Dios existe

Jesús Rodríguez

Quién no ha sido joven alguna vez. Quién no ha necesitado follar todos los días, follar dos veces al día, follar hasta caer reventado. Eso era lo que me pasaba a mí. Lo dicen mucho de los hombres, y a lo mejor es verdad. Nuestro pensamiento está entre las piernas y es inflamable, se hincha sanguíneamente. Y es que las mujeres son cerillas, lo prenden todo. Qué barbaridad. Cómo no se va a encender el centro mismo del alma cuando se encuentran esos cuerpos hermosos y apretados como una piedra de pedernal.

No quiero confesarme. No me he confesado desde que cumplí los diecisiete años, aunque desde hace poco creo en Dios. Yo solo confieso pecados, y eso no me cabe duda de que no lo es. ¿Qué clase de tipo sería Dios si mandara al infierno a los hombres que hacen lo que él les ha dicho que hagan? Un hijo de puta. Y si Dios es un hijo de puta, no hay necesidad de acabar en el cielo. Seguro que en el purgatorio o en el infierno se está mucho mejor.

A Mariana la conocí en el primer curso universitario. Yo estudiaba historia y ella periodismo, pero teníamos una asignatura común y ahí nos encontramos. Yo me enamoré de ella de inmediato. Era imposible no hacerlo. La belleza es como el LSD: te trastorna y te arrastra. Mariana, además, era una mujer extraordinaria. Cosía su propia ropa, leía a todos los filósofos metafísicos y bailaba el tango como los ángeles.

Me acosté con ella en nuestra quinta cita. Lo sé con precisión porque llevé ansiosamente la cuenta. A partir de ese momento, nuestra vida erótica fue un tumulto, una delicia. Qué mujer era Mariana. Ardiente, apasionada, levantisca. Se ponía gozadora en cualquier parte. Daba en la cama, se revolcaba en el coche y se acercaba susurrante en la playa o en medio de un teatro. Estábamos follando continuamente. Y yo la amaba. Le había pedido matrimonio y ella me había dicho que sí, que en cuanto acabáramos los estudios universitarios nos casaríamos.

La amaba mucho, que a nadie le quepa duda. Pero quién no ha sido joven alguna vez. Quién no ha necesitado estar todo el tiempo eyaculando. Por eso empecé a verme con otras mujeres, no porque no amara a Mariana. La amaba desesperadamente y hacía cada día planes con ella de cómo iba a ser nuestra casa, a qué países íbamos a viajar y todas esas cosas románticas que se hablan con quien uno espera pasar toda la vida.

Al resto de las mujeres con las que me acostaba no les prestaba mucha atención. A sus pechos sí, a su vagina sí, a sus piernas sí, pero a ellas no les hacía ni caso. Me iba a casar con Mariana y eso era lo único importante.

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Pero en el verano anterior al último curso, Mariana tuvo que irse al Caribe de vacaciones con su familia para la celebración de la boda de un familiar lejano. Yo me quedé solo y empecé a galantear más de la cuenta. Porque ser joven en verano es muy desquiciante. Salía a una discoteca y enseguida encontraba cien mujeres dispuestas a quererme. Quién va a desaprovechar en la juventud esa ocasión. Elegía una, me iba con ella a casa y le daba toda mi juventud con entusiasmo. La mayoría de los días salía luego por la mañana a rondar en los parques y en las calles para ver si volvía a encontrar más princesas con las que consolarme. Casi siempre lo conseguía, de modo que tuve una época bastante feliz.

Fue en esos días cuando conocí a Rafaela, una chica preciosa que había venido del pueblo y que trabajaba de camarera en un restaurante de mi barrio. Acababa su turno a las cuatro de la tarde, justo cuando yo ya había terminado de hacer el reposo de la siesta. Venía a mi casa y nos revolcábamos un rato.

La verdad es que me enamoré de Rafaela enseguida. No más que de Mariana, por supuesto. Con Mariana iba a casarme y eso es un asunto sagrado. Pero Rafaela era una chica dulce, sensible y con una gracia natural que me despertaba toda la ternura. No voy a hablar de su cuerpo para no parecer demasiado materialista, pero qué cuerpo tenía Rafaela.

El caso es que con el resto de las chicas me acostaba solo una vez y con Rafaela empecé a acostarme todos los días, casi como con Mariana cuando nos habíamos hecho novios. Qué felicidad de vida. Qué gusto me daba dormir por las noches con la conciencia en paz y el cuerpo en forma.

El día en que Mariana regresó de sus vacaciones fue como un remolino. No quería separarse de mí y yo tampoco quería separarme de ella, aunque tuve que echarla de mi casa después de la comida para que no se encontrara con Rafaela. A Rafaela no le había dicho nada de Mariana, porque las mujeres son muy sensibles a esos asuntos y se ponen tristes. A Mariana —menos aún— tampoco le había dicho nada de Rafaela, porque íbamos a casarnos y esas libertades no están bien vistas. O sea que me inventé una cita con un amigo para que Mariana se fuera, y cuando llegó Rafaela yo estaba tan agotado que no quise acostarme con ella, pero ella insistió y, por fortuna, la juventud siempre está dispuesta a salvar el orgullo.

Esa fue mi catástrofe. La juventud fue mi catástrofe…

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Luisgé Martín

Luisgé Martín (Madrid, España, 1962) es un escritor español. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y es Máster en Gerencia de Empresas. Ha sido editor de Ediciones del Prado, es colaborador del diario El País y ha participado como jurado en diversos certámenes literarios.

Como escritor, destaca su selección de temas relacionados con la violencia, la perversión y la venganza. Con La muerte de Tadzio obtuvo el Premio Ramón Gómez de la Serna en el 2000. Cinco años después, Los amores confiados quedó finalista del Premio Salambó y, en 2020, Martín resultó ganador del Premio Herralde de Novela por su obra Cien noches.

Ha cultivado la narrativa (ha publicado varios compendios de relatos, como Los oscuros, El alma del erizo; y novelas como La dulce ira y la ya mencionada La muerte de Tadzio) y el género epistolar (Amante del sexo busca pareja morbosa). Junto con los escritores Rafael Reig y Antonio Orejudo ha creado una reinterpretación del Cantar del Mío Cid dentro de la colección de revisión de clásicos llevada a cabo por 451 Editores.

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