Nictalopía

  Y le dije tenés algo mío, te dejé algo mío, ojalá no sea maldito, no sé si puedo dejarte algo que no esté sucio, que no sea oscuro, nuestra parte de noche

Mariana Enriquez, Nuestra parte de noche


Mi madre soltó una bocanada que inundó el coche de humo. Era un humo denso, como polvo, y se replegaba en espirales que teñían hasta la última molécula de oxígeno. Apenas me dejaba distinguir la oscuridad afuera. Cuando terminó de exhalar, mi madre abrió los ojos; estaba claro que no se había aplicado el suero, y una capa viscosa, más gruesa que de costumbre, le separaba las pupilas de los párpados. Decía que en la noche no necesitaba ver, que podía reconocerme tras el gris, que eso era lo que nos unía, madre e hija, tan mismas, tan iguales.

     «Traga», me dijo. «Hazlo rápido, sin pensar».

     Le hice caso y abrí la boca. Inhalé el reguero de humo que se pegaba a mi nariz, a mi cuello, a mi suéter de lana blanca.

     «Sabe como el aliento de nana», le dije. «Sabe a sus besos de culebra».

     «A sus caricias de felino».

     Me brindó el cigarro a medio terminar con sus dedos de esqueleto y me urgió a que continuara. Agárralo con fuerza, me dijo, solo así funcionará. Pero yo no tenía la fuerza de nana, nunca la había tenido. La culeta del cigarro me quemaba en las manos y empezaron a contraérseme las falanges. Intenté contenerme para que no lo notara, me tapé la mano derecha con la izquierda, la sostuve un momento. Torpe. Detrás de las telarañas los ojos de mi madre delataban su prisa.

     «Te prometo que mañana podré».

     «Mañana será tarde para ella», sentenció. «Dale».

     Obedecí y respiré cuan hondo pude. El olor se volvió infecto, casi una ronda de pólvora prendiendo en mis pulmones. Se me escapó la tos.

     «La siento muy cerca, ¿la sientes tú?».

     Le dije que sí. En ese momento mi madre se agachó, cogió la urna que había junto a sus pies, rellenó el cigarro y tomó un aire estertóreo por la garganta.

     «No puedo más. La siento cerca. Está sola allá donde la conjuramos, desnacida bajo la tierra». Le temblaban las articulaciones mientras hablaba, pero de algún modo le fue suficiente para agarrar las cerillas de la guantera, alcanzar mi mano con sus uñas y decirme, en voz baja: «No hay miedo. Recuerda, a nosotras siempre nos queda la noche».

     Según pronunció esas palabras una arcada me recorrió el cuerpo. Cerré los ojos por instinto y apreté muy fuerte. Solo quería abrir la boca hasta desencajar la mandíbula y vomitar. Limpiar el asco que albergaba dentro. Exhalar mi propio aire, el de mis tripas, que se mezclara con el humo y preguntarme dónde se borraban los límites de la revulsión. Pero sabía que si lo hacía, si daba paso a la arcada y después al vómito, ella volvería a fumar: me rellenaría de nuevo. 

     «Mamá, estoy lista».

     Abrió la puerta delantera hacia lo oscuro. Se había quitado los zapatos, pero no llegaba a verle los pies. Después de estirarse y respirar el aire gélido que ya se colaba hasta mi asiento, se volvió y permaneció quieta, el rostro pegado a la ventanilla. Conocía esa mirada, me estaba llamando con su mueca torcida. Mi madre era una religión negra, era Nix, un murciélago herido.

     «Pero ya estoy lista, te dije. Ve tú primero»…

Andy Cabello Bravo

Andy Cabello Bravo (Madrid, España, 2000). Filólogo. Se recibió de la Universidad Complutense en 2022, donde también trabajó como becario de colaboración y creó la revista Miscelánea Literaria. Allí ha entrevistado a Marta Sanz, Andrea Abreu, Mónica Ojeda, Mª Fernanda Ampuero y Socorro Venegas, entre otros proyectos. También ha editado el Journal of Artistic Creation and Literary Research (JACLR) de la misma universidad y traducido para la Victorian Web. Su última publicación en español es un ensayo del terror político en los cuentos de Luisa Valenzuela y Mariana Enriquez, publicado en Casapaís.

https://www.instagram.com/albravoparamo/
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