La chica que amaba las películas de John Ford
Después de una serie de fracasos personales, justificados por un compendio de manías e inseguridades hereditarias, Juan comenzó a salir con una muchacha que tenía una afición extraña: le gustaban las películas de John Ford. La relación, sin embargo, duró poco tiempo. Cuando Juan le contó a su terapista la historia de aquel anecdótico y desafortunado romance, llegó a la conclusión de que estaba condenado a la soledad perpetua.
Juan era consciente de los efectos que su obsesión por la limpieza traía para su vida social. Todas las personas con las que había intentado establecer una relación, íntima o amistosa, terminaban odiándolo. No podía evitarlo. Le molestaba la textura del sudor humano; las servilletas usadas (con restos macerados de mantequilla, virutas de pan o pinceladas de saliva) le provocaban urticaria; las huellas dactilares en los vasos y tazas de café estimulaban náuseas incontrolables. Sabía que el fracaso de su vida pública, a los cuarenta años recién cumplidos, tenía como causa primera su intolerancia frente a la suciedad y el desorden. La terapia lo ayudó a reconocer los perjuicios de esa paranoia. Durante algunos meses practicó sin éxito distintos ejercicios domésticos. El trabajo académico monopolizó sus intereses. El día menos esperado conoció a la chica a la que le gustaban las películas de John Ford y, complacido por sus hábitos de salubridad e higiene, decidió darse una nueva oportunidad.
«¿Te han dicho que te pareces a John Wayne?», preguntó una muchacha desconocida. Juan le contó al terapista cómo la relación más extraña de su vida amorosa había comenzado con esa pregunta casual e inocente. Nunca se sintió cómodo con los tonos rojizos de su cabello, pero nadie le había dicho que tenía algún parecido con un popular icono yanqui. Juan no sabía, ni siquiera, cómo era John Wayne. Su relación con el cine clásico era la de un mero aficionado, por lo que las caras de Clark Gable, Humphrey Bogart y Gary Cooper representaban para él un único rostro de película vieja.
No solo lo sedujo la belleza. La manera que tenía de usar las servilletas y evitar que su pintura de labios marcara el borde de los vasos atrapó la atención y el corazón aséptico de Juan. La muchacha que amaba las películas de John Ford era una mujer bastante disciplinada. No dejaba la ropa tiraba en el suelo, odiaba el polvo y el olor de la comida vieja. Se lavaba las manos al llegar y al salir de su casa. «Parecía perfecta, pero todo fue un error —contó Juan amargado—. No tardé mucho en darme cuenta de que ella, en el fondo, estaba enamorada de un único hombre, un cineasta tuerto e irlandés».
Juan y la chica se conocieron en un cine-foro organizado por la Escuela de Artes de la universidad. La única razón por la que Juan entró al salón de audiovisuales fue para dejar pasar el tiempo hasta que llegara la hora de su clase. Aquella mañana despertó con angustias; la conciencia de la finitud y la certidumbre de su soledad eterna lo llevaron a recorrer una y mil veces los pasillos de su universidad mediocre. Almorzó en un restaurante chino con un grupo de colegas a los que no soportaba pero que, al menos, podían distraerlo con sus anécdotas sin gracia, con la sobreestimación que tenían de sus vidas estancadas. Juan era un discreto profesor de Metodología y Técnicas de Estudio. No era capaz de establecer una disciplina de trabajo para sí mismo, pero siempre tuvo una capacidad innata para supervisar el trabajo de los demás, para decirles cómo se escribe una tesis y cuáles son las mejores estrategias para tener una expresión oral y escrita más o menos correcta. El problema de Juan era su falta de carisma. Sus enseñanzas carecían de interés, pasión, urgencia. La clase del profesor Juan era el mejor lugar para echar una siesta.
Un grupo de estudiantes de la Escuela de Artes inventó la rutina de los cines-foros. Los organizadores eran jóvenes de los primeros semestres. Aún no habían sido vencidos. Tenían sueños, aspiraciones y ganas de verlo todo, leerlo todo, hacerlo todo. No habían aprendido la impostergable lección de la impotencia por lo que sentían que hacían algo útil proyectando aquel lote de películas viejas, cargadas, supuestamente, de sabiduría y genialidad estética. Las tardes de los martes iniciaron un ciclo de cine clásico de Hollywood. Juan fue a varias sesiones. Asistía sin fijarse en el título. A veces se quedaba dormido, otras veces lograba interesarse por la trama y cumplir el objetivo de dejar pasar el tiempo sin prestar atención a su tristeza. La diligencia fue divertida. Le recordó algunas secuencias del Indiana Jones de su primera juventud. No reconoció a ninguno de los actores. Todos se parecían. Todos eran viejos. Todos estaban muertos. La película lo puso de buen humor. Salió del aula audiovisual con la impresión de que esa tarde la clase sobre la concordancia gramatical sería menos aburrida que otras. En la rampa, tropezó con una muchacha. La reconoció rápido; se había sentado a su lado durante la proyección. «¿Te han dicho que te pareces a John Wayne?», le preguntó. Compartieron un café. Volvieron a verse en el cine-foro del martes siguiente. Dos días más tarde tuvieron la primera cita. Tres semanas después se habían convertido en pareja.
«Al principio no le presté atención a los detalles —contó Juan a su terapista—. Pensé que, dadas las circunstancias en las que nos habíamos conocido, era natural que nuestras primeras conversaciones giraran en torno a las películas». Ella solo hablaba de cine y, en particular, de cine viejo, blanco y negro o coloreado con la escandalosa paleta Panavision. La muchacha daba por sentado que Juan dominaba una serie de referencias cinéfilas que él ignoraba por completo. Después de la primera cita, para reforzar las estrategias de seducción, Juan investigó en Internet sobre las biografías de John Wayne, Henry Fonda, John Ford y todos esos personajes que ella nombraba con frecuencia. Leyó partes de reseñas, se saltó los párrafos más largos y se aburrió en exceso. El contenido esencial lo olvidó en cuestión de minutos. Cayó en cuenta de que no había visto ninguna película de John Ford aunque una de ellas, Centauros del desierto, le resultaba familiar. El recuerdo, sin embargo, no estaba fresco, no sabía si la había visto en televisión o si le sonaba por otras razones. Juan aprovechó su falsa erudición para enriquecer el segundo encuentro (el segundo café). La muchacha se mostró incómoda con la exposición del profesor de Metodología. La gestualidad displicente de la chica le sugirió a Juan que, probablemente, había cometido un error. Él no se había dado cuenta de que, cuando ella mencionaba alguna película de John Ford, lo hacía utilizando el título original, en inglés. Consciente de que la conversación se había tornado incómoda, Juan procuró cambiar de tema hacia asuntos de política o las cotidianas crisis universitarias. «No vuelvas a hacer eso», dijo ella. Juan no entendió. «The searchers —agregó—. Los Buscadores, si quieres, pero nunca digas Centauros del Desierto». Juan se reservó sus primeras impresiones, pensó que se trataba de un chiste. La muchacha, entonces, ofendida e indignada, relató cómo los distribuidores españoles y latinoamericanos habían destruido el cine de John Ford con títulos estrafalarios. A ella le desagradaba, particularmente, la llamada Legión invencible cuyo título original era She Wore a Yellow Ribbon. Suspiró al recordarla, cantó parte del tema principal y le explicó a Juan el sublime significado de la cinta amarilla. Pero el título en español, contó resignada, había destruido el sentido de la película. Juan observó preocupado cómo la indignación de su compañera crecía al recordar otros cambios de nombres. Juan no sabía, por ejemplo, que existía una película llamada El gran combate cuyo título original era Cheyenne Autumn. No sabía (ni le interesaba saber) que La taberna del irlandés se llamaba Donovan’s Reef; Misión de audaces, The Horse Soldiers; Cuna de héroes, The Long Gray Line o peor aún —el mayor sacrilegio según ella—, La pasión de los fuertes, My Darling Clementine.
Juan le contó a su terapista que, tras la tercera salida, ella lo invitó a su casa a ver una película de John Ford. Juan aceptó e incluso pensó que lo de la película era solo una cómoda excusa para forzar la intimidad. Llevó una botella de vino chileno y una caja de chocolates que degustaron mientras observaban a la pequeña Shirley Temple hacer de las suyas en Wee Willie Winkie. A Juan le gustaba el título en español, La mascota del regimiento, pero para evitar ofender a su anfitriona no dijo nada. Cuando la película terminó, luego de que ella le contara su fascinación por la mirada de Victor McLaglen, Juan intentó besarla. La muchacha que amaba las películas de John Ford besaba como en las películas viejas. No utilizaba la lengua, solo juntaba los labios y se pegaba al amante con pasión sobreactuada. La joven no opuso resistencia cuando Juan la arrastró hasta el cuarto, pero ella, con un juego de miradas, le pidió que esperara a que estuvieran dadas las circunstancias ideales. La chica caminó hasta el reproductor de CD y puso una selección de temas de Richard Hageman. Juan y la muchacha hicieron el amor por primera vez con un fondo musical de fanfarria, la misma con la que el temerario General Thursday se inmola al final de Fort Apache.
Juan y su novia decidieron prescindir de la vida social. No salían a comer, no iban al cine, no tenían amigos. Todos los fines de semana, en sesión doble, se reunían en casa de ella para echarse en un desvencijado sofá a ver películas de John Ford. Las películas favoritas de la muchacha eran Qué verde era mi valle y El hombre tranquilo, cuyas traducciones al español correspondían, curiosamente, al original inglés. Juan disfrutó de las primeras pero, rápidamente, se aburrió. La sospecha de que algo estaba mal, de que la fascinación de su pareja por el cine clásico era excesiva, tuvo que ver con un accidente.
Una tarde, al salir de su clase de Metodología, el video beam se cayó de la mesa. El aparato se estrelló directamente sobre el pie derecho de Juan y le destrozó el dedo medio. Algunos estudiantes lo llevaron al hospital donde tuvieron que operarlo de emergencia. Juan tuvo un incómodo yeso por más de tres meses; pasó la convalecencia en casa de su novia viendo, una y otra vez, distintas películas de John Ford, preparando clases y haciendo el amor con la banda sonora de Max Steiner. Cuando le quitaron el yeso, Juan no sintió mejoría alguna. No podía caminar sin dolor. Tenía la impresión de que si apoyaba el pie no lograría sostenerse. Le atemorizaba profundamente la posibilidad de quedar renco; imaginaba que la sangre no circularía por sus dedos enfermos; pensaba que los colores marrones de la piel eran un indicio irrevocable de gangrena; visibilizaba su pie amputado y eso le generaba mortificados insomnios. En una oportunidad, mientras su novia le daba un masaje, ella se colocó frente a él, lo miró a los ojos y le dijo: «Repite conmigo: “I'm gonna move that toe!”». Juan obedeció. Ella le exigió que repitiera la misma frase durante toda la tarde y él lo hizo sin mucha convicción. «No quiero que pares, dilo de nuevo», insistió ella. Si Juan se detenía, ella se molestaba. Tuvo que decir «I'm gonna move that toe!» toda la noche sin entender cuál era la fijación de su pareja. Juan pensó que la muchacha había exagerado con ese tratamiento sistémico-verbal pero no la refutó. El domingo siguiente, sin embargo, cuando ella lo obligó a ver The wings of the Eagle (Escrito bajo el sol), Juan tuvo una preocupación honesta. John Wayne, abatido y lisiado, durante una larga y aburrida escena, colocado boca abajo en una sala de hospital, dice mil veces: «I'm gonna move that toe! I'm gonna move that toe!». La muchacha se reía a carcajadas. El parapléjico héroe recupera la movilidad con el uso de aquella frase mágica. Solo en ese momento, Juan se dio cuenta de que algo no estaba bien.
El episodio del dedo fue una revelación. A partir de ese momento, Juan se dio cuenta de que todas las cosas que su novia hacía y decía estaban inspiradas o relacionadas con alguna película. La muchacha se sabía los diálogos de memoria; cuando, después de hacer el amor, se asomaba por la ventana y contemplaba la silueta lejana de los cerros, decía que todo aquello era su Monument Valley. Los juegos sexuales también adoptaron un sentido perverso, escalofriante. A pesar de ser un eminente conservador, Juan siempre valoró la cama como un espacio de libertad absoluta. Solo la intimidad era inmune a su desprecio natural por los olores y fluidos del cuerpo. Pensaba que cualquier transgresión era legítima, un correlato espontáneo de la entrega y la pasión amorosa. Pero cuando la lucidez, amparada en el episodio del dedo fracturado, le quitó el velo de los ojos, Juan se dio cuenta de que los hábitos de su pareja podían tener una lectura psicótica. «Una vez, por ejemplo (le contó a su terapista), me pidió que me pusiera un parche». En ese momento, Juan no sabía que John Ford era tuerto. Otra vez le pidió que la cargara y la lanzara sobre la cama como había hecho John Wayne con Maureen O’Hara en El Hombre Tranquilo. Lo más extraño eran las tertulias de reposo. Juan, embrutecido por el goce, no había prestado atención a los primeros relatos pero, al evocarlos en la terapia, recordaba con preocupación cómo su novia, sosteniendo un cigarrillo, le había dicho que no tendría ningún problema en tener un encuentro lésbico con Heather Angel o con la Shirley Temple de Fort Apache. Otro día le contó cómo la mirada angustiada de Victor McLaghen la llevaba, permanentemente, a distintos éxtasis solitarios. También le dijo que le gustaría ser la voyeur de sus héroes: sentarse a mirar cómo se juntaban los cuerpos de Richard Widmark y Deborah Wright, Clark Gable y Ava Gadner. «Una vez me contó un sueño —dijo Juan a su terapista—. Soñó que había participado en una especie de cuarteto con John Wayne, Pedro Armendáriz y Harry Carey, Jr; que su película onírica-porno estaba rodada en Cinemascope y se llamaba Mi noche con los Tres Padrinos». Entre todos los exabruptos que contó, una historia llamó su atención: le dijo que su pareja anterior, un vendedor de seguros con el que estuvo saliendo por más de seis meses, tenía cierto parecido con Walter Bond. Supuestamente, habían terminado la relación porque él no había sabido entenderla.
Juan se propuso ayudarla a superar su obsesión. En principio, necesitaba comprender los orígenes del problema, saber por qué razón ella se había entregado de una manera tan exagerada a las historias triviales del viejo irlandés. Juan decidió hablar con Ward Bond, el exnovio de la chica. Consiguió el teléfono de la aseguradora y, tras una serie de diligencias burocráticas, pudo conversar con él. «Esa mujer está totalmente loca —dijo el otro—. Lo único que hace es ver películas de vaqueros y otras que cuentan la historia de Irlanda; decía que yo me parecía a no sé quién. No quiero saber nada de ella. Por favor, no vuelva a llamarme».
Tras el primer fracaso, Juan intentó establecer contacto con la familia. Los padres de la chica que amaba las películas de John Ford vivían en una ciudad de provincia. Un fin de semana largo, Juan pudo conversar con el viejo. Tenía la impresión de que la clave del asunto se encontraba en el caserón de aquel remoto pueblo costeño. Llegaron al mediodía, después de tres horas de tráfico y carretera. Juan invitó a su suegro a tomar una cerveza. Era un viejo discreto, sencillo, amante de la música popular y la tertulia política. La muchacha se quedó en la casa preparando la cena mientras Juan y su padre conversaron en un bar de la plaza. No sabía cómo abordarlo. No sabía cómo decirle que su hija estaba absolutamente perturbada por unas películas anacrónicas. El anciano, consciente de la incomodidad del otro, puso sobre la mesa el tema de debate: «Muchas gracias por querer a mi hija, Juan. Todos somos conscientes de que ella tiene un problema». Pero el padre tampoco sabía cuáles eran los orígenes de la afición. A él no le gustaba el cine, odiaba el cine. Nunca había ido a los Estados Unidos. Sentía un profundo disgusto por las películas de vaqueros y confundía Irlanda con Islandia. «Le puedo asegurar que durante los dieciocho años que ella vivió en esta casa ella nunca, al menos en mi presencia, vio una película de ese señor John Ford». «¿Y la madre?», preguntó Juan. «Menos. Mi mujer, que en paz descanse, decía que la televisión era un invento del demonio. La única película que vimos en el cine se llamaba Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia y a ninguno de los dos nos gustó. Si pensaba que iba a encontrar respuestas en nuestra casa, se equivoca. Nosotros no somos responsables de la aflicción de mi hija. La razón por la que ella adora a ese tal John Ford está en otra parte. Siempre lo he querido entender pero no tengo idea». El viejo tenía razón. Demasiado psicoanálisis, pensó Juan al regresar a su casa.
Juan dejó de sentirse cómodo en compañía de su novia. Para evitar desencuentros mayores decidió terminar la relación. Hablaron en el café de la primera cita. Juan no quiso profundizar en los motivos de la ruptura. Le dijo que necesitaba estar solo, que la relación no lograba satisfacerlo. Ella se quedó sentada frente a él, lloró sin dramatismo. Cuando el mesonero les llevó la cuenta ella le preguntó si alguna vez había estado enamorado. El joven no supo qué responder, improvisó una sonrisa, se fue. «No —dijo ella en voz baja, mirando el piso—. Yo siempre he sido mesonero». Juan no sabía si había escuchado aquel diálogo en La pasión de los fuertes o El precio de la gloria. La muchacha se levantó, le acarició la cara, le dijo que era igualito a John Wayne, que siempre lo recordaría como su hombre tranquilo, su buscador, su irlandés de taberna y que, en su memoria, él siempre sería el custodio de su diligencia. La chica abrió su cartera y le entregó a Juan una cinta amarilla. «Pertenecemos a mundos diferentes», dijo al despedirse, calcando la frase que Linda Cristal le dice a Richard Widmark al final de Dos cabalgan juntos.
Juan le contó a su terapista que la separación lo hizo sentirse deprimido. Sus manías regresaron con fuerza. Se lavaba las manos hasta sacarse costras en las palmas, se cepillaba los dientes con desesperación. La recordaba a diario, leyéndole en voz alta fragmentos de las biografías de Tag Gallagher o Scott Eyman, o escuchando su risa mientras veían una y otra vez Siete mujeres. El tiempo pasó, nació gente, murió gente. «La semana pasada me la encontré en la universidad —contó Juan—. Caminaba de la mano de un hombre igualito a James Stewart». Después del curso intensivo de cine clásico, Juan aprendió a reconocer los perfiles más populares del Hollywood ausente y mustio. «¡Doniphon!», dijo ella al saludarlo. Se acercó y lo abrazó con efusión. «Te presento al senador Sttodard». Los dos hombres se miraron incómodos, dijeron sus nombres reales, se dieron la mano. Ella estaba feliz, radiante. El clon de James Stewart tenía ganas de irse pero la muchacha que amaba las películas de John Ford los tenía a los dos tomados por los hombros. Los invitó a tomar algo, dijo que tenía muchas ganas de que se conocieran y se hicieran amigos. «Siempre soñé con pasar una noche con los asesinos de Liberty Valance».
Terminó la terapia. Juan se levantó, dio las gracias. «¿Y qué hiciste, Juan? ¿Fuiste con ellos?», preguntó el otro más por curiosidad que por exigencia clínica. Juan caminó hasta la entrada del consultorio. Tuvo un profundo deseo de lavarse las manos. «Nada. No hice nada —dijo al llegar a la puerta—. ¿Viste Centauros del desierto? —El médico no respondió—. Imaginé la música de Max Steiner. La solté y como el viejo John Wayne al final de esa película di la espalda y me fui».