La herida que vive: Synecdoche, New York

Lo primero que se me viene a la mente cuando pienso en Synecdoche, New York (2008), es la cara proteica de Phillip Seymour Hoffman, con su calvicie rizomática y lentes de prescripción, oyendo un poema de Rilke; lo segundo que se me viene a la mente es un pasaje del Elogio de la locura:

«Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace salir de las tablas? Este ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro modo». (58).

Synecdoche marcó el debut de Charlie Kaufman como director, y encapsula, representa, diría incluso, perfectamente, la reflexión que Erasmo nos regaló hace cinco siglos. En la película seguimos a Caden Cotard, un director teatral de mediana edad, que empieza a sufrir distintas dolencias y enfermedades a la vez que pierde relaciones interpersonales y se embarca en la creación de una obra de teatro monumental. Este es, dicho a grandes rasgos, el argumento, aunque pensar la obra en términos estructuralistas o tradicionales no es muy apropiado.


Tiempos raros

Uno de los primeros elementos que delata la rareza de Synecdoche es el uso del tiempo dentro de la historia que se relata. Los primeros diez minutos del metraje introducen una baraúnda de fechas que no concuerdan con la temporalidad que experimentamos en nuestra vida cotidiana, ni con la aparente cronología lineal con que se va desarrollando la película. Los eventos ocurren secuenciados, y no es particularmente difícil seguir el hilo de la acción. Sin embargo, hay pequeñas piedras en ese camino, detalles, fechas, continuidades y discontinuidades que invitan a indagar.


La cicatriz de Caden: Homero y Kaufman 

Ya muchos han hablado sobre cómo el apellido del protagonista alude al síndrome Cotard, en el que el afectado cree estar muerto o haber perdido partes de su cuerpo (Diego Agudelo, Augusto Faroni y Ed Atkins, entre otros). Yo me detendré en un detalle clínico distinto. Caden sufre un accidente en los primeros compases de la película. Mientras se acicala, un chorro de agua a presión rompe el grifo, y hace volar la afeitadora de sus manos, abriéndole la piel encima de la ceja derecha. Este corte lo manda al hospital.

Más allá de que, a partir de su visita al doctor, Caden empieza a ser referido a distintos especialistas, el incidente con la afeitadora no parece tener mayor relevancia, pero la cicatriz que deja como recordatorio adquiere una cualidad camaleónica, que pone de manifiesto la rareza temporal y secuencial de Synecdoche como algo más que una impresión anecdótica.

Erich Auerbach dio inicio a su libro Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental con el capítulo «Ulises y su cicatriz». Allí se compara la escena de La Odisea en la que Euriclea reconoce a Ulises con el sacrificio de Isaac del Antiguo Testamento. Auerbach propone que, en La Odisea, nada queda oculto, no solo ocurre el reconocimiento de la nodriza hacia el héroe, sino que, inmediatamente después, el aedo ilustra la genealogía de la cicatriz, llevándonos de vuelta a la infancia de Ulises…

Jesús Gomes

Jesús Gomes (Caracas, Venezuela, 1999). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello. Ganador del I Premio de ensayo sobre la obra de Ida Gramcko. Recibió la mención publicación por su tesis «La reiteración numérico-simbólica y sus vínculos con la noción de moira en la Ilíada». Ha publicado textos críticos, relatos y poesía en revistas de España, Italia y Venezuela.

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