Cinco poemas - David Huerta

Chanan Greenblatt

Abalorios de chamanismo

Los rubios destellos venusinos

Las láminas internas de la gema desnuda

Los cultivos astrales de la boscosa intimidad

Las imágenes nómadas de la muchacha

Los vagabundeos del príncipe anarquista

Las enormes provincias del milímetro

La sangre oscura sobre la claridad del dolor

Los áridos quebrantos en el cuarto soltero

Los prodigios encajados en el trapo metafísico

La letra húmeda sobre la sequedad de la lágrima

El fiero cuchillo del frío envenenado

El azul crepúsculo del duermevela

El anochecer ctónico en la llanura del alma

El cauce escalofriante del deseo

La implantación del cuerpo en la sombra

La noche de las denominaciones

El abismo lustral de los desconocimientos

El cristal sexualmente unido a la madera

El sublime rayo del trance

Los trizaderos de la esquizofrenia

El trono dulce del turrón lezamiano

La neurosis ducal de la libélula

El estelar naufragio de la mano seductora

La falda en vuelo de la locura santificada

Las entrepiernas luciferinas de las brujas glaucas

Los corpúsculos irradiantes de los licores infernales

El prisma del esternón en la piscina del coito

El enredado y doble ápice de la fusión amorosa

Las vestiduras magnéticas en el remolino de la muchedumbre

La semana de la virtud en el año del odio

El hueso sumergido en el diamante análogo

La joya proliferante de la invisibilidad

El sombrero previo a la cabeza distraída

Los ilustres aparecimientos del ocio pobre

La caída centesimal del número 99

El domingo de oro en la niebla de las orejas

El burro de Vallejo elevado junto al onagro de Verne

La salamandra del ojo en el encendimiento alucinatorio. Ω

El laberinto en las alturas

He visto pasar las aves: pulsos radiantes

contra la bóveda vespertina —un cielo de ocres,

una seda inmensa, desgarrada por los impactos

de un oleaje morado, celeste, en vuelo sobre la ciudad

y sobre la aspereza de los rostros. He visto las alas

y los picos; creí verlos con un lente de aumento,

con una mirada amplificadora, metida por milagro

dentro de la diamantina formación en V. Los antiguos leían

una letra Delta en el escuadrón prodigioso

en camino al mundo austral. He visto un secreto: no lo entendí.

He visto la danza del laberinto isleño en la alta atmósfera.

Grullas o gansos, predicaban «el camino más largo

en el espacio más breve», y lo hacían con la majestad

de su conducta cósmica, encajada en los ciclos planetarios,

acaso vinculada con el magnetismo que circunda la esfera azul,

determinante de las plumas ordenadas, fuertes y flexibles.

He visto desde abajo el prodigio de las alturas

con una sensación de roce sagrado, a ras de tierra,

aliento de las elevaciones primordiales y del poema escrito

en los anales diáfanos del viento. Ω

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El velo del subjuntivo

1

Veo a Vallejo en los umbrales

continuamente atado

a los labios de la fiebre.

Veo nacer a Vallejo en el Desierto de Atacama:

una mancha roja sobre el aceite del egoísmo

y cetro de la sequía

encima de los resplandores bisiestos del agua.

Veo a César Vallejo con la venda

de Apollinaire, con un hisopo cátaro,

con las ondulaciones del Principio de Incertidumbre

prendidas en la solapa quechua.

Veo a Vallejo en la luz desdoblada del río,

en la tela unidimensional

del travestí, en la propagación dorada

de los lemmings, en la crepitación

de las bestias y de los basureros.

Veo a Vallejo en la muerta quietud.

Veo a Vallejo en la llaneza del Barroco.

2

Una vez más veo a César Vallejo

y lo escucho cuando la mano de Luis

—mano de una delgada electricidad que trae

cielos de Tiépolo a la mesa—

se acerca a mi rostro y, en la magia repentina del aire,

en Coyoacán, apoya sus palabras

con gestos que solo entiendo cuando leo:

«La poesía es la única prueba concreta

de la existencia del hombre».


3

Escucho, entonces, a César Vallejo

en medio de los rincones, en el centro difuso y sagrado

de todas las casas,

en las ingles del amor consumado.

Escucho la susurrante velocidad parisién

de sus zapatos conmovedores, la silueta

de su «cabeza amarilla».

Escucho cómo se quiebra la sombra de un puma

y cómo los aleteos del colibrí

dibujan la lentitud del hechizo en el cuerpo del crimen.

¡Estruendo mudo! Déjenlo, verdeante, que se vuelva

y acose, invierta, cueza, levante

el velo del subjuntivo

para dejarnos escuchar los sangrientos murmullos

de aquello que somos, Montale, y los fríos jirones

de lo que no queremos. Ω

La moneda del mundo

En el silencio estricto de la fuente

una moneda cae y transfigura

la sola superficie de la mente.

El agua singular, el agua pura,

en círculos rebrilla y perfecciona

con tenue movimiento su hermosura.

La luz del mediodía la corona

conforme el disco ávido se hunde

y al grave son de esa caída entona

el eco de una voz en que se funde

la endecha en la quietud y el ruido leve

que en la extinguida paz domina y cunde.

El agua entonces en sí misma bebe

su imagen, su materia, sus esencias

y el esplendor de su reposo breve.

Si emblema de cristal y transparencias

era en inmóvil sueño; si dormida

semejaba una luna sin cadencias,

rota y quebrada al fin, por desasida

de sus vínculos pálidos, parece

más plena, más profunda y más henchida.

Al ser tocada así se desvanece

la plata de esa lámina redonda

y en la cóncava luz fulgura y crece.

El solitario espíritu en la honda

perturbación del agua ha discernido

su índole. No importa que se esconda

en la serena sombra de su nido:

el mundo es la moneda y sus espejos

se deshacen vivísimos y hundidos

sobresale en el haz de sus reflejos. Ω

Sin lesión ni menoscabo

El extraviado emblema de la unidad

está en la palma de esta mano:

una naranja y un derviche

confundidos y enlazados

hasta no ser ya dos.

Giran detrás de la huella digital,

surcos del sol, muescas ornamentales

que la edad va borrando.

(En los bancos,

el aparato de detección dactilar no lee

la huella de mis dedos índices).

una naranja y una navaja

para cortarla. (El derviche se fue

por esos caminos, girando, girando).

El emblema de la unidad

persevera más allá de la mano,

sobre una columna,

como un anacoreta

—una columna

que nadie puede ver:

incólume. Ω

David Huerta

David Huerta (Ciudad de México, México, 1949-2022). Poeta, ensayista y traductor. Estudió Filosofía, Letras Inglesas y Españolas en la FFyL de la UNAM. Ha sido redactor y editor de la Enciclopedia de México; director de la colección de libros Biblioteca del Estudiante Universitario; coordinador de talleres literarios en la Casa del Lago de la UNAM, del INBA y del ISSSTE; ha impartido cursos en la Fundación Octavio Paz y en la Fundación para las Letras Mexicanas; secretario de redacción de La Gaceta del FCE; miembro del consejo editorial de Letras Libres; director de Periódico de Poesía (nueva época); integrante de la Comisión de Artes y Letras del FONCA. Colaborador de Diorama de la Cultura, El Día, El Universal, La Gaceta del FCE, La Talacha, Letras Libres, Nexos, Novedades y Proceso. Becario de la Fundación Guggenheim, 1978, y del FONCA, 1989. Miembro del SNCA desde 1993. Premio Diana Moreno Toscano 1971. Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer para obra publicada 1990 por Historia. En 1998 los estudiantes de la Preparatoria Popular le otorgaron la medalla Mártires de Tlatelolco. Premio Xavier Villaurrutia 2005 por Versión. Premio Iberoamericano de Poesía para Obra Publicada Carlos Pellicer 2009 por Historia. Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015, en el área de Lingüística y Literatura. Premio Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco 2018, otorgado por la UADY, UC Mexicanistas y la FILEY. Premio de Literatura en Lenguas Romances 2019, otorgado por la FIL Guadalajara. Cortesía: Enciclopedia de la literatura en México. 

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