Un espejo oblicuo: Teoría de la gravedad de Leila Guerriero
Leila Guerriero me desarma. Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide, 2019) es un libro para tener al lado de la cabecera, como las Meditaciones de Marco Aurelio. Sus columnas son como esas bolas de cristal en donde caben microcosmos: una pelea por los platos sucios desata una reflexión sobre lo que perece, hay instrucciones para dos amantes que intuyen el final del amor, están los recitales, las ganas de comerse al mundo, el departamento, los tulipanes, los viajes, la tarea de la escritura, la pampa, las afinidades electivas. Hace tribu con sus fantasmas: la madre, el padre, la abuela, David —el hombre «con quien vivo hace años», dice—.
A pesar de haber sido publicadas sin orden durante cinco años en El País, las columnas de Teoría de la gravedad se comunican entre sí, y ahí se ve su cualidad de editora para dar una coherencia interna al libro. Algunas palabras se repiten; por ejemplo, aniquilar aparece en al menos cinco textos distintos (lo recuerdo porque cada vez me dio un matiz particular); una columna acaba con la palabra máscara y le sigue otro texto con ese título. Hay recurrencias en los poetas que cita: Louise Glück, Idea Vilariño, Fabián Casas, Gonzalo Millán, etc. Busca una cadencia en esas piezas breves que me hacen pensar en las «fotosíntesis» de Rudy Kousbroek en El secreto del pasado: una combinación de imagen en blanco y negro con un ensayo breve. Acá no hay imagen declarada, pero sí siluetas, con la suma de síntesis, luminosidad y contundencia.
Toda una vida mirando a los otros, estudiándolos sin condenar, puesta al servicio del espejo. Leila es argentina, cronista, corredora, periodista, humana. Su libro Los suicidas del fin del mundo es la ambición por comprender, desde la empatía, mundos fracturados; su Zona de obras una escuela de escritura (no solo periodística); su Plano americano un canto amoroso a un continente incontinente; su muy reciente La llamada una vindicación de las historias complejas. Al escribir sus columnas, Leila no busca concesiones, ni perdón ni simpatía, tampoco cree en el pathos, en ser patética por gratuidad; ella es transparente y yugular. Permite verdaderamente que otros la juzguen, algo a veces más difícil que juzgarnos a nosotros mismos. Como dice el escritor argentino Pedro Mairal en su prólogo: «No podría decir que el libro es autobiográfico. Por momentos pareciera que lo fuera, que la autora se dejara ver completamente, pero cuando entramos a cada texto ella acaba de salir y nos dejó sobre su escritorio estas fotos ardiendo».
En algunas columnas, arranca con una palabra o frase que permite variaciones: supongo, soy, a veces, mi madre y de ahí surgen los círculos concéntricos como los patitos de una piedra en el agua. A ratos nos traslada a un recuerdo: un festival en Bahía, una tarde junto a la ventana, un apartamento en Buenos Aires, una caminata con Ricardo Piglia. Algunas veces son instrucciones, otras son repertorios, que algo tienen de esas listas incompletas que describe George Steiner como una batalla inútil contra la inmensidad en Errata…