La angustia de las influencias

Stanislav Kondratiev

Esta escena transcurrió por última vez ante mis ojos hará unos diez años, y aunque parezca extraída de una novela histórica juro que fue real. Librería. Interior. En algún momento del día, en horario laboral. Se abre la puerta y un hombre se acerca con paso vacilante a la caja del negocio. Allí lo espera un librero. El sujeto busca algo en el bolsillo. ¿Estará por asaltar el local? ¿Por qué busca la billetera si aún no es momento de pagar? Extrae de algún lugar recóndito un pedazo de papel. Se trata de un recorte. Puede que sea una de esas personas que, aquejadas por alguna dolencia o enfermedad de nacimiento, se vea impedida de hablar, y entonces exigirá una ayuda, algún dinero, con una leyenda que apele a la conmiseración del librero. Pero de repente el personaje se manifiesta. Habla. Dice: «Estoy buscando este libro». Se trata de un pedazo de periódico donde hay impresa una reseña que habla de un libro que nuestro protagonista leyó atentamente y luego, convencido por el énfasis del texto, la argumentación del reseñista, la glosa del argumento, recortó a mano o con tijera y guardó con celo para cuando llegara el momento de hacer una visita a la librería. Lo que usted acaba de leer, insisto, sucedió en la vida real, en algún momento de fines del siglo XX o principios del siglo XXI en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Y ya no sucede ni probablemente vuelva a suceder.

Si la tecnología del libro es, como la de la rueda o el tenedor, una de las más perfectas que se inventaron, y es por eso que año tras año los intentos de suplantar los volúmenes impresos en papel por dispositivos electrónicos cada vez más sofisticados fracasan, lo cierto es que la manera en que los lectores llegan a tomar contacto con esos artefactos hechos de pulpa, tinta y cartón ha variado de forma radical. Y como periodista y crítico literario no puedo dejar de pensar en la dinámica de la circulación tanto del objeto libro como de los discursos que promueven su existencia y difusión. Para decirlo de una forma más sencilla: ¿quién habla de libros y literatura hoy? ¿Dónde? ¿A quiénes escuchan los compradores de obras de ficción y ensayo (dejemos prudentemente fuera de este artículo a las disciplinas que utilizan el soporte del libro para difundir contenido de otro tipo)? ¿Por quiénes se dejan seducir para seleccionar sus próximas lecturas? ¿A quiénes escuchan los hijos y los nietos del hombre del recorte periodístico del primer párrafo?

El lector atento habrá notado que esta serie de preguntas tiene un leve carácter retórico, y que infiere que los discursos periodísticos tradicionales y, sobre todo, los de la crítica literaria especializada o académica han perdido en buena medida su protagonismo. Creo que no hace falta trazar un recorrido pormenorizado por la historia de la crisis del periodismo escrito, que ya lleva unos veinte años, para darnos cuenta de que algo de eso sucede y no parece haber vuelta atrás. Al menos en la Argentina estamos hablando del ocaso o la clausura de una modalidad de comunicación que tiene por lo menos un siglo y medio, y nació con los primeros periódicos, a fines del siglo XIX. Y desde principios del XX, con la llegada masiva de la inmigración y el desarrollo urbano, aquellos diarios, que llegaron a vender cientos de miles de ejemplares por día, fueron los que tradicionalmente cumplieron la tarea de informar en un sentido amplio, y también en el específicamente cultural y literario. Dentro de ellos existían críticos, escritores y periodistas que leían, reseñaban, recomendaban, difundían los libros que se podían y que había que leer. Fueron los primeros prescriptores de lectura para un público de masas.

Esa manera de informarse sobre las novedades literarias tuvo su edad dorada entre las décadas del 40 y la del 70 en la Argentina, proceso interrumpido por la dictadura militar (1976-1983) luego del cual en los tardíos 80 y mediados de los 90 emergieron algunas continuidades menos centrales. Estamos hablando de al menos cuatro décadas de revistas y publicaciones literarias, a las que se sumaban los suplementos culturales y literarios de los periódicos más conocidos. Espacios de discusión estética y órganos de información que sirvieron como núcleos de confluencia de autores y de escuelas de pensamiento. Menciono solo algunos: Sur, Los Libros, Contorno, El ojo mocho, Punto de vista; y los suplementos de La Nación, Clarín, La Opinión, La Prensa, Página/12. Una tradición, insisto, perdida casi por completo en nuestros días. Desaparecidas las revistas literarias en papel, ¿quiénes leen los pocos suplementos culturales que sobreviven en los diarios hoy en día, más allá de los agentes de prensa de las editoriales, muy pocos escritores, los mismos periodistas que los hacen, algún que otro lector ya entrado en años? La sensación es que su influencia ha mermado hasta casi desaparecer. ¿Dónde se ha trasladado el discurso de las revistas y las publicaciones especializadas? Algunas, muy pocas, sobreviven en rincones aislados de la web. A veces es un remanso leerlos, pero no cumplen el papel de seducir a aquel «lector común» del que hablaba Virginia Woolf. El resto se refugia en las aulas y las cátedras de la universidad pública y si tiene suerte experimentará, con los años, su circulación en formato diferido: como libro de ensayo o material de referencia. Pero no será el que determine la compra del lector que visita librerías, una o dos veces al mes, en busca de una novela o un libro de poesía.

Podríamos preguntarnos si lo que ha desaparecido no es, a esta altura, la necesidad de una voz autorizada, si no hemos llegado a la emancipación del gusto del lector. Creo, desgraciadamente, que no. El lector que entabla una relación habitual y fluida con los libros, aquel que lo lleva en el bolso de mano, que tiene siempre uno en la mesa de luz, aquel para el que la lectura es una actividad cotidiana tiene, en nuestro tiempo, al menos tres problemas. El primero, que su tiempo es escaso. Ninguno de nosotros tendrá la más mínima posibilidad de leer todos los libros que desee leer en la vida. Eso obliga a tomar la decisión de qué leer y qué dejar de lado. El segundo es el dinero: desde hace ya algunos años el libro es un objeto caro para el bolsillo promedio, y a no ser que se frecuenten bibliotecas públicas o librerías de saldo, más vale pensar muy bien antes de comprar. Por último, la oferta de títulos, que es excesiva: se publica mucho, demasiados libros, mayormente malos o intrascendentes. ¿Cómo elegir qué leer entre la marea de novedades que abruma todos los meses? Aún tomando los pocos libros buenos que aparecen, la cantidad de títulos nuevos es enorme. 

¿Qué puede hacer un lector frente a estos tres dilemas? Algunos eligen solos y asumen el riesgo. Pero la mayoría busca un guía, una referencia, alguien que le ofrezca herramientas para decidir mejor. Para decirlo en términos actuales: intentan encontrar una palabra autorizada, una opinión en la que confiar, y se dejan convencer por esa opinión con la que tienen afinidad; es decir, se dejan «influenciar».

Volvemos entonces a las preguntas del comienzo: ¿quién le habla sobre libros a los lectores hoy? ¿Dónde buscan esos lectores esta referencia calificada que los oriente a la hora de decidir qué leer?

Creo que una minoría de entendidos, tal vez los lectores más entrenados, utilizan como guía a los libreros de sus espacios favoritos, con los que conversan, comparten gustos, discuten, intercambian opiniones. También a los sellos editoriales. Aquellos que en los años 90 compraban lo que les ofrecían los lomos amarillos o grises de la editorial Anagrama, por ejemplo, hoy deciden con la misma confianza entre lo que publican sellos como La Bestia Equilátera, Entropía, Godot, Mardulce, Acantilado, Nórdica o Periférica, por mencionar apenas unos pocos.

Creo también que una buena cantidad se entrega mansamente a la fría dictadura de los algoritmos: leen los resúmenes de Wikipedia o Google Reads, de MercadoLibre, de Amazon y tienen tal vez dos o tres primeras experiencias satisfactorias para después caer en la sucesión de fracasos a la que Netflix nos tiene tan acostumbrados. Así, por cada House of Cards, consumen decenas de libros malos, con la dificultad añadida de que uno no puede ir a reclamarle a un algoritmo: solo dejar un comentario indignado como catarsis por haber malgastado tiempo y dinero.

Finalmente, en los últimos cinco o diez años nos encontramos con el surgimiento de plataformas digitales y redes sociales cuyo uso adoptaron primero los más jóvenes, para después popularizarse. Fue lo que pasó con Youtube y los Booktubers y es lo que pasa hoy con Instagram y los Bookstagrammers, y quizá hasta con TikTok (aunque mi edad no me habilita a frecuentar esos meandros), todos agentes que podemos agrupar bajo el confuso denominador de «influencers». 

¿Por qué el término «influencer» tiene de por sí una carga peyorativa? ¿Es solo por ser una palabra decididamente poco elegante? Porque si nos atenemos al efecto o a las consecuencias, cualquier persona que ejerce una influencia sobre otro podría ser designado como un «influencer». Bastaría, en ese caso, con sostener que alguien es «una persona influyente». ¿Y acaso no existe una serie de oficios y profesiones que consisten en moldear el gusto de los demás, en seducir mediante argumentos a un público determinado? Dentro del terreno de la literatura: ¿no convierte eso a escritores, críticos literarios, profesores universitarios, columnistas y periodistas culturales en individuos influyentes dentro de su propio campo, es decir en «influencers»?

¿Qué otra cosa eran, por ejemplo, las colecciones literarias populares que desde principios del siglo XX se vendían en Buenos Aires por centavos en los kioscos de diarios callejeros para un público masivo? ¿Qué otra cosa sino guías de lectura que uno iba a buscar voluntariamente eran los volúmenes del Círculo de Lectores de Bruguera, o los del Centro Editor de América Latina de las décadas del 60 y 70 que agotaban tiradas de cientos de miles de ejemplares? Detrás de esas ediciones había críticos y profesores que diseñaban programas de lectura. ¿No eran acaso esos comités editoriales algo así como «influencers»? ¿Y las colecciones de literatura policial que dirigían Jorge Luis Borges y Bioy Casares para Emecé, o la de novela negra que confeccionó Ricardo Piglia? ¿No estaban orientando y sugiriendo lecturas, no estaban moldeando e influyendo para bien el gusto de miles de lectores? 


Creo incluso que después de convertirse en una celebridad literaria en todo el mundo, lo que sucedió después del Premio Formentor de 1961 que compartió con Samuel Beckett, Borges fue el mayor influencer literario en lengua castellana…

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Maximiliano Tomas

Maximiliano Tomas (Buenos Aires, Argentina, 1975). Periodista y crítico literario. Estudió Historia, tiene un Máster en Periodismo por la Universidad de Barcelona/Columbia y ejerce la docencia. Sus textos aparecieron en medios de la Argentina, España, Suiza, México, Colombia y Bolivia. Editó libros como “La joven guardia. Nueva narrativa argentina” y “La Argentina crónica. Historias reales de un país al límite”. Recibió una beca de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), que creó Gabriel García Márquez. Dirigió el suplemento de Cultura del diario Perfil entre 2005 y 2012. Desde entonces se dedica a la gestión cultural y a la crítica literaria, y es el responsable del Área de Letras del Centro Cultural San Martín. (Cortesía La Nación)

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