¿Tres tristes tigres?
Esa noche, al bajar de la montaña, nos robaron las bicicletas.
Solo nos quedaba reírnos, conformarnos con la fortuna de no tener
las heridas abiertas.
El camino estaba lleno de flores colgando de las paredes
aún podía reconocer el olor de los jazmines a kilómetros
y eso parecía gustarte.
Como cada viernes, estábamos todos juntos: tres tigres más uno
caminábamos como ciegos detrás de la cola del elefante
ensayando nomenclaturas distintas para los días venideros
para los tiempos en que nos sabríamos lejanos.
Qué soberbia había sido declarando mi amor a esta ciudad
a los parques, cafés y bares, al «índice de caminabilidad»,
Creyendo los escalones y las amplias columnas indestructibles
Por la tarde habíamos visto un niño abrazando un tanque de gas
(¿estaría solo? no quiso hablar con nosotros);
en la acera contigua, dos hombres talaban una serie de árboles
«porque las hojas que caían eran basura».
La memoria de este sitio parecía extinguirse
y aún así de cuando en cuando encontrábamos algo que nos parecía bello:
un par de toros negros pastando las últimas raíces
Algún grupo de amigos (como nosotros) que decidían gastar los billetes guardados en las escasas botellas de vino que aún circulaban en las rutas.
Estábamos pues bajando de la montaña
hambrientos y casi fatigados
Yo me apoyaba en tu brazo mientras Tei y Pedro caminaban delante de nosotros
Hablaban de música y decidían qué disco preferirían que sonara en sus funerales:
tendría que ser algo honroso para la familia
pero también algo que iluminara sus mitologías personales
Dije en voz alta que ojalá pudiera conseguir un durazno
me imaginé mordiendo su cáscara aterciopelada, descarnándolo hasta el hueso
ansié besar el sabor agridulce y jugoso.
¿Por qué nos detenemos?
los tres hombres sonrieron, cada uno en su muy propio carácter
Pedro empezó a hurgar en su mochila y sacó un durazno envuelto en periódico (!)
lo pasaron de mano en mano hasta que llegó a las mías
y entonces me sentí en una fiesta de cumpleaños.