Miedo

A los quince años comencé a maquillarme con algunas pinturas que tomaba del clóset de mi mamá, ella  insistía en que si lo hacía de tan joven me iba a arrugar muy pronto. Al poco tiempo, me llevó un catálogo de cosméticos que vendía la vecina para que escogiera lo que más me gustara, fue así como me hice de mis primeros maquillajes. Ahora pienso que de alguna manera, mi madre se resistía a verme crecer y a que la necesitara cada vez menos, aunque hasta ahora, nunca he dejado de hacerlo. En fin, me embadurné la cara como pude con una brocha vieja que encontré sabrá dios dónde, el color que elegí me hacía ver fantasmal (pero mientras más blanca, mejor) luego, tomé una cuchara pequeñita y con la técnica que me enseñó una prima mía muy querida, pasé un cerillo por su borde curvado hasta calentarla y así prolongar el rizado de mis pestañas por más tiempo, una vez levantadas las peinaba y pintaba con el cepillito del rímel, aquella pintura oscura hacía ver mis ojos más grandes y expresivos, finalmente remataba el ritual con un bálsamo color granada en los labios ¡y listo! cuando miraba el espejo me sentía la más guapa, recuerdo bien esa cara de asombro y novedad al ver cómo mi rostro había dejado atrás la redondez infantil para dar paso al de una mujer joven. Era feliz. Nunca reí tanto como en aquellos años.

De lunes a viernes salía temprano para llegar a la escuela, una escuela que emergió de entre las rocas volcánicas que el Xitle nos obsequió hace unos 1700 años, allá donde las zarigüeyas se pasean sobre los cableados con un equilibrio formidable. Al filo de las siete de la mañana, los alrededores de la escuela se poblaban de adolescentes cuyo único propósito era el de reunirse con sus amigos. Ahí estaba yo, desmañanada pero contenta sin importar la distancia recorrida, no me daba miedo salir a oscuras de casa sin más compañía que la de mis pasos, caminaba despreocupada hacia la parada del camión alumbrada apenas por el tenue halo de las farolas anaranjadas, si tenía suerte, podía ver algunos murciélagos y escuchar sobre de mí los oscuros destellos de su aleteo.

Recuerdo aquella vez que nos persiguieron en el parque, teníamos catorce años y nos gustaba hacer ejercicio saliendo de la secundaria, mientras yacíamos en el piso de una cancha deportiva haciendo abdominales, pude verlo acechándonos, se escondía detrás de una portería oxidada mientras el otro merodeaba muy de cerca, pero nosotras éramos cuatro —pensé— y nada podía pasarnos. Hasta ahora ignoro cómo ocurrió todo, una parte se borró de mi memoria, aunque conservo intacta la sensación viva de mis piernas eléctricas cruzando el camellón, atravesando la calle sin voltear a ningún extremo, guiada solamente por el derecho innato que tenemos a la vida, venía un camión muy de cerca pero no me detuve, ninguna se detuvo. ¿Para qué nos perseguían?, claramente no tenían buenas intenciones. ¿Qué hacen dos hombres mayores persiguiendo a cuatro adolescentes? Nos refugiamos en una tienda, nunca supe a dónde fueron ni de dónde salieron, solo desaparecieron y ya. A nosotras nos temblaba el cuerpo y la voz. Cada una se fue para su casa con la boca amarga, menos Laura, ella se fue conmigo porque sabía del terror que me causaban estas situaciones, el peor de todos mis miedos hecho realidad. Llegando le contamos a mi papá pero solo echó un vistazo a la calle y como no vio nada raro siguió con sus actividades, nunca supe si nos creyó.

A Dianita Carrizales se la robaron en 1991, lo más terrible para mí es que su nombre, o mejor dicho, nuestro nombre se convirtió en un estigma por algunos años y la cercanía de su domicilio con el mío, un presagio. Era común ver su cara estampada en las paredes de la colonia y el área circundante, carteles con su retrato adheridas con engrudo a los muros, Dianita solo fue a las tortillas cuando tenía seis años, su papá la siguió con la mirada, pero una distracción o quizá un exceso de confianza fueron su error trágico, pues a escasos metros de su campo de visión alguien se la llevó con gran pericia. Dianita tendría hoy treinta y siete años, aún conservo la imagen de su cara seria, apretando los labios como si se hubiera quedado con ganas de decir algo, un listón blanco adorna su cabeza. Con los años dejé de escuchar su nombre y rara vez pienso en ella, pero cuando se me aparece por el pensamiento, me es inevitable volver a 1991 y sentir esa tristeza añeja.

Diana Cortés Carrizales, circa 1991. Fotografía tomada de Internet.

Cuando cumplí la misma edad con que Dianita desapareció, sentía que algo malo me iba a pasar a mí también, no me daban miedo Chucky, ni Krueger, ni los vampiros, ni los muertos, ni la Llorona, mucho menos el Chupacabras…

Diana Meza

Diana Meza Luviano (Ciudad de México, México, 1988). Estudió Literatura Dramática y Teatro en la UNAM  y Creación Literaria en el INBAL. Ha publicado en la revista Casa del Tiempo y en Bitácora de vuelos.

https://www.instagram.com/dianicefrizz/
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