocijaba: hace años, en algún hospital, alguien predijo que el nieto, el sobrino y el hijo, es decir, que yo mismo acabaría en América. América como sinónimo del éxito. Ese joven tan estudioso regresaría algún día con su traje blanco y un loro sobre el hombro, conduciendo un coche nuevo y repartiendo monedas a los niños, y construiría una casa grande a las afueras, como todos los indianos que le habían precedido; aquello era lo que se escuchaba en los centros de día y en la cola de los mercados periféricos. No faltaban las lágrimas de una madre y de un padre, conscientes de repente de todos los kilómetros que puede tener un océano a lo ancho. Otras voces, no obstante, me advertían, con una seguridad rotundísima —como si hubieran pisado alguna vez México—, del crimen organizado, de las pistolas, de las desapariciones, del peligro, de la violencia, del picante y de la muerte que indudablemente me esperaban en aquellas tierras, para ellos, mejicanas —el español de bien, aquel «castellano viejo» de Larra, siempre hizo una muy mala digestión de Juan Ramón Jiménez—.

En el consulado, situado en la capital del reino, pude tramitar la visa (esa pegatina pegada en el pasaporte), y tuve suerte, pues solo tardé dos semanas; otras personas llevaban allí algunos años, familias enteras esperando y sosteniendo en la mano las cartas ya gastadas de aquellos familiares que reclamaban su presencia en América para que así pudieran escapar del hambre que asolaba Castilla. A muchas de ellas incluso se les había pegado un pequeño deje en el habla que a mí me sonaba a andaluz. Para mi sorpresa, me comunicaron que, si mis motivos de viajar a México eran trabajar y establecerme allí, el viaje debía ser en barco, pues en avión solo se viajaba a la Riviera Maya o a Oaxaca. Varias opciones nos dieron para embarcar: Cádiz o Sète, en Francia. Eso sí, previamente debíamos pasar por Sevilla para tramitar no sé qué papeles. No fue fácil conseguir los pasajes a Veracruz, pues en la agencia de viajes algunos de los trabajadores y funcionarios del gobierno su empecinaron en que mi prometida no era atea y que su verdadero destino, tal y como motivaba a pensar su único apellido («¿Gavinska? ¿Gacinsky? ¿Gacinslovsky? ¿Gacinskova?»), era Ellis Island. Conseguimos subir al barco en un puerto que, en definitiva, era europeo, y pudimos apreciar cómo la brisa de la costa nos traía la voz de Juanito Valderrama cantando El emigrante, que posiblemente provenía de algún tocadiscos que alguien había puesto en marcha desde algún pueblo de Alemania hacía ya cincuenta años.

El viaje en barco fue confuso, especialmente por la novedad que suponía este medio de transporte para nosotros dos, y no sabría decir ahora con exactitud si tardamos once horas, varias semanas o un mes. El tiempo se altera cuando uno desconoce hacia dónde va. Viajamos dirección poniente, pues uno de los pilotos, Antón de Alaminos, aseguraba que en aquella dirección se hallaba la tierra que tanto había perseguido y deseado encontrar el almirante. Durante el viaje escuchamos por igual que aquellas tierras a las que nos dirigíamos eran ínsulas, que las oportunidades y riquezas de México eran infinitas, que no íbamos a tener problemas con el idioma porque íbamos a experimentar un verdadero y tautológico encuentro entre culturas, que a ver si coincidíamos en el muelle con la comitiva que esperaba a un emperador austriaco, que debíamos ignorar el poder de Diego Velázquez y que ya veríamos lo fácil que era encontrar un trabajo —te tomabas un café con cualquiera, nos aseguraban los españoles que ya habían visto cumplidas las promesas de nuestro destino, y ya te ofrecían la mejor oportunidad laboral de tu vida—. Había también por suerte algunos treintañeros que, al igual que nosotros dos, solamente esperaban de aquella nueva vida la posible continuación de su carrera profesional.

En cuanto divisamos la costa de Veracruz, ya salpicada de canoas que salían de la playa a nuestro encuentro, la orquesta del barco comenzó a tocar el Himno de Riego, y todas y todos cantamos jubilosos la letra con el puño en alto y con un poco de dolor de corazón —España en guerra y nosotros al otro lado del mundo—. Recuerdo ahora cómo pensé en aquel momento en un canoso Luis Cernuda y en las reflexiones que seguramente tuvo mientras caminaba solo por las calles de Coyoacán a comienzos de los sesenta, así como en el penúltimo poema de Antonio Machado, según la edición de su poesía completa (la de Manuel Alvar en Austral) que justo tenía guardada en uno de los costados de mi maleta. Teníamos la suerte, y eso nos consolaba, de conocer la lengua de aquel nuevo horizonte.

Al descender de la nave, el paisaje ofrecía todos los paisajes. Nos topamos con un suelo de arena fina sobre el cual habían construido sus dominios los mosquitos y el bochorno. En seguida, nos quitamos las chaquetas. «Quítate la chaqueta y dámela, que yo te la cojo», le decía a Weselina, quien no se separaba del tubo negro de plástico con nuestros títulos universitarios, y a los mexicanos que nos escuchaban les costaba no ocultar las carcajadas. Aun así, nos ofrecían helados de una fruta extraña, una pera con pinchos del tamaño de un melón que llamaban guanábana, mientras nos gritaban «¡güero, güero!». Los topónimos de nuestro primer contacto con México (Villa Rica de la Vera Cruz, La Antigua, Veracruz, Puerto de Veracruz, la Cuatro Veces Heroica) se confundían con un escenario de casuchas pobres y con una muralla que aparecía y desaparecía, al igual que la costa, que por momentos le ganaba espacio al mar, y que las banderas, sobre todo la española y la estadounidense, así como con el perfil de un puerto mercante al que entraban buques titánicos procedentes, según imaginábamos por las letras pintadas en sus costados, de China, Italia y el norte de Europa. Me llamó la atención, en medio de este ir y venir de aceros, ruidos y luces, una flota de lo que deduje que eran navíos —yo de barcos solo sé que los veleros bergantines tienen diez cañones por barda— y que llevaban a Europa, tal y como me contó un joven que pretendía venderme una concha, productos de Filipinas y de Oriente que habían llegado previamente a Acapulco. Al fondo, flotando sobre todos sus tiempos históricos, San Juan de Ulúa. Antes de tocar tierra, habíamos tenido ciertos problemas para entrar en el puerto, pues un tal Sáinz de Baranda («¿así no se llama una estación del metro de Madrid?») había ordenado desde su puesto en la fortaleza impedirnos el paso al estar el barco repleto de gentes procedentes de España. Lo cierto es que el proceso de ingreso a México no fue complicado, aunque sí tedioso: de dos filas que había, una para nacionales y otra para extranjeros, la nuestra era la más larga y la más lenta, especialmente porque algunos de nuestros compatriotas no encontraban la Forma Migratoria Múltiple que habíamos tenido que cumplimentar en el barco. Éramos ante todo españoles, judíos y libaneses, y varios guiris —a quienes luego aprendí a llamar gringos— que, no sabíamos por qué razón, pero vimos que iban descalzos. A su vez divisamos a algunas y algunos artistas mexicanos, claramente perdidos por México, que venían del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Según nos comentó un español de nuestro barco con el que nos topamos al pasar el control migratorio, al emperador aquel de Austria no le salió a recibir nadie. También nos advirtió de no agarrar los taxis de color rosa.

En el poco tiempo que pasamos en Veracruz antes de averiguar cómo tomar la escalera hacia México, pudimos visitar a los pingüinos de Humboldt en el acuario, contemplar el danzón desde Los Portales, beber un lechero en el Gran Café de la Parroquia (el original) —allí un viejo camarero nos dijo a Weselina y a mí que éramos muy guapos, y nos lo dijo varias veces—, disfrutar de un helado de aquello que llamaban guanábana sentados en los muretes del bulevar Manuel Ávila Camacho y descubrir la librería Mar Adentro, cuyo fondo y forma no volveríamos a encontrar en ningún otro rincón de la república mexicana en los años venideros. Allí compramos, sin pensar en los libros que ya traíamos, una edición comentada de la Tira de peregrinación; La ruta de Hernán Cortés, de Fernando Benítez; la Visión de los vencidos y Quince poetas del mundo náhuatl, de Miguel León-Portilla; el imprescindible Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid; Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro; Cornucopia de México, de José Moreno Villa; las obras completas de sor Juana Inés de la Cruz editadas en Fondo de Cultura Económica; las Soledades, de Góngora; La guerra y las palabras, de Jorge Volpi, y una novela policiaca israelí. El largo título de un volumen captó mi atención: Breve antología de la poesía periférica hispanomexicana, pero Weselina me prohibió comprarlo porque estaba editado en España y, obviamente, su precio era mucho más alto de lo normal.

Lo cierto es que durante nuestros paseos por la ciudad llamábamos bastante la atención, no solo por nuestras maletas llenas de otra vida, las bolsas repletas de libros e incertidumbre y el dichoso tubo con los títulos, que también contenía una buena cantidad de incertidumbre, sino también por nuestros acentos. Personas anónimas que nos cruzábamos nos gritaban «¡No pasarán!»; otras nos hablaban, no sé por qué, directamente en inglés; otras nos preguntaban si nuestra hija o nuestro hijo nos esperaba en Morelia, o si teníamos parientes con alguna fonda o panadería, o cuál era el rastro de nuestros apellidos; otras nos sugerían agencias turísticas donde nos podían tramitar todo para llegar a Chiapas y nos daban folletos, todos con la palabra zapaturismo; otras nos espetaban algo de Cortés para rápidamente presumir de que sus abuelitos eran españoles, y otras, esta vez procedentes de Extremadura y de la meseta castellana, nos aseguraban que aquello nos iba a gustar mucho, pues en cuanto nos internáramos en el interior del paisaje íbamos a descubrir que aquello se parecía a una nueva España. A Weselina, en cuanto descubrían que no era de Madrid, ni de Estados Unidos o de Rusia, sino de Polonia, le sonreían y le mostraban una estampita de san Karol Wojtyła​. En Veracruz descubrimos nuestro inminente y tangible futuro, pero también nos topamos con nuevas palabras como gachupín, malinchismo, Polanco, exilio, Noche Triste, revalidación, Hospital Español, cédula profesional, volcán, cempasúchil, perro callejero, alerta sísmica e Instituto Nacional de Migración.

De repente, nuestra realidad sucedía ocho horas después, u ocho horas o cinco siglos antes, y el clima era estable, nuestro hábito a las estaciones europeas empezaba a perderse; eso sí, yo nunca había presenciado en Madrid tormentas como las del valle de Anáhuac. Y cuando preguntábamos cómo llegar a la capital, donde me habían prometido una beca posdoctoral, nos decían «Colúa, Colúa» y «México, México», y nosotros no sabíamos por qué nos decían aquello. Lo único que queríamos era llegar pronto al Distrito Federal —¿o era a Ciudad de México?— y gestionar lo más rápido posible los mil y un trámites engorrosos que la UNAM me reclamaba para que pudieran ingresarme el monto de la beca. Solo éramos una polaca de Silesia y un español de Periferia que deseaban trabajar y vivir, si el porvenir lo permitía, en México. Vale.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.