Las voces de los ojos

…en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos incandescentes y eran aventados por un aire que el cielo ennegrecía. 

Ray Bradbury

Reposamos en hilera. Pasado el susto, la impresión, nos animamos a conversar entre nosotros, porque nadie más nos va a escuchar. Bueno, a intentar decir algo, comunicarnos, porque conversar no es sencillo. Ya el sol se está ocultando y del sofocante calor de la tarde empieza a quedar la agradable brisa que pronto va a dar paso a la noche. Lo digo más por recuerdo, porque no estoy seguro de lo que siento en este instante, que tal vez sea el resto. Lo que queda. Vomité mucho y las lágrimas se me juntaron con la saliva. La garganta me ardió endemoniadamente. Y ahora no estoy seguro de por qué, pero tengo la espina de que algo no está en orden. Siento el estómago recompuesto, pero más por el vacío. Creo que ya no estoy para sentir miedo, pero me crece una incomodidad en las entrañas. Es como cuando uno deja el fogón prendido o se quedan las herramientas a la intemperie. Algo falta y siento la necesidad de saber. No sé qué día de la semana es e intento ubicarme, intento entender, pero toma tiempo. Ahora todo toma tiempo, aunque tiempo es lo que me sobra. 

Veo a los que me rodean y sé que los conozco. Los identifico, somos varios. Muchos. Recorro el lugar con la mirada y siento una camaradería en medio de la soledad. Sí, soledad. De eso tengo certeza. Porque a pesar de que estamos todos muy juntos, pegados, estamos solos. Intento comprender lo que pasa y luchar contra la angustia. Las memorias son borrosas y se estrellan con la imagen reciente del sol de mediodía. Ahí ya estábamos condenados. Ese sol me cegaba, me impedía razonar, quería agua, pero sabía que el estómago no me iba a recibir nada. Mi cuerpo solo respondía a las órdenes, a los gritos. Ese es el recuerdo que tengo. Estoy a merced del laberinto de la memoria en el que las imágenes van apareciendo como pequeñas piezas. 

Los ruidos persisten en la plaza. Son lejanos, pero ahí están y nosotros estamos en un hoyo. Un hoyo profundo. Las sombras afuera se empiezan a mover, como si las llamas fueran muy altas. Y eso hace que las formas en el hoyo se transformen, que los ojos surjan y se desvanezcan con los cambios de luz. Bailamos sin movernos. Es una danza macabra, que nos recuerda las atrocidades que siguen sucediendo en este mismo instante. 

Después de un rato largo, cuando nos alumbra la luna gorda y redonda, comprendo que son los ojos. Hablamos con los ojos, sentimos con los ojos. Son los ojos lo único que nos conecta en este momento. Aunque en realidad desde el inicio de la tragedia fue así. No había forma distinta de entendernos. Porque con las gargantas secas, expuestas al ardor inclemente del mediodía, y con el susto apretando los pechos, solo nos quedaban las miradas como resquicio final para la complicidad. Miradas de angustia, de incertidumbre, de dolor. 

Tengo muchas preguntas. 

Manuel Gómez Torrejano

Manuel Gómez Torrejano (Bogotá, Colombia, 1986). Politólogo, magíster en estudios políticos y estudiante de maestría en escritura creativa en el Instituto Caro y Cuervo (en Bogotá). Tiene un podcast, El Olor de la Curuba, en el que conversa, junto con otras personas, de ciencias sociales, literatura y cine.

https://www.instagram.com/manuelgtorrejano/
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