Raíz diversa en dos tiempos
I
La ceiba rota
Hay árboles que gritan. La ceiba del jardín de mi apartamento era una escandalosa de primera línea. No solo ella gritaba. Gritaban las guacharacas desde las seis de la mañana, en sus ramas tan densas de hojas y algodones que no dejaban ver los animales. Su sombra era ideal para echarse a desayunar o gastar el tiempo; ambas nos hacíamos compañía.
Entiendo por qué mis vecinos odiaban mi árbol. Su grueso tallo, lleno de puyas, solo era un abreboca que anticipaba el tamaño de sus raíces, que se extendían hasta el borde de la colina y amenazaban con reventar el suelo. Sus ramas altas, ruidosas, tapaban la mejor vista de la ciudad. Las encontraba tan encantadoras que olvidaba lo que cubrían. La ceiba y su escándalo era lo único que los jardineros y paisajistas no habían podido domar en el cuidado jardín del edificio. Ni a ella ni a las guacharacas madrugadoras.
Sobrevivió intacta veintitrés temporadas de lluvia. Cuando terminaban, se volvía más frondosa, más rebelde. Casi me alcanzaba en edad. Un año, los aguaceros me tomaron lejos de casa y mis vecinos reportaron que la ceiba se estaba yendo por el borde del barranco. La tierra ya no soportaba su peso. Amenazaba con caer sobre una carretera que bajaba hacia el centro de la ciudad. No tuvieron más remedio, dijeron, que cortarla hasta dejarle un tallo de no más de cuarenta centímetros. No estuve presente en la mutilación.
Si hizo un estruendo al caer, no lo sé. Y si lo hizo, solo fue para darle paso al silencio de su nuevo paisaje. Solo me llegaron algunas imágenes de la vista que se había descubierto ante todos: al fondo, una ciudad en un valle y en el centro, el tronco roto de mi ceiba. Lo vi dispuesto a secarse en los siguientes seis meses de sequía, allí, en el jardín desolado. No pude sino guardarle luto. Dejé de ir a echarme en parques, dejé de caminar por avenidas verdes. Me encerré un poco más de lo normal en un apartamento que ni siquiera tenía una ventana exterior, absolutamente quieto. Ni pensar en un par de guacharacas revoloteando cerca. De hecho, creo que esa palabra solo existe allá, donde crecen las ceibas.
No he pisado aquella casa desde el suceso. Incluso puedo decir que ya me había acostumbrado a no pensar en la ceiba, a las ventanas sin jardines. Hace unos días, mientras cenaba, creí oír un murmullo. Mi vecino de aquel lugar me escribió para reclamarme que mi ceiba estaba echando raíces de nuevo. Otra vez le había levantado el piso. La misma ceiba que hacía dos años mandaron a talar porque mi jardín no la contenía y paraba el tráfico de la calle Suapure. Empecé a sentir algo raro en el estómago. Algo brotaba de ahí y me gritaba en todo el cuerpo. Me saqué el cinturón porque me apretaba y me quité los aretes porque me crecía óxido en las orejas. Lloré un poco y fue como si me regara. Es imposible contener una ceiba, como es imposible contenerse entera dentro de un cuerpo. De pronto, también a mí se me comenzaban a levantar los adoquines.
I
El nacimiento
Cerró los ojos un poco mareado. Se sintió incapaz de identificar qué era sueño y qué era verdad. Tenía que tocarse el ombligo como si hubiera un escalador perdido en el fondo y tuviera que llevarlo a la cima del Tepuy con sus dedos. Bordeándolo, la piel se sentía suave y tensa bajo la selva. Pensó que nunca antes se había limpiado el ombligo. De hecho, no tenía recuerdo de habérselo tocado a consciencia en ningún momento de su vida. Se sentía como algo ajeno; algo prohibido e impúdico.
Poco a poco introdujo el dedo hacia el centro de su cuerpo. Dibujaba círculos que descendían con ligereza produciéndole pequeños escalofríos de vez en cuando. Cuando se le erizaba la piel se detenía para disfrutar del clima, una tempestad de agua tibia que lo regaba. En un momento no pudo descender más. No fue, para su sorpresa, porque había llegado al fondo, sino porque su dedo había chocado con una piedra sólida y fría. La pudo sacar con ayuda del pulgar, y la lanzó hacia los pies de la cama. Entonces volvió a introducir el dedo y sintió otro bulto. Era tierra compactada, que se deshizo cuando intentó sacarla, impregnándolo todo de humedad. Se angustió: era imposible que tantas cosas cupieran en un espacio tan pequeño como su ombligo. Tuvo que levantarse de la cama y sacudir toda la tierra. Salía imparable del centro de su cuerpo. Olía a abono. El cuarto se inundaba. Se vio obligado a sentarse encima de la tierra y buscar algo a lo que aferrarse, igual que al otro lado del mundo un buque a la deriva en el mar Caspio buscaba un puerto para anclar.
Cuando pensó que se había detenido la hemorragia de tierra, quiso comprobar que el ombligo ya estuviera vacío. Ahora había algo más firme adentro. Se dobló sobre sí mismo para ver si lograba identificar lo que tenía y allí la encontró: una ramita verde, minúscula y frágil. Intentó atajarla con sus dedos en forma de pinzas, pero no logró apretarla. Tuvo el instinto de pujar, de pujar con el ombligo hacia fuera, a punto de parir una tripa. Logró que la ramita verde creciera un poco más. Le ardió la piel dando paso a las estrías.
En ese momento la pudo tomar por la punta y haló de ella. Quince, treinta, cincuenta centímetros. Un metro. La ramita seguía saliendo y se metía entre la tierra. Le quemaba, pero no podía detenerla. Reptaba apropiándose del espacio de ese cuarto prestado. Cada vez se hacía más grande y más oscura. Dejó de ser escuálida. Con una violencia voraz se transformó en tallo. El espacio ya no le era suficiente para crecer. El ombligo se convirtió en una grieta que daba vértigo mirar. Lo partía en dos. No tenía fondo. El tallo se apropió de la piel de su abdomen y se mezcló con la corteza del árbol en esa habitación que ya no le era ajena.
El tallo se ensanchaba y lo empujaba, se hundía en el fondo de la tierra. Comprendió que cientos de árboles habían sido talados solo para que ella pudiera salir; para que su rostro se enganchara de las ramas que crecían con furia hacia el techo y se repartiera en todas las hojas, que se abrieron de golpe como los ojos de Argos frente a Hera. Sintió la sacudidas del viento. En la base, sus brazos y piernas se entrelazaron con la tierra, porosas, se aferraron al suelo, bebiendo sin boca. No supo qué árbol era. No logró verlo. Estaba adentro con ella.