XIV

Presente, pasado y nostalgia

Siempre el mismo leitmotiv al finalizar las vacaciones navideñas: aquellos versos sueltos e indistintamente divididos y publicados en varios lugares, de los primeros que escribió Manuel Vázquez Montalbán —algo tienes sobre ello por ahí publicado—: «Siempre se espera un verano mejor y propicio para hacer lo que nunca se hizo». Hasta te los has encontrado en Los papeles de Admunsen, su primera novela, que el profesor José Colmeiro encontró entre sus papeles y que Navona publicó el octubre pasado. Weselina seguramente te diría que el descanso de invierno, que tú siempre ves como un tiempo infinitivo que sin duda aprovecharás al máximo, es simplemente un animal mitológico. Terminan los días de aparente descanso, de esperado y perdido descanso, y recoges toda la decoración navideña: los adornos, el nacimiento, el mantel estampado con abetos y colibrís, y retomas la vida donde la dejaste hace algunas semanas, un mes tal vez. No obstante, siempre estos periodos te traen algo que no esperas y que no deseas, pero que te sorprende.

 

Weselina se fue a Silesia y tú pasaste una quincena con tu madre en Ciudad de México. El famoso anuncio de los turrones sonó de fondo todo el tiempo y aprehendiste una nueva realidad de la nostalgia: la idealización. Descubriste que aquello del anuncio de los turrones no es para ti, pero más que descubrir o aprender, te diste cuenta de que aquello ya lo sabías desde hace muchos años. Te diste cuenta porque releíste con ojos nuevos cuando te llegó tu libro Ciudad perdida por otra ciudad, recién publicado en Sevilla, y entendiste de pronto tantas cosas que escribiste hace unos dos años sin entender, sin saber por qué te salían aquellas imágenes periféricas y transparentes —como siempre en estos casos, las palabras de Diego Medina Poveda: «El poder vaticinador de la poesía del que hablaban los clásicos está ahí»—. El famoso anuncio televisivo no es para ti, pero como tampoco son para ti tantas cosas como el fútbol, las bebidas blancas o las ficciones de terror, y tampoco pasa nada si se medita esto con sosiego. La idealización fue algo con lo que no contabas: tanto pasado que revolvió el presente, tanto presente que revolvió el pasado, mas ahí estaban de repente, o lo van estando, pasado y presente sobre las baldas de las estanterías, igual que un souvenir de tal o cual viaje, y ya llevas muchos días en los que te los quedas mirando: de algún modo, han regresado a ti —pero ¿alguna vez se fueron?— y ahí los contemplas y les quitas un poco el polvo que ya van cogiendo cuando paseas por el departamento sin pretender hacer nada. Y la nostalgia, ¿también tiene un pequeño lugar justo delante de los libros?

 

Podrías afirmar que la nostalgia es caprichosa, pero esto huele a tópico. La nostalgia, aunque vivas con ella y creas firmemente que la conoces a la perfección —has leído incluso libros sobre este tema, como el delicioso ensayo de Barbara Cassin—, realmente se te presenta cada día de un modo distinto. Hay días en lo que estás hecho un lío tremendo y surgen, en un intento de buscar respuestas o claridades, otras circunstancias y otros sentimientos que te revuelven aún más el cuerpo y la cabeza, pero que en el fondo sabes que nada tienen que ver con la nostalgia, o con las nostalgias y sus jaleos. Porque la nostalgia lo que sucede es que no se entiende, y solo se entiende cuando entiendes que no se entiende y que eso es algo natural y humano, incluso biológico. Su naturaleza es conflictiva, quizá porque es de los sentimientos más viscerales y más hondos que existen.

 

El pasado 4 de enero te escribió tu amigo Conrado J. Arranz para felicitarte el año, y aprovechó para compartirte un texto de Antonio Muñoz Molina, «Una diáspora invisible», publicado en El País el 29 de diciembre, donde el novelista habla de su ahijado, migrante en Alemania. «Te envío también esta columna de Muñoz Molina que me compartieron, porque seguro te resuena a ti también», te decía tu amigo, al que ves mucho menos de lo que te gustaría. Últimamente, en los medios de comunicación españoles se vuelve a hablar de España, tu país, como un país de emigrantes. Pareciera que la musiquita del anuncio de los turrones propicia la evidencia de la fuga de cerebros. Pareciera que cuanta más formación, más distancia. Tardaste unos días en leer la columna, pero cuando lo hiciste por supuesto que muchas cosas te resonaron. Muñoz Molina, a quien adoras, volvió a ponerle palabras a tantas realidades ahora nuevas, como ya hiciera en el pasado con varias de sus novelas; obviedades quizá para muchas y muchos que reflexionan sobre la nostalgia y la distancia, pero sacudidas para ti que las vives. «Viene después una fase —escribe el autor de Mágina— que no suele tener un comienzo preciso, porque se va insinuando incluso en las épocas de mayor entusiasmo. Quien se fue sin reparar mucho en lo que dejaba atrás encuentra en sí mismo una forma inesperada de añoranza que no se alivia con los regresos transitorios. Quizás ha pasado más tiempo del que calculó al principio que duraría la ausencia, o ha ido notando con mayor agudeza la falta de cosas que antes no apreciaba y la lejanía de personas que van cumpliendo años, y a las que el regresado les nota de repente la edad impresa en la cara. Y ahora se da cuenta de que está llegando a una frontera que todo expatriado descubre ante sí más pronto o más tarde: si continúa viviendo fuera, se convertirá en un extranjero permanente, no ya en el país de acogida, sino en el de su origen». —¿Acaso no está hablando de ti?—. También Muñoz Molina hablaba de los platos españoles que preparan —preparáis— las y los jóvenes españoles en el extranjero: «la nostalgia alimenticia, [...] una de las más poderosas que existen»; ay, tu tortilla de patata, tus migas extremeñas, tu sopa de ajo, tu paella, tus torrijas preparadas con ingredientes mexicanos.

La nostalgia y la extranjería siempre van de la mano, porque, cuando una se inflama, la otra lo hace también. Extranjería y nostalgia sobre el tapete del presente, y es precisamente debido a su presencia ahí mismo que en bastantes ocasiones no atiendes o miras el suelo por donde pisas. En estos últimos días de paseos con tu madre, reviviendo o dándole vueltas a la familia y a Periferia, en algunos momentos contemplabas el piso de la calle y eran extrañas repentinamente aquellas aceras rojiblancas de las calles periféricas y oriundas que servían de escenario a lo que tu madre te contaba: lo que para ti siempre fue cotidiano ahora era exótico y ajeno, y lo extraño, extrañísimo era pensar que esas banquetas rotas por las raíces de los árboles fueron algún día nuevas, y exóticas y ajenas.

 

Las celebraciones navideñas han terminado para ti con una cena en casa el día 6 de enero con Jessica Fernández, John Frasser y su perro Vintro, y con Ana de Vera y Javier Oleaga, que han venido a México de luna de miel; son tus viejos amigos de Segovia y Madrid los primeros que os visitan en estos más de tres años. Botana, la famosa pasta de huevo para untar de Weselina, tortillas de patata, zapiekanka polaca, rosca de Reyes, mucha cerveza, vino blanco y güisqui. Al otro día anotaste lo siguiente en tus cuadernos —cómo se nota que llevas días leyendo ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, de Isaac Rosa; prácticamente le estás copiando aquí la enunciación narrativa—:

 

«7 de enero. Ayer celebramos en casa una suerte de cena de Reyes con Nita, Javitxu, John y Jessica, y los perros. Los españoles se fueron a la una y media y los venezolanos, a las cuatro y media. Bebí mucho, pero supe parar a tiempo. Tomé una primera copa de DYC con Coca Cola de una botellita que me trajo mi madre de parte de Matías Blasco y Marcela Medina, y que me supo a gloria; a maravilla me supo aquel cubata. Me trajo un sabor viejo, una pequeña evidencia de lo que fui hace algunos años. Regresé por un momento a mi vida madrileña a partir de aquel sabor y me di cuenta de que aquel pasado no lo estaba recuperando, sino que nunca lo había perdido. Aquello que fui no lo había perdido en ningún momento en México, sino que por algún lado se había escondido. Muy proustiano todo. Nita me dejó un paquete de tabaco de liar marca Pueblo, y todo otra vez; y me sentí, más allá de la claridad del pasado, con veinticinco, veintiséis o veintisiete años pero con todo lo aprendido hasta ahora al mismo tiempo. Quizás esta sea la famosa identidad de la que hablaba con Javitxu el otro día esperando un uber en Ciudad Universitaria: allí está —a través de estos sabores—, donde la tranquilidad es una vieja conocida y sabes que no necesitas más, que todo está hecho, como cuando Josep Pla le contaba a Soler Serrano lo que era la escritura para él: la anécdota del adjetivo y la sopa. Qué vértigo que todo sea suficiente, pero, ay, qué paz y qué tanto y qué dicha. El DYC con Coca Cola y el cigarrillo de tabaco de liar son definitivamente mi particular magdalena de Proust».

En 2023 pudiste leer con detalle a José Ángel Cilleruelo. Ahora tu madre con su viaje te ha traído más libros de él y cada dos o tres días consultas su blog. A Cilleruelo ya lo habías descubierto gracias a Fugitivos, la antología de poesía española contemporánea de Jesús Aguado publicada en Fondo, pero te resistías a profundizar más en él porque no te daba la gana gastarte los casi $400 que costaba una antología suya publicada también en Fondo, La mirada, esta a cargo de Vicente Luis Mora y lo único accesible de Cilleruelo en México. Un día en la Rosario Castellanos te gastaste por fin los dineros y su lectura te atrapó, y te fascinó, además de su poesía, su reflexión en torno al soneto blanco. Otro día, recién terminada la antología y mientras te bajabas a las seis y media de la mañana del metro Pino Suárez para entrar a trabajar —el centro de la Ciudad de México amaneciendo—, quisiste imitar al poeta y pensaste en el terceto final para un probable soneto sin rima. A las semanas surgió el primer cuarteto, también sin rima:

 

Confusión habitual la del deseo

con la nostalgia cuando todo falla

y piensas que mejor allí que aquí,

que todo aquello es más que suficiente.

 

[...]

 

Pero nunca sabrías en Madrid

cómo es cruzar la 20 de noviembre

y bien temprano ver la catedral.

 

Así lleva el poema varios meses, yendo de libreta en libreta con los corchetes aún siendo corchetes. Otro texto sobre el presente, el pasado y la nostalgia, al igual que este. Y precisamente por eso no quisiste seguir con el poema. Hace semanas aspirabas a que estos temas se calmaran, andabas ya cansado de todo aquello. Un descanso, un respiro, que ya suficiente tienes con lo que tienes. Pero han pasado otras Navidades en México, aunque distintas esta vez, y sabes que esto no es así: que el presente, el pasado y la nostalgia no se van porque irremediablemente forman parte de tu realidad, los tienes metidos en casa. Quizás este texto sea ese cuarteto y ese tercero que te faltan y que habías renunciado a escribir, donde ibas a desarrollar en siete endecasílabos blancos la convivencia del presente, el pasado y la nostalgia. Como si no supieras escribir sobre otra cosa.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.