La procesión


May your people call all your names when you return

bringing you back to life

May their touch warm your spirit

May the land remember your feet

May you visit graves of those whose life were well lived and celebrated

May you pour liquor for the spirits protecting you in the other world

May your life be renewed

Your wounds softened as you are held 


Ijeoma Umebinyuo




I

Lo primero que vi fueron los pies. Desde mi ventana podía verlos caminando en el barro. Pies de adultos, pies de niños, pies que pisaban con fuerza y dejaban una huella, pies que casi flotaban. La mayoría iban cubiertos con zapatos muy viejos o sucios. Algunos, casi todos, tenían las ropas húmedas, o rotas. Cargaban maletas y bolsas a sus espaldas o las arrastraban por la calle, como si vinieran o fueran hacia un viaje muy largo. Estaba amaneciendo, afuera hacía frío y solo el sol tímido, que apenas empezaba a salir, los alumbraba. 


Familias enteras, parejas con hijos, parejas sin hijos. Personas de dos piernas, personas de una pierna, personas de dos brazos, personas sin brazos. Caras con un ojo, con dos ojos, con un parche. Personas que caminaban con muletas de madera, o unidos a una mano tendida, o sobre una espalda ajena. Personas que, aún en medio de la multitud, se sabía que iban solas, por la forma de mirar, o de alzar y bajar el pecho. 


Parecían hechos de espejos; las pieles, de todos los colores posibles, rebotaban la luz del sol o se oscurecían en la sombra, e impedían detallar estructura ósea, texturas, o gestos. Los rostros se ocultaban detrás de las partículas de polvo que el aire levantaba de la calle, como si miraran a través de una nebulosa. Sobre las maletas arrastradas dormitaban niños y enfermos y personas muy flacas o muy ancianas. Había también jaulas y cajitas con animales. Perros y gatos casi siempre, aves de voz ahogada unas pocas, y quizás algún reptil. 


Eran tantos. Una invasión, una procesión sin dioses de madera, sin cantos. Su hablar se mezclaba con el viento que aullaba. Adiviné una palabra, adiviné otra y creí entender qué decían; creí saber quiénes eran.



II

Lo único que me queda de mi hermana es un vestido que no se llevó. También un anillo, que era suyo y que me regaló antes de irse. Y una foto de cuando éramos niñas. En la foto ella tenía cinco años y yo siete. Estábamos en la playa, era la primera vez que íbamos. La abuela nos hizo unos vestidos de flores para el viaje; el de mi hermana era azul, el mío era rojo. En la foto ella aparece sonriente; su carita brillante de sudor. Yo, detrás, un poco seria y despeinada. Todavía recuerdo la primera vez que vimos el mar, estaba sucio: el agua color marrón, la arena llena de basura, y nosotras muy niñas, muy alegres. Era hermoso, aun así. Siempre es hermoso el mar la primera vez que se le ve. Hace siete años que mi hermana se fue. Hace quince meses que no sabemos nada de ella; hace quince meses que nadie sabe nada de los que se fueron…

Brisa Montoya

Brisa Montoya (Mérida, Venezuela, 1989). 

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