El cielo que la muerte nos obsequia

El azul de la agonía

Plegarias del exilio

Mauricio Peñaranda

Sílaba Editores, Medellín, 2022

 

La existencia a destajo de Georg Trakl que lo empujó a sentirse un albatros cazado por marineros, él, aun cuando comprendió el oscuro lenguaje de los pájaros que surcan la noche; el arrepentimiento del desencantado Hemingway; la misoginia del impotente Pavese hiperventilando tras el coito por nostalgia del útero, esa cárcel maternal; la cordura delirante de Anne Sexton; el hastío de Rimbaud y su renuncia a los versos dorados para irse a buscar oro en el mercado satánico de armas y esclavos; los despojos espirituales de Barba Jacob; el irreparable vacío que llora Karen Blixen; el ansiado, y siempre demorado, fin de Leopardi; la máscara sin cuerpo de Mishima; la fugitiva figura de un gato en el aliento último de María Zambrano; la noche sin luna de Wilde en la que sigue esperando —cuánta belleza en el dolor— a su amado muchacho; Jorge Gaitán Durán viéndose jugar de niño en el patio de su infancia.

 

Hasta ciento tres llega el censo de genios infortunados en El azul de la agonía (2022). Requisito: estar muerto. Pero Mauricio Peñaranda no asume la escatológica función de expurgar letrinas ni funge de inquisidor para remover tumbas ajenas, tan común en quienes retratan desde el tribunal las sombras infelices que vivieron y murieron por encima de sus posibilidades. En el Londres de la hedionda época victoriana hizo fama la literatura de horca destinada al indulgente propósito de regar el chisme de los condenados a la tarima; hacían circular, a manera de testimonio, las siete palabras de esas pobres almas. Lo de Peñaranda es parecido, aunque las confesiones no ocurren en la agonía sino desde ese cielo extraño y musical al que van los poetas cuando mueren. Les devuelve la voz, o se las presta, que es casi lo mismo, y resucitan, los suicidas del calvario también, para grabar sus propios epitafios. Un apóstol tardío de Italia dijo que no existe la muerte sino el olvido, por eso este libro es una misa de la memoria y un modesto pero potente homenaje.

 

El Dios imaginario de sor Mariana Alcoforado; la locura razonable de Lucía Joyce, hija de un psicótico y nieta de un aedo que veía el mar de color vino; la muerte naranja de Alfonsina Storni; el dibujo secreto y mortal en el pecho de José Asunción Silva; la vida y la sangre en la esmerada escritura de Salgari; el sueño cíclico de Borges y su decepción de un infinito lerdo y ciego; la alegría de Cote Lemus por los enamorados que renuevan su poesía mientras recitan besos; una aclaración pertinente de London; el infierno mítico de Blake; la eterna espera de Szymborska; el sueño de Defoe en el que aún ve a Robinson entrecerrando los ojos; Malcom Lowry sepultado en la tumba de su propia obra, aspiración altísima de cualquier escritor; Stevenson y su paraíso entre los Mares del Sur; Céline, su gato suicida y el reencuentro de ambos en la penumbra; Dostoievski y la paz de perderlo todo. 

 

Es el contrapunto de las acostumbradas semblanzas: no hay anécdotas, cambios de domicilio o sentencias presumidas. Tampoco se esculcan los desechos para desmejorar. Algo aparte: gestos, imágenes que son relámpagos, rostros intensos que han alcanzado la perfección en la posteridad. Donde solo es posible alcanzarla. En sus Vidas escritas, Javier Marías previene que su antología de difuntos está «lejos de la hagiografía» y de la solemnidad con la que falsean o magnifican a los artistas, y admite que esas vidas están contadas con «una mezcla de afecto y guasa». Vaya uno a saber si con guasa quiso decir burla o simplonería. O las dos. Lo que sí digo es que en El azul de la agonía hay un afecto profundo y honesto de quien lo escribió, y me tranquilizó no leer florituras ni halagos. Cómo son de jartos los halagos póstumos. Al menos eso dicen los muertos con la vergüenza discreta que manejan.

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Fernando González, con esa voz inconfundible que siempre tuvo para expresar el drama, dijo que el «fin de la existencia es llegar a la muerte con el cuerpo consumido por la jornada y el alma como luna llena que se asoma», y yo creo que a los inmolados que aquí se nombran les fue concedido en desgracia o gracia llegar al final de sus vidas en el modo que eligieron, porque fueron auténticos en el reconocimiento de sus propias lacras y suertes, ninguno optó por el medroso camino de la impugnación de los impulsos intestinos y vitales. Y esa es la forma de sublimar el animal en consciencia y no morir como vacas. Lo contrario es negar a Spinoza y decirle mentiroso a Borges: «La piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre». Jamás se podrá decir de ellos que pecaron por falta de tentaciones y deseos o que asesinaron al demonio interior para darle tránsito a una vida de cadáver. 


Ahora que lo pienso, el de Peñaranda podría ser un libro sobre cómo aprender a morir y no vivir en el intento, no porque él lo sugiera, la ocurrencia es mía, pero lo digo así porque la muerte es la cuestión que da luz a las apariciones que hablan; incluso sucede como diálogo, así no haya contestación entre un fantasma y otro, y se da porque la invocan desde el frío y silencioso exilio que les tocó. Hay unos que hacen el momento soportable. Heinrich von Kleist, por ejemplo, compara la muerte con un ramplón vertedero de recuerdos, y ya; Kostler, que hizo un pacto de suicidio con su esposa, igual que Zweig y Charlotte, dice que «vivir es un apego morboso». Coincide con ellos Randall Jarrell, que se creyó don Quijote y se arrojó contra un carro pensando que era un novillo, decisión que quisieron confundir con un accidente automovilístico; para evitar equivocaciones similares aconseja al suicida que su marcha sea un acto «sobrio, indiscutible y limpio». 


Y Gabriel Ferrater maldice no tener otro cuerpo para volver a indigestarse con barbitúricos. Recordé a Charly García en El show de los muertos: «Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo». En el mismo valle de lágrimas caminan otros con brío semejante. Papini, el provocador que soportó la soledad de los rincones y regresó al barro convertido a la fe de Cristo, no se arrepiente en el umbral de la luz de haber sido poeta y destructor. Fitzgerald, al borde de sus días, tampoco abjura de su admirable fracaso y dice, desafiante, que no corregirá un solo paso. De lo que sí debió arrepentirse el rubio de Minnesota fue de haberle mostrado el pene a Hemingway en París para descartar una pequeña inseguridad que Zelda le había provocado. Hay amores que no convienen. A propósito, Romain Gary advierte, tarde ya, que correr detrás de un amor desbordado de encanto y pasión puede hacernos extraviar de nosotros mismos. 


Hay otros para los que la muerte fue salvación. Ese indulto no es exclusivo de Jesús. A Flaubert lo liberó de seguir siendo un obseso de la palabra exacta y de la corrección infinita. A Virginia Woolf, según le confiesa a Leonard, de la locura. A Hart Crane, que acudió al llamado del mar y se lanzó a abrazar sus aguas, de la estéril lucha contra quienes le negaban su condición de atalaya. A Bruno Schulz lo rescató, ya para qué, pero bendito sea, de la crueldad del gueto. Murió asesinado por una rencilla entre matones de Hitler; apunta que el rostro de su asesino se parecía al de Dios. El balazo en la nuca lo redimió. Luego están los yonquis que no tuvieron salvación sino trance perpetuo: Walter Benjamin, en la víspera, le describe a Theodor su envidiable partida: «La muerte es una droga que no pierde su efecto»; y de Quincey, devoto de los soporíferos, dice que la muerte solo es soportable bajo el «efecto ininterrumpido el opio»…

Juan Sebastián Padilla Suárez

Juan Sebastián Padilla Suárez (Armenia, Quindío, Colombia, 1993). Colaborador habitual en El Magazín Cultural de El Espectador, colaborador invitado en la revista Perro Negro, columnista del diario regional El Quindiano

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