El arte narrativo del ajedrez

Jani Kaasien

A Rubén Ackerman,

Con quien me hubiera gustado jugar una partida.

Una nube de odio y muerte contaminaba los aires de Europa cuando Rudolf Spielmann, ajedrecista austriaco de origen judío, fue encontrado muerto en su departamento de Estocolmo el 20 de agosto de 1942. 

Sus vecinos notaron la reclusión. El maestro estaba atravesando fuertes episodios depresivos. Las ambiciones del nazismo habían plagado de desgracias su entorno familiar cercano. 

Spielmann había contado con el apoyo de un benefactor para huir de la persecución de los órganos hitlerianos y logró establecerse en Suecia, pero sus hermanos no corrieron con la misma suerte. Su hermano Leopold había muerto en el campo de concentración de Theresienstadt en Checoslovaquia, dejando una viuda y dos hijos. Sus hermanas, Irma y Jenny, habían caído reclusas en un campo de concentración en Holanda, de donde solo Jenny salió con vida, profundamente afectada a nivel psicológico y nunca recuperada. 

El antisemitismo escalaba en Suecia y todas las esperanzas de Spielmann de abandonar Europa y establecerse en América estaban puestas en un acuerdo para la publicación de sus memorias a través de una agencia que había prometido cubrir todos los gastos de colocación en el nuevo continente. Sin embargo, habían cortado el contacto con él y el libro nunca llegó a editarse. 

Las autoridades suecas lo encontraron sin vida y determinaron que la causa de muerte había sido una falla cardiaca producto de una enfermedad coronaria, aunque aquellos cercanos a él decían que había dejado de comer y murió de hambre por voluntad propia. 

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Veinticuatro años antes, en medio de la Revolución de Octubre, el ajedrecista ruso Ossip Bernstein se encontraba a escasos momentos de encarar la muerte frente al pelotón de fusilamiento bolchevique. Ossip se había desempeñado como asesor de banqueros en Rusia, un gran crimen para los revolucionarios. 

Un oficial de mayor rango ojeó la lista de los condenados y vio a Ossip Bernstein entre ellos. Interrumpió el procesamiento del ajedrecista y lo invitó a jugar una partida, con la condición de que, si perdía o empataba contra él, tendría que hacer frente a los fusiles y seguir su destino. Ossip ganó con facilidad y esquivó la muerte. Logró escapar a París con su familia, en completa austeridad. Tardó años para levantarse económicamente, hasta que la guerra lo alcanzó de nuevo en 1940. 

Tuvo que huir de Francia luego de que cayera en manos del ejército alemán. Se dirigió a España, donde pasó días escondido en cuevas, con su familia, para evitar a los oficiales fronterizos. Eventualmente, los miembros de su familia fueron arrestados y separados hasta que las influencias y amistades de Ossip intercedieron por su liberación. 

Tanto Rudolf Spielmann como Ossip Bernstein fueron maestros del ajedrez que brillaron por su juego innovador y su técnica en la época que precedió a las guerras más desalmadas de nuestra historia reciente. Ambos sufrieron las tragedias que resultaron de un juego de dominación global. La lucha de poderes los obligó a abrirse paso entre los escaques de una Europa convertida en un tablero de guerra donde se narraron algunos de los episodios más oscuros de la humanidad. 

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La guerra es un relato cruel narrado por los actos de los hombres. El ajedrez, en su condición de representación lúdica de la guerra, con su simbolismo y sus objetivos, hereda su cualidad narrativa. Afortunadamente lo hace con valor estético y artístico, trascendiendo su alegoría de la guerra para convertirse en una forma de creación. Así como la Ilíada pasó de ser un posible esfuerzo rememorativo de la Guerra de Troya para convertirse en la piedra angular de la literatura occidental, el ajedrez va más allá de su condición de enfrentamiento entre dos ejércitos de piezas y aborda el plano de la creación artística. ¿Cómo se enlista exactamente en las filas del arte?

Toda forma de arte constituye un lenguaje en sí mismo. Mientras más cercano sea al lenguaje común, más sencillo es apreciarlo, más accesible es para las masas. El ajedrez cuenta con un lenguaje propio que manifiesta su belleza. Marcel Duchamp percibió los elementos por los que se transmite la belleza del ajedrez y señaló que las piezas son como un alfabeto que «da forma a los pensamientos; y estos pensamientos, a pesar de crear un diseño visible en el tablero, expresan su belleza de forma abstracta, como un poema». El poema ajedrecístico toma un carácter épico cuando se considera el objetivo principal del juego: limitar las posibilidades del oponente hasta dejar indefenso al rey enemigo.

El ajedrez tiene una estructura delimitada. Todas las partidas se pueden separar en fases (apertura, medio juego y final) y el momento que sella el destino de la partida suele resaltar inmediatamente como el momento crítico, el clímax del encuentro. Esta estructura es paralela a la del relato: es la fórmula universal de la transmisión de una historia: inicio, nudo y desenlace. Con esta base toman lugar otros elementos que determinan la resonancia y lo memorable de la partida. También es un juego de sutilezas, de construcción de tensiones, de creación de incertidumbre, de llevar al oponente por un sendero para que lo desconocido caiga sobre él y lo deje indefenso y rendido. Lo mismo ocurre en el arte literario, en la relación entre el escritor y el lector. En el ajedrez existe un juego de cazador y presa en el que ninguno de los roles está definido hasta el último momento. La pluma de los grandes escritores de la literatura conoce y ejecuta todas las técnicas que emplean los ajedrecistas,  pero traducidas en distintos lenguajes, en tableros de juego diferentes.

Los actores del juego intentan inclinar la balanza a su favor con cada movida, buscando confundir al rival y presionar hasta conseguir su objetivo, y en medio de esta lucha, el tablero se convierte en el registro de una historia, una épica narrada a dos voces, con una serie de ventajas posicionales, amenazas ocultas, espejismos, tácticas, cálculos y presagios que dan por victorioso a aquel de mayor ingenio y conocimiento del juego. Todos estos elementos hacen un paralelismo misterioso que se experimenta con mayor fuerza al jugar: la relación entre el ajedrez y el arte de la narración.

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Así como pocos logran escribir obras universales, pocos logran jugar una partida inmortal. El crítico literario Harold Bloom señaló que la grandeza de los clásicos universales se halla en su condición de extrañeza. En sus palabras, esta es «una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña». Este requisito toma lugar en el resto de las artes: es la consecuencia directa de la magia que esconde una gran creación artística; en el ajedrez se manifiesta en la misma forma en que se practica el juego. Sin embargo, hay jugadores inimitables, maestros que interiorizaron tan hondamente los principios del juego, que a partir de su magia solo pueden invitar a los demás a caminar entre sus huellas gigantescas.

Cada jugador inmortal de ajedrez se convierte en una cátedra sobre el despliegue de las piezas en el tablero. Las partidas de Paul Morphy, prodigio norteamericano de finales del siglo XIX, son de lectura obligatoria para los aprendices. 

Morphy fue una especie de dios del ajedrez. Nació el 22 de junio de 1837 en Nueva Orleans. Tras una corta carrera ajedrecística de 14 años, con un retiro temprano, ejerció su superioridad frente a los jugadores más fuertes de su época. La prensa internacional lo consideró el más fuerte entre sus pares. Varios jugadores europeos optaron por no medirse contra él para evitar ser derrotados. 

Incursionó en el ajedrez sin ningún entrenamiento. Había aprendido los principios del juego viendo a su padre y a su tío jugar de vez en cuando. A los 8 años los sorprendió en una ocasión, señalando una oportunidad desperdiciada para ganar una partida. Ambos, asombrados, ya que ninguno le había enseñado las reglas, le preguntaron los detalles. Morphy acomodó las piezas del momento clave y les mostró un sacrificio de torre pasado por alto. Al poco tiempo derrotaba a los dos con facilidad. 

A los nueve años ya era considerado uno de los jugadores más fuertes de Nueva Orleans. Su tío solía arreglar partidas con jugadores fuertes ofreciendo dinero a quien pudiera vencerlo. A los doce, se enfrentó al maestro húngaro de ajedrez Johann Löwenthal, considerado entre los seis mejores del mundo. El maestro tomó el reto por cortesía: no esperaba nada impresionante de aquello. El duelo terminó en dos victorias para Morphy y un empate, aunque otras fuentes señalan que los tres juegos fueron de Morphy. 

Sin embargo, Morphy veía al ajedrez como una actividad secundaria; le importaban más sus estudios. Se graduó como abogado en la Universidad de Louisiana. Siendo muy joven para ejercer dedicó el año de espera que debía cumplir para poner a prueba sus habilidades ajedrecísticas. 

A los veinte años se enfrentó a los jugadores más fuertes del ajedrez profesional de su país en el Primer Congreso de Ajedrez de Estados Unidos, un torneo de eliminatorias. Ganó cada encuentro y acumuló dieciséis partidas ganadas, tres empatadas y una sola derrota. 

La Asociación Estadounidense de Ajedrez, confiada por el talento de su campeón, envió un reto formal a los jugadores europeos, ofreciendo realizar un encuentro en el que se pagaría, por acuerdo, entre dos mil y cinco mil dólares al vencedor. Los círculos de ajedrez europeos aún no le tenían en estima, así que el reto pasó desapercibido. El club de ajedrez de Nueva Orleans persistió y envió una propuesta directamente al inglés Howard Staunton, el jugador más fuerte del mundo de la década anterior. Staunton alegó que aceptaría el encuentro si se realizaba en Europa. Morphy aceptó. Se embarcó al viejo continente. Allí enfrentó y derrotó a un puñado de los mejores jugadores europeos esperando a medirse con Staunton. El duelo nunca se concretó pese a los intentos de Morphy. 

Demostró su superioridad global a los veintiún años cuando derrotó al mejor jugador de Europa, el alemán Adolf Anderssen, logrando un récord de siete victorias, dos derrotas y dos empates. Anderssen lo catalogó como el jugador más fuerte que enfrentó en su carrera y, en su opinión, el jugador más fuerte de todos los tiempos. 

Morphy fue celebrado como campeón del mundo entre la aristocracia europea. Abandonó el juego profesional por completo con solo 22 años y persiguió una carrera de abogacía poco exitosa hasta su muerte a los 47 años. Evitó por todos los medios vincularse de nuevo con el ajedrez.

Si buscamos un equivalente a Morphy en el mundo de las letras, salta a la palestra el enfant terrible de la poesía francesa, Arthur Rimbaud. Ambos representan un antes y un después en sus disciplinas: Morphy con su brillante comprensión de los principios del juego y Rimbaud con su sensibilidad y talento irrepetibles. Cambiaron para siempre el destino de sus artes. Otra conexión: ambos decidieron también un retiro temprano –Morphy a los veintidós y Rimbaud a los veinte–, en búsqueda del éxito en otras áreas que, a pesar de sus esfuerzos, no pudieron alcanzar. Lo que para Morphy fue un retiro colmado de laureles y fama, hasta cierto punto frustrando su desempeño legal, para Rimbaud fue un retiro de fracasos ante la sociedad literaria de su época, motivado por la búsqueda desesperada de alcanzar su moderno sueño de fama y fortuna. 

El prodigio de la poesía que a los dieciséis años había escrito Le bateau ivre, uno de los poemas de mayor importancia del siglo XIX francés y, por tanto, de toda la literatura francesa, hizo su introducción en el círculo de las letras parisinas a los diecisiete años, envolviéndose en escándalos y excesos, guiado por su búsqueda de la vida del vidente y entregado a «todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura», como describe en sus cartas. La sociedad de la época no toleró tanto desenfreno, tanta infracción de las normas, a pesar de su gran talento. 

Rimbaud terminó por despreciar la vida en Francia y buscó una carrera como comerciante y traficante de armas en tierras etíopes. Cuando sus coterráneos en África le preguntaron por sus poesías, les respondió: «¡Enjuagaduras! ¡No eran más que enjuagaduras!». Murió a los treinta y siete años en un hospital de Marsella, víctima de un agresivo cáncer que le costó una pierna y que paralizó todos sus miembros, alucinando con Etiopía y deseando ser enterrado allá, junto al Mar Rojo, anhelo irrespetado por su madre que acomodó sus restos en su natal Charleville. 

La pluma de Rimbaud y las estrategias de Morphy desarrollaron estilos que nadie había imaginado. Perfilaron historias. Rimbaud con Le Bateau ivre paseó a la literatura universal por la proa de un barco algodonero, escapado de las ataduras del puerto, embriagado de libertad y de sus recuerdos, sin rumbo por el mar. Morphy, con su partida apodada A night at the Opera, llevó a los jugadores de todos los tiempos al palco del Duque de Brunswick durante la interpretación del Barbero de Sevilla. Allí, privilegiando la movilidad temprana de sus piezas por encima de la superioridad numérica, ejecutó una combinación con sacrificios –incluido el de su dama–, que llevó al mate en diecisiete jugadas. Según se cuenta, Morphy ganó casi sin ver el tablero, absorto por la obra, mientras que el escándalo del Duque fue la comidilla de los periódicos en los días siguientes. Así se dio la partida más famosa en la historia del ajedrez, y así quedaron inmortalizados los principios del buen juego.

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Angelo Marcano

Angelo A. Marcano Riccio (Barquisimeto, Venezuela, 1994). Estudió Comunicación Social en la Universidad Santa María, en Caracas, Venezuela. Ha publicado varios artículos, reseñas y entrevistas en el suplemento literario Verbigracia del diario venezolano El Universal, así como cuentos y ensayos en el blog cultural Mal Salvaje. Ganador del tercer lugar en el Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana en su edición XV.



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