Pues yo juventud no tuve

Luis Vidal

1.

La conocí en el 2016 en un comedor comunitario en Kennedy, Bogotá, muy cerca de Corabastos. Andrea es trigueña, de ojos rasgados y manos abultadas. Hasta los quince años vivió en la vereda el Darién del municipio de Caldono, Cauca. Durante ese tiempo no pisó un suelo distinto. Su casa estaba situada a una hora a pie desde el pueblo. Hasta la generación de su papá, todos sus familiares hablaban nasa yuwe, el idioma oficial de la comunidad indígena nasa.

Cuando le pregunté si se reconoce como integrante de la comunidad nasa, respondió:

—No, ya no. Mi papá sí. Él es indígena, pero uno lo desconoce porque prácticamente uno ya no nace hablando el idioma de allá, que es el nasa yuwe. Así se llama el grupo, la etnia que hay. Pero ya esa lengua… ya… —suelta una risa—, uno no… no la aprendí.  Mi papá sí, algunas partes; porque el que sí habla bien es mi abuelo. Él sí. Pero como igual ya… como dice mi papá: ya la civilización —suelta otra risa—, ya es otra raza, porque mi mamá habla español y entonces uno sale así.

Andrea habla con voz fuerte y segura. Para ella la idea de civilización y progreso está relacionada con la ciudad. Y por lo tanto, no tiene la más mínima intención de regresar a Caldono. Ha viajado un par de veces, pero solo lo ha hecho para echarle un vistazo a sus padres, a quienes ayuda a sostener. A veces es su madre quien viene a visitarla. Su papá aborrece la ciudad, prefiere esperarla en la finca.

Hay algo en sus palabras que resuena: «ya es otra raza», «ya es otra raza». Siento un corrientazo en el cuerpo. No le pregunto sobre el tema. Ahora creo que sus palabras reflejan un gran éxito del modelo colonial. Autocensurar la identidad indígena o campesina para hacerle el quite al estigma del atraso. Una constante a lo largo de los últimos siglos. Hacemos una pausa porque el motor de la licuadora industrial empieza a zumbar en la cocina y no nos deja escuchar.

—Mi infancia fue muy dura —continúa—. Dura porque es una zona roja donde a cada rato hay combates de guerrillas: las FARC. Fue duro porque nosotros cuando íbamos a estudiar, y a toda hora, nos encontrábamos con esa gente. O sea, era complicado porque a toda hora uno tenía que estar; sí o sí, aprender a convivir con ellos. Aprender a sobrevivir allá; porque aparte de que son zonas de escasos recursos, no hay progreso, por todos los grupos armados.

Andrea es la única mujer entre sus hermanos. Vivieron juntos los primeros años de la infancia. Sus hermanos se marcharon de la casa empujados en parte por la pobreza y en parte por el temor a ser reclutados. El reclutamiento en la zona era asiduo. Varias veces su familia fue testigo de la manera en la que el grupo armado irrumpía en las casas de vecinos para arrastrarse a los muchachitos. Su hermano mayor tenía nueve años cuando se fue, el segundo hizo lo mismo. Luego el otro, el otro, y el otro, hasta que la casa se quedó sin hijos varones.

—Ellos fueron los primeros que se fueron de la casa, por la misma razón: porque si se quedaban allá pasaban y se los llevaban. O se iban con la guerrilla por su cuenta o sencillamente les tocaba irse de la casa. Ya se habían ido muchachos de ahí de la vereda. Ya se los habían llevado y más de uno decía: «si tiene hijos hombres, es mejor que los saque de una vez», porque a los que tenían diez años se los llevaban. Llegaban por la noche, tocaban y tenían que dejarlos ir. Eso era terrible, porque eran solo unos niños.

No había opciones.

Caldono se localiza en la región del Pacífico Colombiano, sobre la cuesta de la cordillera occidental. El departamento del Cauca conforma uno de los territorios con mayor presencia de pueblos originarios en Colombia. Según la Fundación Heinrich Böll, el 65,6% de la población de Caldono se autodefine como indígena de la comunidad nasa. La comunidad indígena guambiana o misak también tiene presencia en la jurisdicción del municipio.

El conflicto armado interno ha afectado la estructura social y cultural de las comunidades indígenas en el territorio caucano. De acuerdo a un informe del Centro de Memoria Histórica, Caldono se configura como el segundo municipio del país con mayor registro de incursiones guerrilleras. El casco urbano ha sido tomado en setenta y seis ocasiones por las FARC, fuera de los ataques en zonas rurales y corregimientos. Según la Defensoría del Pueblo, en el año 2014 Caldono fue priorizado para la prevención del reclutamiento forzado y utilización de niños y niñas por grupos organizados al margen de la ley. Adicionalmente, 6273 personas se han visto forzadas a abandonar este municipio según cifras de la Unidad para las Víctimas.

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2. 

El comedor es su sitio de trabajo. Es un salón comunal con mesas y sillas plásticas, un baño, una cocina semindustrial, un congelador, dos escritorios y una bodega de alimentos. Desde afuera tiene el aspecto de una bodega. La calle está recién asfaltada. Transitan carretas repletas de bultos de alimentos. Antes de abrir la puerta, Andrea abre una pequeña ventana que comunica la cocina con la calle.

—Ya nos han intentado robar en varias ocasiones. A veces roban y se entran a las malas al comedor a esconderse —dice mientras se quita el tapabocas.

Andrea viste un overol blanco, gorro, delantal y botas de caucho. Es la trabajadora más joven del comedor. Son seis en total, ella es una operaria. Las cuatro operarias son quienes diariamente preparan el almuerzo a trescientas cincuenta personas, para quienes comer o no equivale a una perpetua incertidumbre. También deben mantener las instalaciones en perfecto estado de higiene. Al comedor concurren vendedores ambulantes de Bonice, vendedores de frutas, dulces y espejos. También acuden coteros, ancianas traídas de todas las regiones del país, ancianos viudos y solitarios, técnicas del Sena que no lograron encontrar trabajo, mujeres que trabajan pelando cebolla en la plaza de mercado, mujeres embarazadas, y una gran cantidad de niños. 

Hay otras dos trabajadoras en el lugar: una coordinadora —la jefa directa de Andrea— que se encarga de controlar los alimentos, las minutas diarias y la higiene con que se prepara la comida; y una trabajadora social, quien a través de visitas domiciliarias y una entrevista emite un concepto respecto al ingreso o no de las personas al programa. Esta última también se encarga de desarrollar talleres y gestionar servicios de acuerdo a los intereses y necesidades de las personas que asisten al comedor.

Andrea tiene una hija de tres años. De lunes a viernes se la cuidan en un hogar infantil. Los sábados, Andrea se sube a un colectivo con la niña en brazos rumbo al comedor. Las únicas profesionales de allí miman a la niña y procuran no perderla de vista, para que no entre a la cocina o se escabulla entre las centenas de personas que entran al lugar. La niña, inquieta, se sube en las mesas, corre, introduce los dedos en la impresora, raya un documento que encuentra en un escritorio. Se cansa. Busca a la madre. Gime. Andrea se acerca a la oficina, que en realidad son dos escritorios ubicados frente a una pared, improvisa una cama al juntar dos sillas blancas, dobla una cobija y la tiende, acomoda a la niña, le entrega el biberón, la niña chupa. Andrea la observa un momento, regresa.

3. 

 Yo ya hice hasta once. En otra vereda estudié hasta quinto y de ahí ya me tocó en el pueblo.

Pues imagínese cuando estaba estudiando, pues en el colegio mal. Mal porque uno madrugaba, ayudaba a hacer el desayuno, se alistaba y se iba a estudiar. Tocaba llevar el almuerzo porque en el colegio solo daban una colada con galletas y ya. Era jornada continua de siete a dos de la tarde, la jornada. Cuando entré al colegio pues ya en el pueblo era más duro. Y de por sí que mi papá siempre fue muy machista y él decía que «estudio para qué, qué es o pa’ qué» ¿sí? 

Entonces él decía que no me ayudaba con nada porque, porque eso… ay, él decía que las mujeres teníamos que quedarnos en la casa cocinando y eso. Entonces a mí me tocó empezar a trabajar en el pueblo, ayudarle a una señora a vender ropa y así, para ayudarme para el estudio y eso. Y en esas pues, la educación todavía no era gratis como ahora, porque tocaba pagar pensión, pagar la matrícula, todo eso. Entonces me tocaba trabajar para poder hacer el bachillerato. Parte de eso que ganaba era para colaborar en la casa, porque ellos tenían siembra de tomate, habichuelas, café, plátano. Entonces mantenía trabajadores constantes. Diez, ocho, nueve. Sí. Había harto trabajo, a veces hasta quince.

La condición para yo poderme ir a estudiar era que tocaba coger y dejar el desayuno hecho para los trabajadores al fogón, dejar todo organizado. Luego llegar por la tarde a la casa a ayudar a hacer la comida, a despachar a los trabajadores, a alistar leña para el otro día, y dejar todo organizado. Después ponerme a hacer tareas y a veces, cuando había mucha tempestad y llovía demasiado, se iba la luz; entonces tocaba con vela para poder estudiar. Igual, era ir contra la voluntad de mi papá para poder hacer eso: estudiar. Todos mis hermanos… ellos no estudiaron. Son cinco hombres y solo soy la única mujer. Y más mi papá machista, y pues…

Y el cambio de la escuela al colegio fue, pues, duro porque uno viene del campo. Ya los muchachos que viven en el pueblo, pues ya tienen más vida, ¿sí? Entonces como en todos lados siempre es a querérsela montar a uno. Aparte de que a mí sí me tocó durísimo. Porque a veces ellos tenían más comodidad para las cosas, los papás les daban todo, los ayudaban. Y pues a uno… trabajando y estudiando, eso siempre era duro…

Paulina Báez

Paulina Báez (Soatá, Colombia, 1986). Trabajadora Social. Su trabajo le ha permitido recorrer parte del territorio nacional, lo cual ha calado en su sensibilidad literaria. Ha participado en algunos talleres de literatura con el Instituto Distrital para las artes en Bogotá. Participa en el fanzine Patescaut de Bogotá.

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