La punta de flecha

Steve Harvey

2023

Hay varias preguntas. Cómo manejar esto públicamente. Cuánto sufrirán la imagen de BR1CK y el valor de sus acciones. Cómo salvar los contratos a punto de cerrar con un par de startups recién adquiridas por grandes conglomerados que bullen de dinero para gastar en nuevas, dramáticas sedes para sus oficinas, laureadas con paneles solares y generosas en árboles, empleados en bicicleta y vehículos eléctricos. 

Falta saber cuán grave será el daño, pero no hay modo de evitarlo. En los últimos años, en Canadá, han brotado y desaparecido carreras políticas, fundaciones, géneros editoriales, documentales y leyes a causa de las decenas de hallazgos de cementerios clandestinos de niños indígenas en los terrenos de las antiguas escuelas residenciales. Y ahora, justamente a BR1CK, que se había ufanado durante su veloz ascenso global no solo de la audacia de sus proyectos de ingeniería sustentable sino de la diversidad y bienestar de su creciente fuerza de trabajo, le viene a pasar esto. «THIS», como decía el mensaje de texto que Mark, el CEO, recibió esta madrugada del vicepresidente legal, Jean-Marie, antes del mensaje de audio que lo puso al tanto de lo que estaba ocurriendo.

El día anterior, la Policía Montada allanó las instalaciones de una empresa gerenciada por dos hermanos Mohawk, al oeste de Montreal. Resultó ser un vertedero que incumplía casi todas las leyes sobre disposición de desperdicios, un grave crimen ambiental al borde del Lago de las Dos Montañas. Pero lo peor fue lo que hallaron al comenzar a excavar debajo de los desechos: una fosa común con trece cuerpos de mujer. Había que esperar lo que dijeran los forenses, pero ya los medios estaban reproduciendo la versión de la policía: según sus informantes, esas mujeres eran indígenas y habían desaparecido de sus comunidades en el oeste, para ser traficadas por los Hell Angels en prostíbulos de los campos petroleros y mineros, y finalmente desaparecidas en este basurero que los Hell Angels y los dos Mohawk usaban para esconder basura tóxica.

Esas mujeres habían estado esfumándose de las carreteras de British Columbia por años. Eran la tragedia aborigen más investigada por los medios canadienses, aparte de los suicidios juveniles en la tundra y los bloqueos de oleoductos en la frontera con Estados Unidos. Nadie esperaba que vinieran a aparecer al otro lado de Canadá, en Quebec, y mucho menos en los predios de una empresa indígena.

«Horrible», dijo el CEO esa madrugada. Le preguntó a Jean-Marie qué hacer, pensando en el mensaje de conmoción y solidaridad que tendría que emitir en las redes sociales y en la intranet de la compañía. El abogado respondió con impaciencia que debían verse cuanto antes. 

Ahora, al final del desayuno de emergencia en la sala de juntas de la última planta, debajo del bosque florido que instalaron en la azotea, Mark acaba de saber lo que la policía no ha revelado aún, pero que no tardará en llegar a los medios: la empresa a cargo del vertedero, y por tanto de la fosa común, tiene más de veinte años, pero fue adquirida por BR1CK tres años atrás. Sí, ellos son la casa matriz de una firma que cobra un buen dinero a la provincia por disponer adecuadamente desechos tóxicos pero los tira de cualquier manera en su terreno, ahorrándose los costos de la gestión sustentable y tragándose las ganancias. Y que además esconde los restos de las mujeres nativas que han sido esclavizadas y asesinadas en los últimos años. Esto no son las escuelas residenciales de la iglesia, que funcionaron hasta los noventa, sino un horror del presente por el que BR1CK debe responder.

Mark mudó su vida desde Toronto cuando aceptó este puesto de los fundadores de la empresa. Aprendió en tres años un francés pasable. Compró el condo que eligió su esposa ahí mismo en el downtown y un chalet de diseño escandinavo en Mont Tremblant. Y ahora tal vez tendrá que renunciar. No más reuniones con la primera ministra. No más portadas en las revistas de negocios. No más TED Talks. 

El joven CEO aparta su silla de la mesa ensamblada con partes tejidas por una impresora 3D. Mira por los ventanales los cientos de oficinas ajenas que lo rodean. Esos rascacielos ni se acercan a los estándares de construcción verde de la BR1CK Green Tower. Sus inquilinos no se preocupan tanto por ser empresas inclusivas, ejemplos de un capitalismo sensible. Pero en cualquier momento serán ellos los que estarán pegados de sus ventanas, tratando de ver qué hace él, de hacerle fotos, asombrados por la ironía de todo, felices de no estar en su lugar. 

Mark mira a sus compañeros de la junta, que revisan angustiados sus pantallas, y le pregunta al vicepresidente legal si hay algo más que él no sepa. Jean-Marie asiente y dice que solo responderá si todos los presentes apagan sus dispositivos y los dejan sobre la mesa, y si además se desconecta el equipo de teleconferencias. Una vez se cumple su condición, cuenta que BR1CK compró esa compañía de los Mohawk, que ha dejado operar sin mayor supervisión, para tenerlos de su lado. 

—¿Por qué? —pregunta Mark. 

—Nos obligaron a comprarles la empresa —dice Jean-Marie— , a cambio de no revelar lo que supieron cuando esta torre se estaba terminando de construir, justo antes de que te contratáramos: que este edificio se levantó sobre tierra indígena de valor histórico.

 2019

No es un día en que Juancho y Franca hubieran querido salir: sensación térmica de quince grados bajo cero, un cielo gris, la ciudad despojada de todo color. Pero no había manera de negarse; esta antigua amiga de la universidad, Andreína, venía a Montreal para un congreso industrial de dos días y les rogó que le dieran un tour rápido por el casco histórico en las pocas horas que tenía libres el domingo, entre el cierre del evento y su vuelo a Houston en la noche. Ellos se precian en Facebook de ser buenos guías de su ciudad de acogida y no son muchos los amigos venezolanos que pasan por ahí.

Así que la recogen en su hotel cerca de McGill y usando la Ville Souterraine, que a Andreína le parece fascinante, se acercan a Square Victoria y al Viejo Montreal. Le muestran la Place d’Armes y la Place Jacques Cartier. La llevan a comer poutine en un restaurante de turistas. Ella parece muy interesada en la historia del sitio y Juancho propone el museo de arqueología. 

Es todo como incómodo, concuerdan Juancho y Franca en la fila de la taquilla del museo mientras Andreína va al baño. La visitante hace demasiadas preguntas pero es muy reacia a hablar de sí misma. Muestra un entusiasmo exacerbado por todo lo que ve. Toma al menos media docena de fotos de cada sitio, deteniéndose cada pocos pasos, y no deja de comparar esta ciudad «cosmopólita» —así como si dijera Cosmopolitan— con el suburbio texano donde vive. 

Andreína mantiene ese mismo humor artificial durante el video sobre la historia de Montreal y se intensifica cuando bajan al subsuelo para ver la exposición sobre la fundación de la ciudad. Andreína se detiene ante una punta de flecha hallada en una obra en el downtown dos años antes. La observa sin decir nada durante unos buenos minutos y luego pide salir de ahí. Está llorando.

En la pastelería de enfrente, ante un té, Andreína cuenta a Franca y Juancho que a sus doce años, de vacaciones con su familia en el sur de Apure, compraron artesanía a un grupo de indígenas desnudos que aparecieron ante su campamento. Su padre le regaló un arco y un par de flechas que eran casi de su altura. Inmediatamente se puso a disparar con ellas, y con un ojo cerrado para apuntar no se dio cuenta de que su hermana se atravesaba frente a su diana, y le clavó la flecha en la pierna derecha. Debieron rodar toda la noche, perdiéndose un par de veces en la llanura a oscuras, para amanecer en el hospital de San Fernando, donde la curaron mal. La niña solo se recuperó cuando en una clínica en Valencia detuvieron la infección antes de tener que quitarle la pierna. 

—Ella nunca me odió por eso —dice Andreína— , siempre le pareció muy gracioso. Pero el año pasado, en esa misma pierna, le encontraron un osteosarcoma. Se murió en diciembre, en Valencia.

El resto de la tarde es escaso en palabras. Se despiden antes de lo previsto. Andreína toma un Uber hacia el hotel para buscar su equipaje. Faltan varias horas para su vuelo, pero quiere irse cuanto antes de esa ciudad. 

2018

Tiene que salir bien. No puede fallar. Este primer trabajo de Ibrahim en Montreal que está relacionado de alguna manera con su profesión debe ser el umbral hacia la vida que ha estado buscando desde que finalmente logró salir de Libia. Claro que aquí no hará de ingeniero siderúrgico sino de obrero en entrenamiento, y no es una planta de acero sino el chantier de construcción de un rascacielos de oficinas y condos en el downtown. Pero gana 18 dólares la hora, con algunos beneficios, y tal vez le sirva para convencer a Jasmeen de salir con él. 

Todo es extraño desde el principio, aunque de un modo distinto al que esperaba. El idioma no es tan complicado como había pensado: varios compañeros hablan árabe y en la obra se mezclan el francés y el inglés sin complejos, así que con pedazos de francés y de inglés se las arregla. Comete algunos errores, pero muchos otros cometen más errores que él. 

Sus precarios trabajos anteriores, en fábricas del este y el norte, eran de interior; ahora debe lidiar con el impredecible clima de la primavera en Quebec, donde en un mismo día puedes tener que ponerte y quitarte la chaqueta varias veces. Pero lo más desconcertante es el lugar. Cuando llegó era una ruina: los restos del edificio del siglo XIX que recién habían terminado de demoler. Sus escombros no se parecían en nada a los que se había acostumbrado a ver en Libia durante la guerra contra Khadafi. Aquí las paredes no eran blancas sino de ladrillo y madera, y tenían por dentro capas de aislante amarillo, gases de olores desconocidos, un polvo que se comportaba de manera totalmente distinta en este país tan húmedo. Cuando comenzó la construcción se trataba de cavar un enorme agujero en el suelo de roca gris, un cubo de nada ruidosa rodeado por sus cuatro lados por partes de enormes torres silenciosas donde se reflejaban las nubes color salmón del crepúsculo y, cuando caía la noche, veía a la gente trabajar en sus cubículos iluminados. 

Su misión es descender, más y más. A medida que las máquinas rompen y remueven suelo, Ibrahim recorre con medidores de gas o de profundidad los caminos estriados que van tallando las orugas. Tiene que mirar todo con atención. 

Y entonces ocurre. Ha llovido durante la noche, el piso está húmedo y negro. Ibrahim distingue el brillo de lo que parece una bonita roca, tal vez de mineral de hierro. Se acuclilla para limpiarla y observarla. 

Es firme y delgada, triangular, con bordes filosos. Es una punta de flecha, de no más de una pulgada de largo. Conserva la breve península que se ajustaba a la rama bruñida con la que un arquero podía sujetarla. ¿Cómo llegó ahí? Mientras la examina, se acerca el supervisor. Ibrahim se la muestra. El hombre se inquieta. ¿Qué ha hecho él de malo? Nada, pero hay que reportarlo. Llamar a los arqueólogos. Es la ley. Lo que significa parar la obra: no pueden seguir hasta que los arqueólogos revisen el sitio y determinen si pueden continuar construyendo o no. 

Horas más tarde, Ibrahim tiene una idea. Antes de irse, se ofrece a ir a comprobar que el sitio donde halló la punta de flecha esté bien cubierto por el plástico que extendieron para protegerlo de la lluvia. Ibrahim se asegura de que nadie lo está viendo, se cuela debajo del plástico, y toma la punta de flecha. 

Esa noche toca el timbre del apartamento del tercer piso, encima del suyo, donde vive Jasmeen. El padre abre la puerta. Lo trata con cortesía porque sabe que es musulmán como ellos, pero Ibrahim sospecha que él ya escogió a un marido pakistaní para su hija, que nunca aceptaría entregársela a un magrebí. 

Jasmeen viene a recibirlo. Salen a fumar a la ruelle. Ella aún tiene puesto el uniforme de Tim Hortons bajo el abrigo. Ibrahim le deja la punta de flecha en una mano. Ella la mira un instante, sin curiosidad, y se la devuelve. Él intenta animarla con otro tema. Con una canción que le gusta en YouTube. Con un videojuego gratuito. Ella termina su cigarrillo y se despide. Solo quiere descansar. 

A la mañana siguiente, Ibrahim tira la punta de flecha bajo la cobertura de plástico.   

Los arqueólogos llegan al día siguiente. Tienden una retícula de cordeles y se dedican a cavar con un cuidado que resulta exasperante para los obreros. Al tercer día, les anuncian a todos, en presencia de los gerentes de la obra, que sospechan que son los vestigios de un poblado o un campamento indígena y que deben parar la obra por al menos dos semanas. Ibrahim siente que todos lo culpan a él, aunque nadie le ha dicho nada hasta ahora. Entonces el jefe de la constructora les dice que mantendrán al personal y que los obreros en entrenamiento, como Ibrahim, deben quedarse en el chantier para cuidarlo y asistir a los arqueólogos en lo que haga falta.

El trabajo de los arqueólogos termina en menos de un mes y de inmediato los jefes anuncian que la obra continuará. El anuncio es tan súbito que muchos obreros tardan en reincorporarse porque habían sido asignados temporalmente a otras obras de la misma constructora. Cuando Ibrahim le pregunta al supervisor por qué reinician los trabajos tan pronto, éste le dice, con aire conspiratorio, que algo habrán negociado para seguir adelante sin esperar el tiempo reglamentario.

Más de una semana después, en un día cálido, Ibrahim ve que alguien lo saluda desde la cerca del chantier. Es Jasmeen, y trae una bandeja con dos vasos de café. 

1577

El cazador siente una presencia tras él. Se agacha detrás de un arce y prepara la última flecha que le queda. Escucha un ruido, gira en torno al árbol y dispara hacia las sombras donde cree que algo se ha movido.

Silencio. Está solo. Sus compañeros lo han dejado atrás. Los enemigos parecen haberle perdido la pista.

Tal vez era un coyote lo que lo estuvo siguiendo en los últimos momentos, oliendo la sangre de los conejos que cuelgan de su cinturón. Como sea, ya no tiene caso averiguarlo. Lo único importante es irse de aquí.

Para un hombre como él, encontrar la salida del bosque no es ningún problema, creció aquí. Desciende la cuesta hacia el camino de agua pisando los lomos de las raíces para no hacer ruido sobre los lechos de hojas caídas y no tarda en llegar a la orilla, sin más sobresaltos. Le duele una herida superficial que le hizo una flecha enemiga en la pantorrilla durante la huida nocturna, pero está a salvo.

Mira por última vez el bosque a su espalda, con los colores del petirrojo, el maíz y la sangre que le ha dado el otoño. Había sido una gran isla para vivir, con buena leña y abundante en animales, muy bien comunicada con el resto de la región por sus vías de agua. Pero tal vez por todas estas ventajas terminó convirtiéndose en un lugar maldito: se fue vaciando de cacería y llenándose de enemigos de cabezas rapadas, pintados de negro y rojo, que estuvieron hostigando a su gente, sin descanso, desde el último invierno, y que hicieron inevitable la decisión de irse. 

Que esta isla y su montaña queden desiertas para siempre, piensa el cazador. Que la aldea que él y su gente acaban de evacuar sea la última. Que nadie venga después de ellos, sino los ciervos, los mapaches, los castores y los osos.

Lo esperan sus hermanos en la única canoa de su banda que faltaba por zarpar. Aborda de inmediato. Toma un poco de agua del río, haciendo un cuenco con sus manos, para lavarse la herida, y empuña su remo.  

Una escuadra de gansos que también abandona la región grazna sobre ellos, en lo alto. Su formación como una punta de flecha se refleja, ante los ojos del cazador, en la superficie del río. 

1871

Cuando se van los últimos invitados y su mujer se va a dormir, exhausta, William da las buenas noches y una buena propina a los empleados, y tranca bien la puerta hacia la calle principal y la puerta trasera. Ahora que ha terminado la fiesta y está solo en medio del salón del primer piso es que puede absorber la enormidad de lo que está pasando: se ha hecho construir un edificio de tres pisos más el sótano; atenderá a sus clientes en la primera planta, usará la segunda como depósito, y en la tercera planta vivirá con su mujer, y los hijos que, si Saint Patrick lo complace, habrán de venir pronto. 

Veinte años atrás, cuando llegó muerto de hambre en ese barco desde Cork, como el único sobreviviente de su familia devastada por la hambruna y la violencia del campo, no era capaz de concebir la vida que tiene hoy. Es un próspero mercader de pieles, casado con una muchacha católica hija de terratenientes francófonos, y es lo suficientemente joven y sano como para esperar todavía mucho de sí. Ha vivido veinte años muy intensos en Canadá y cuenta con que lo serán también los años de riqueza que espera tener por delante.

William pensaba en todo esto en la fiesta, mientras bebía cognac con sus clientes y los parientes de su esposa, cuando le vino un recuerdo y una idea. 

El recuerdo: esos dos años que pasó río Ottawa arriba, cuando vivió con los Algonquin y Corbeau Borgne le enseñó mucho de lo que sabe sobre cómo cazar, cómo despellejar las presas y cómo conservar las pieles. William aprendió luego cómo traerlas intactas a Montreal en las canoas, y cómo venderlas a los exportadores de la manera más provechosa, pero a eso no hubiera llegado sin haber vivido antes, junto a Corbeau Borgne, esas campañas de caza con los Algonquin, los conflictos con los franceses y los Mohawk, las negociaciones con los ingleses y los muchos trucos del trampero y el voyageur. Sobre todo, Corbeau Borgne le enseñó a sobrevivir, cuando los dos salieron apenas vivos de aquella escaramuza con unos invasores de Ohio, William con una cuchillada en un costado, y el cazador indígena con el balazo en un ojo que le trajo su apodo.

La idea: lo que se dispone a hacer ahora, antes de disfrutar de su primera noche en casa. Sube al depósito. Busca detrás de los bultos de pieles de castor, de marta y de zorro un viejo cofre de madera y hierro. Baja al sótano y suelta un tablón del piso, cerca de la caja fuerte y lejos de la estufa. Con un cuchillo cava una estrecha sima, de más o menos un pie de profundidad, en el suelo negro. Abre el cofre que trajo consigo y extrae de él una pipa, una bala y una punta de flecha. Es la pipa de Corbeau Borgne, la bala que le sacaron del ojo, y la punta de la flecha con la que mató al virginiano que le disparó.

William no olvida que cuando su madre agonizaba, allá en Irlanda, le pidió que la recordara siempre, igual que a sus hermanos y a su padre. Poco antes de morir de la peste, Corbeau Borgne lo llamó para entregarle esa bala, esa pipa y esa punta de flecha. No le pidió que guardara esas cosas para recordarlo, sino como una ofrenda. Entierra eso, le dijo el viejo, en el lugar donde pienses que tu largo viaje ha terminado. 

William introduce en el hueco la pipa, la bala y la punta de flecha, y lo vuelve a cubrir de tierra. Clava el tablón en su lugar y sube a su habitación. Esa noche, sueña que muchos años después su casa nueva es arrancada entera del suelo y arrojada al río, con él y su mujer dentro, y que luego otros extranjeros como él dejan en el suelo la pipa de Corbeau Borgne pero se llevan la bala y la punta de flecha, sonriendo como quien halla un tesoro invaluable, para usarlos en una guerra remota. 

William despierta con una desazón que no puede explicar y el dolor de cabeza que atribuye a la bebida del día anterior. La casa huele a madera de arce recién trabajada, a alcohol, a tabaco y a sudor. Las pieles están a salvo en su depósito. Su esposa duerme en paz. Todo está bien. Nadie los sacará de allí. Su historia de travesías y combates ha terminado para él, piensa William. Otra comienza ahora. 

William abre una ventana. El nuevo día ilumina las calles de tierra, llenas de gente buscando agua o vendiendo leche y leña, del barrio que apenas ha comenzado a brotar alrededor de su casa. No tiene dudas: finalmente han llegado los buenos tiempos. ➳

Rafael Osío Cabrices

Rafael Osío Cabrices (Caracas, Venezuela, 1973). Es periodista y autor. Vive en Montreal y trabaja como editor jefe de Cinco8.com y CaracasChronicles.com. Ha publicado, entre otros, los libros de crónica Salitre en el corazón (2003), El horizonte encendido (2006), La vida sigue (2008) y Apuntes bajo el aguacero (2013). La publicación de su primer novela está prevista para 2022.  

https://twitter.com/osiocabrices
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