Casa de sordos

Taylor Deas Melesh

El eclipse de luna de la noche anterior disipó el cielo y ahondó los silencios. Los cenzontles y las tórtolas que usualmente cazan gusanos o caracoles en ciernes entre las jardineras del garaje y el jardín trasero no están ahí. Tampoco los colibríes que aletean incesantes frente al cansado cristal de la cocina. La temporada de lluvias está lejos de acabar y aun así no ha caído una sola gota en toda la tarde. Incluso Cascabel, el inquieto perro mestizo, mezcla de labrador y cocker spaniel, experto en escarbar todo tipo de hoyos al lado de las azaleas y los alcatraces, yace dormido sobre el pasto, apenas se le ve respirar, parece muerto. 

—Es que tu papá no hace caso, nunca lo ha hecho, así cómo se va a curar. Fuma y fuma, come todo lo que quiere. No duerme, no me deja dormir. Me grita aquí, me grita allá, que haga esto, que le traiga aquello, que le cambie el pañal, que le prepare otro café. Todas las noches es lo mismo. Me grita incesante, me insulta, me persigue, aun cuando está dormido, porque yo no duermo. Y es que yo no puedo, ya no puedo. Estoy cansada, no tengo fuerzas. ¡Me va a matar!

Ella no deja de dar vueltas a uno y otro lado de la habitación. Sus ojos de un azul profundo y seductor, como el Pacífico, están vacíos. Su mirada, tan falta de dirección como su andar. Lleva días así, semanas, meses, ¿años?

No tengo que ir a misa todos los días para estar cerca de Dios. No tengo que hacer lo que ellos me dicen. Es un hipócrita. Yo no soy lesbiana, no soy una puta, él lo que quiere es violarme. Además de todo no estoy loca. No lo estoy. Por qué me tengo que tomar una pastilla si yo estoy bien. No estoy enferma. No me pueden internar en un hospital. No deben, no quieren. No quiero. 

Acarrea sesenta años, pero aparenta muchos más. La cicatriz en la frente, herencia de cuando el hijo, de niño, le propinó aquel golpe. Las manos callosas, con sendas heridas abiertas a los lados de las uñas descuidadas. Manos de venas saltadas y piel seca. Las piernas pintadas de várices, extremidades carnosas y traslúcidas. El sistema nervioso trastocado por la adolescencia de electrochoques y la adultez de ansiolíticos y antidepresivos. Las ojeras de múltiples noches en vela, atrapada en sus pensamientos, en sus miedos, en sus recuerdos, en su inseguridad, en el silencio.

—En verdad, me da mucho coraje. Nunca debí haber dejado mi trabajo. Me puedo ir de la casa con una mano adelante y la otra atrás. Nunca debí haber dejado de ser independiente. Ya no puedo, entiéndanme, por favor. Además, tu hermana me grita y tu tío también. Las muchachas no me obedecen. Nadie me tiene respeto. Nadie me tiene respeto.

El timbre de la calle suena por tercera vez, estridente, pero para todos los habitantes de aquella casa, presentes o ausentes, resulta tan silente como la muerte.

—¡Contesta, mujer, por favor! ¡Contesta, ve a ver quién es! ¿Es la comida o el doctor? ¡Te estoy hablando! ¿Qué? ¿No me escuchas? ¡Con una chingada! —grita con una voz desgarrada por el cansancio, desde su cama, que ahora hace las veces de oficina, lugar de esparcimiento y hasta baño. Grita inútilmente, nadie, quizá desde hace mucho, lo escucha tampoco a él.

Ella inmutable, ante él, ante la casa, ante el desfile de gente, lo mismo enfermeras que jardineros y cuidadores, que desde hace ya tiempo se pasean como dueños y señores del lugar. Indiferente, sobre todo, ante sí misma. Son cuarenta años de estar juntos, sin realmente estarlo. Él con sus jornadas interminables en la oficina que se extendían hasta los sábados, con su adicción al alcohol, con sus gritos e insultos, con sus golpes, con su desprecio, con sus diáfanas aventuras sexuales, con su mundo aparte de este mundo, con su mujer y sus hijos, pero sin ellos. Ella encerrada entre cuatro paredes que con las décadas se ensancharon y decoraron de oropel, pero que no dejaron de ser prisión. Víctima de sus hijos, de su cabeza, del temor, del rechazo, de las oportunidades perdidas, de la soledad, de esa terrible, perenne y húmeda soledad…

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Adquiere La primera noción del exilio ahora

Diego Gómez Pickering

Diego Gómez Pickering (México D.F., México, 1977) Es autor de la novela La foto del recuerdo (2006); de los libros de crónicas Los jueves en Nairobi (2010), La primavera de Damasco (2013), calificado por la crítica especializada como uno de los mejores libros del año en México y Diario de Londres (2019); y de la colección de cuentos Un mundo de historias (2017). Su libro más reciente es Cartas de Nueva York, crónicas desde la tumba del imperio (2020). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al suajili, al árabe y al ruso.

https://twitter.com/gomezpickering
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