+BUSK2

Joshua Freake

La cultura no es cultura hasta que no anda por la calle

MAX JIMÉNEZ

Una cosa era segura: Alexei no podría volver a poner un pie en la casa de su tía. Eso estaba tan claro, que ni Manolito tuvo la necesidad de mencionarlo. Alexei tendría que preguntar quién le haría el favor de ir por su ropa a la casa de la tía, y traerse todo para la casa de operaciones y fiestas, donde ya estaban viviendo Manolito y el Gordo, y donde ya todos los compas de la barra habían, de una u otra manera, vivido.

—¿Es la primera vez? —preguntó Manolín.

—Sí —dijo Alexei con la cabeza todavía agachada—, es mi primera vez.

Era tan raro ver llegar Alexei así, con su canguro cruzado en el pecho como siempre, pero decaído, y no con el gesto jachudo que siempre tenía. Era tan raro para Manolito verlo así, al que siempre había sacado jacha por él en el cole, al que lo había llevado a un putero a perder la virginidad, al que andaba montado con un taser y una manopla que le había comprado a uno que pasó vendiendo con la cara toda llena de tatuajes hechos en la cárcel. Era tan raro para Manolito Herrera, que se preguntaba si de verdad era Alexei.

Manolito Herrera vivía con el Gordo en esa casa sin terminar, que Alexei y sus amigos tenían tomada desde hacía varios años. Era una casa sin puertas ni vidrios, que se cerraba corriendo enormes tablas y tenía láminas clavadas en las ventanas para tapar los huecos. La casa era del tío de Alexei, pero el señor se había desbocado en una tomadera de guaro y se quedó sin plata para terminarla y por eso quedó así, a medio palo, tanto que con las paredes que luego rayaron sus ocupantes parecía más en ruinas que inconclusa. Pero al tío de Alexei no le importaba, él sabía que Alexei se iba a meter ahí con los compas para evitar a los pacos, que era el lugar seguro para la fiesta, para las birras, los puros y todo lo demás. Hasta las risas escandalosas y las conversaciones a gritos de borrachos se permitían ahí, fuera la hora que fuera, porque la casa estaba al final de un trillo desbocado y lleno de barro, y la otra casa más cercana estaba a cien metros.

Alexei no vivía en esa casa, desde que fue expulsado de su colegio por posesión de marihuana, la mamá lo echó y se fue a vivir donde una tía. Ahí es adonde lo fueron a buscar los policías la otra tarde, ahí es donde Alexei tiene su chiquero de cuarto, y ahí duerme cómodo todas las noches, lejos del chiflón que se mete a la otra casa, que más que casa es su centro de operaciones. Lo de que Manolito Herrera y el Gordo vivan ahí, ya es por cosas de ellos. Manolito, porque su mamá evangélica y estricta lo echó de la casa por fiestero y por juntarse con gente como Alexei, como el Gordo y como Shaggy. Y como en ese entonces ya se acostumbraba a armarla en la casa tomada del tío, Alexei tiró un colchón viejo para su compa en uno de los cuartos sin pintar, y Manolito se trajo todos los regueros que tenía en su cuarto a la casucha sin terminar donde pasa hambre y vive sin luz. El Gordo llegó por otra cosa, y llegó después: antes vivía en San José, pero en una noche se gastó casi todo un salario porque se fue a bailar a los antros del barrio La California, tomó birra, olió perico, fumó mota y no recuerda en qué momento pidió un uber. Y no sabe cómo terminó en la playa con Shaggy, Alexei, Neymar y Manolito Herrera, en un hostel con comida, y ya con solo diez mil colones en la cuenta. Entonces sus roomies lo echaron del aparta porque no tenía con qué pagar el alquiler de ese mes y Alexei le dió el otro cuarto de la casucha.

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Todos habían —de una u otra manera— vivido ahí por períodos cortos, o quedado a dormir o a no dormir y amanecer de fiesta, o habían llegado solo con la idea de sentarse un par de horas a tomar y se terminaron quedando porque luego no pudieron levantarse. O por lo menos habían visto la vida pasar frente a ellos cuando, después de pasarse de birras, terminaban con la cabeza metida en el inodoro que solo funcionaba por el agua que recogían con estañones, vomitando hasta quedarse dormidos, sabiendo a pesar de todo que en la casucha podían empalidar todo lo que quisieran y nadie los iba a sacar de ahí.

Por ahí venían esos otros; Shaggy salió de la verdulería, llamó a Neymar y pasó a buscarlo a la barbería, los dos hermanos se vieron, fueron para allá y se toparon con Azazel en el principio de la calle de lastre. Se veía que él venía del centro del pueblucho, de caminar entre las calles llenas de huecos y casas toscas sin pintar, donde ya nadie se veía en los corredores como antes, sino que ahora estaban cerradas con materiales baratos para cuidarse un poco del hampa. Azazel ya venía con los ojos rojos, se saltaba la de que si se vende no hay que consumirla, pero Alexei también se la saltaba y nadie le decía nada.

Cuando a Alexei lo expulsaron del colegio, lo echaron de la casa y fue a dar donde la tía. La señora le había advertido que no quería nada de broncas legales. Durante muchos años fue así, hasta que un día de estos la señora tuvo que salir a ponerles la cara bañada en vergüenza a unos policías exaltados, que habían llegado a tocar el portón. La tía salió por miedo de que se lo botaran, y tragándose las ganas de llorar, les preguntó a quién buscaban. Los policías le preguntaron:

—¿Aquí es la residencia de Alexei Bulldog Comegalletas? —(Esos no son sus verdaderos apellidos, me los tuve que inventar para proteger su identidad).

—No, señor —respondió la tía, ahogándose, pálida, temblando del susto—. Él hace mucho tiempo que se fue y está viviendo larguísimo. Yo no sé dónde vive ahora.

—¿Usted le puede dar una información?

—Yo no tengo contacto con él —dijo oprimiéndose el pecho con la mano.

—No se preocupe, señora.

—¿Lo van a detener?

—No, es simplemente para que vaya a rendir declaración ante la fiscalía.

—¿Declaración de qué?

—De una acusación.

—¿De qué?

—No sé.

«Ustedes los policías nunca saben nada», pensó, y les pidió miles de disculpas, y empezó a respirar profundo y a recuperar el color, al caer en cuenta de que —de momento— no tenían orden de allanar su casa, y que diciendo que Alexei no vivía ahí, se salvaría de que estuvieran llegando una y otra vez. La tía preguntaba cosas con cara de ingenua como si no supiera nada, pero lo hacía para disimular, para no cantar a Alexei.

Hacía tiempo que Alexei sabía que tenía esa denuncia que le pusieron los del colegio, por narcomenudeo, porque sabían que desde que lo habían expulsado en octavo —tenía dieciséis años— se quedaba en el potrero y se veía con estudiantes que llegaban con sus uniformes llenos de barro por las barridas en las mejengas de los recreos, a comprarle gramos de mota con la plata que los papás les daban para que se tomaran una coca cola. Alexei llegó a tener un puesto ahí entre los arbolitos y le iba bien, pero pegó mucho hueco y muy rápido se dieron cuenta los de la dirección del colegio, y el conserje —que era amigo de Alexei— fingió estar sorprendido. Hacía tiempo que Alexei sabía que tenía esa denuncia pero nunca le había dicho a nadie salvo a Shaggy, a el Gordo y con más discreción a Manolito.

Cuando entraron Shaggy, Neymar y Azazel, vieron a Alexei como nunca lo habían visto, ni en la peda más fuerte de sus borracheras, sentado con los codos en las rodillas, tapándose la cara con las palmas de sus manos. Siempre era un jachudo que caminaba sacando pecho y viendo de reojo con un aire de enjache, de despecho y de sentirse superior, aunque su estatura era más baja que la de otros. Pero ahora estaba quebrado, y al verlo, Azazel sintió un fuego terrible que le devoraba el estómago, como si viera su propio futuro ahí sentado en frente, tanto fue así que ni siquiera pudo saludar a Alexei de la congoja. Azazel vendía de la misma que Alexei, pero Alexei tenía el negocio mucho más montado con varios tipos, creepy, natural, colombiana y mexicana, y a veces una jamaiquina chiclosa, que era la más barata. Pero también tenía ácidos y unas meras piedras de MDMA que ofrecía en combos con la mota.

—Por lo menos yo nunca he vendido crack —solía decir—, no como este indecente de Azazel. Y lo señalaba. Pero en este momento no estaba de ánimo, estaba con ganas de arrancarse los pelos que no tenía en su cabeza rapada, y sería una estupidez tratar mal a sus amigos, que los necesitaba más que nunca. Y Neymar sabía muy bien que Alexei los necesitaba, y entonces se sacó del bulto unos litros de birras que compró de camino y cuando estaba a punto de abrirlas, Alexei lo detuvo:

—Hay que esperar a que venga el Gordo.

Con las birras se aguantaban, pero nadie se esperaba a que llegara el gordo para pedirle a Alexei que contara bien cómo había sido la cosa. Habían hecho un grupo en WhatsApp donde estaban todos, y le pusieron +BUSK2, como bromeando, y ahí metieron hasta a Ratón para que el hombre estuviera enterado. Ratón leyó los mensajes y sin escribir nada se salió del grupo…

Diego Meza Marrero

Diego Meza Marrero (Cartago, Costa Rica, 1996). Estudia Historia en la Universidad de Costa Rica y participa de Otro Taller Literario desde 2018. En 2020 recibió una mención especial por su cuento «Sin miedo» en el Certamen Centroamérica Cuenta, y ese mismo año publicó otro cuento llamado «Cerca de su corazón», en el fanzine de Otro Taller Literario.

https://www.instagram.com/meza.marrero/
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