El hijo de Dorita, el Sol del Perú

Fronteiras do Pensamento

A Carlos Miguel Balladares Castillo, Profeballa, varllosista valiente.

Varguitas.

Se nos fue Varguitas, dijo José Gregorio.

Varguitas, Varguitas…

No me lo creía. Podía irse en cualquier momento. Lo sabíamos quienes seguíamos sus innumerables disertaciones por YouTube. Quienes lo leíamos, aquellos que conocíamos su estirpe, la genealogía del escritor, su buena mala índole, la misma de Sartre, Camus, Balzac, Flaubert, Kafka, Dickens, Proust, Canetti, Hemingway. No conciben la vida sin escribir.

Su vida había acabado hace algunos meses, poco más de un año, casi dos. El día que anunció que colgaría sus hábitos, su retiro sin reserva; Varguitas, aquel que quería ver llegar a la muerte con la pluma en la mano. Quienes lo conocíamos sabíamos a qué atenernos, lo mismo que con Sartre cuando quedó ciego.

Ocurrió el otro domingo por la noche, mientras hablaba con mi hermana. Le había comentado que estaba leyendo La ciudad y los perros por primera vez, gracias a un afortunado club de lectura por Telegram de españolas entusiastas, atentas a escuchar lo que tenía por decir de este viejo conocido. La organizadora acababa de renunciar a la lectura y los integrantes decidimos seguir con el cronograma, como ella misma aconsejó. Lo hicimos de forma espontánea, sin proponérnoslo. Desde entonces, un puñado de lectores hablamos todos los días.

Ese jueves coincidí con José Gregorio (misteriosa, mágica, casualmente) en una parada de bus de El Cafetal. Hablamos del libro. Es una gran lectura, pero ocurren cosas muy turbias, advirtió. Cuidado con Malpapeada. Fue él quien me anunció su muerte aquel Domingo de Ramos y me envió una de las varias entrevistas que le hicieron Carlos Rangel y Sofía Imber.

Le avisé a Carlos, mi mejor amigo, que la noticia con la que un par de veces me había engañado por fin acababa de ocurrir, para dicha suya. Tenemos un cariñoso apodo en común para referirnos a Varguitas, como si lo conociéramos de trato y vista, de toda la vida, y recién lo hubiéramos saludado por la calle, coincidiendo por nuestra acera o en la de enfrente y lo comentamos entusiastas, pletóricos. No: yo soy el único que se emociona al hablar de Varguitas. No entiendo tu obsesión con el viejo, me reprocha Carlos.

Es que mi vida no se entiende sin Varguitas. No me hallo sin evocar El pez en el agua ni celebrar La fiesta del chivo, sin visitar La tía Julia y el escribidor ni contemplar La civilización del espectáculo, sin admirar Contra viento y marea ni consultar La verdad de las mentiras. Mi biografía no se explica sin esos nombres, tampoco mi odio visceral contra las dictaduras y los totalitarismos que ocuparon muchas de las páginas de Sables y utopías. Varguitas es un mentor clave en esta fatigosa lucha contra el militarismo que en mí apenas empieza; en favor de la cultura, la literatura, los buenos libros y los buenos lectores, como siempre decía.

Parece que es cierto, amigo. ¿Qué crees que diría Miguel ahora que Varguitas se fue?, me pregunta el otro Carlos, el sensato. Estudia filosofía y se resiste a leer aquellos que no sean Goethe, Schiller ni los románticos alemanes. Siempre está dispuesto a escuchar mis recomendaciones y las largas disertaciones sobre autores y literatura. Evoco la escena. Miguel, nuestro Bartleby en común, desenfadado y excéntrico, hace un comentario irónico, mordaz, irreverente sobre el escritor recién fallecido que está lejos de ser de su agrado. La gente muere, mucha gente muere, y también nace, diría. La vida y la muerte son hechos intrascendentes, lo que importa es lo que deja escrito en este plano. En una oportunidad, muy a su pesar, admitió: ya quisiera yo que una mala novela de Varguitas fuese una buena novela mía. Es la única concesión que le he escuchado, junto a algún elogio de Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, su novela favorita.

Se nos fue Varguitas. Quedan para siempre Uranita Cabral, Johnny Abbes García, el doctor Joaquín Balaguer, Ambrosio, Zavalita, Cayo Bermúdez, Pedro Camacho, el Sargento Lituma, Fonchito, Lucrecia, Justiniana, Pantaleón Pantoja, Fushía, el Jaguar, el teniente Gamboa, el esclavo, el poeta, Cuéllar, La Catedral, Barranco, Miraflores, Plaza San Martín, Hotel Bolívar, Rímac, Leoncio Prado, Piura, los jirones, los calatos, los chancays, la calamina, los huachafos, eunucos y qué caray.

Fuiste tú quien me habló de la solitaria catoblepas en las Cartas a un joven novelista. Me contaste de Víctor Hugo y su obsesión por visitar las cárceles y abogar por los derechos de los reos, por su manía de escribir de pie mientras controlaba los movimientos de su casa; de Hemingway y París era una fiesta, su tierno testamento literario. Tomabas por afrenta personal el hablar mal de Flaubert, tu gran maestro. Relataste las obsesiones de los escritores, sus apetitos y la riqueza que hay en cada lectura, en cada buena historia bien contada. Defendiste contra viento y marea aquello que no se sabe bien qué es, cuándo empieza ni cuándo acaba. Lo llamaste oficio: 10 % de inspiración, 90 % de transpiración.

Leyendo La literatura es fuego, me enseñaste que soñar e intentarlo vale más que lograrlo. Por eso siempre que te recuerdo pienso en dar lo mejor, como lo hizo tu generación, que tomó por manifiestos las obras sobre literatura de Sartre y  mostró un camino para vivir siguiendo la máxima ortegassetiana del hombre y su circunstancia. De aquella generación, ni parias ni náufragos, quedan los Sergio Ramírez, las Cristina Peri Rossi, los Rafael Cadenas; del otro lado los Fernando Savater. ¿Hasta cuándo?

Se nos fue el hijo de Dorita, el Sol del Perú, sí señor. Tu tránsito acaba de este lado y pasas a la habitación que te correspondió ambientar y habitar alguna vez cuando te estrenaste como novelista, la misma que compartiste con Borges, Cortázar, Onetti, Fuentes, Paz, Edwards, Donoso, Cabrera Infante… y García Márquez, con posible abrazo o saludo a la distancia incluido. Una habitación que, con tu partida, quedó más allá que de acá. Pero no cierras la puerta: la dejas abierta, como siempre, para que entremos y contemplemos aquello que alguna vez fue posible, una realidad mágica, increíble, en la que nos conocimos y reconocimos, cuando Madrid, Barcelona, París fue la fiesta movible de la literatura latinoamericana.

Te fuiste, ser incómodo. Quienes te odiaron, repudiaron, maldijeron sonríen, una noche más, en la intimidad de sus conciencias. Son aquellos que pasaron de largo tu muerte o que, abriendo la boca, señalan tus desatinadas opiniones políticas, tus tomas de posición en temas de actualidad pasada. Eso sí: lo que escrito está, escrito queda. Y lo grabado, grabado está. Podemos leerte, escucharte, verte siempre que queramos. Por más que te odien, por más que les duela, no podrán borrar ni negar tu obra.

No somos huérfanos. Quienes te conocimos a la distancia, te saludamos hasta más allá de la eternidad. Nos quedamos con las ganas de estrecharte la mano, darte un abrazo. Tus libros que son nuestros seguirán con esa página en blanco en la que alguna vez soñamos ver tu firma, pero seremos dichosos y celebraremos el feliz accidente de haber coincidido en tus años finales.

Adiós, Varguitas. Hasta siempre, Maestro. Nos vemos en la próxima página.

Kelvin Brito

Kelvin Brito (Caracas, Venezuela, 1996) es un escritor venezolano. Es Abogado Magna Cum Laude por la Universidad Monteávila (Caracas, 2019). Ha sido articulista de crítica literaria en el periódico digital PLUMA, de su misma casa de estudios. Su libro de cuentos, Serendipia (Sultana del Lago Editores, 2021) se encuentra disponible en Amazon.

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