Los cipreses
Et fortasse cupressum
scis simulare; quid hoc, si fractis enatat exspes
nauibus, aere dato qui pingitur? (1)
(1)«Tal vez sepas también dibujar un ciprés;
¿pero qué importa eso, si quien te ha encargado el cuadro
te pide que lo pintes a él nadando
desesperado después del naufragio?».
Horacio - Ars Poetica
Nadie tiene mayor potestad sobre la ciudad que el pájaro más gordo. Irremediablemente bajo, su vuelo rebelde tiene la altura ideal para captar los nuevos olores que comienzan a despertar, a la par que los obreros, en los barrios. Y sus ojos, más cómodos con la rutina que los ojos de ejemplares esbeltos y provechosos, detectan con mayor facilidad los rostros nuevos entre la multitud que aguarda el cambio de semáforo en las esquinas. Semejante al paseo que da cada noche la luna por ciertos lotes baldíos bajo su dominio, este vuelo tiene la función de confirmar que los determinantes de la belleza permanecen intactos, y que aquellos tránsitos que modifican enteramente una ciudad son solo escenas montadas para todos y para nadie, espectáculos para atender, emocionarse y luego regresar a casa. En esa nota de vigía del pájaro, en su conocimiento enciclopédico de cada piedra que conforma cada edificio que conforma la ciudad, en la curiosidad absoluta e intrascendente con que afronta las historias que, como en un cine, ve proyectadas en las ventanas ante las que se detiene un segundo a descansar: en eso es que reside su potestad urbana.
Hay historias que transcurren en habitaciones sin ventanas, pero no por ello vedadas al reporte de las aves. Se accede a ellas al cerrar los ojos e imaginar un suelo adecuado para las circunstancias. Así:
El suelo es un corrompido ajedrez de madera clara, propicio no a la batalla de las batallas, sino al baile en ciertas fiestas superficiales a las que se asiste casi por obligación. Las paredes imposibles de recordar: blancas, seguramente, relucientes, sostenidas por una franja de color pastel que cambiará cada determinado tiempo. Sobre aquel suelo, como haciéndole juego, un par de delicados zapatos de cuero marrón, probablemente nuevos, quizá demasiado cerca del muro.
—Disculpa, he visto que vienes mucho por aquí.
Kenny solo se atreve a hablarle hasta la cuarta o quinta vez que le ve allí, detenido frente a un cuadro bastante chillón según su gusto, pero de cierta popularidad, relativamente nuevo en la colección permanente (habrá sido adquirido unos cuantos años antes, en 1949 o poco después). Le mueve un impulso que, imagina, es el mismo que debe sentir la tierra húmeda cuando un rayo largamente anunciado cae en silencio sobre ella. Por sus maneras tímidas, por ese sentarse en la banca a esperar hasta que la sala quede casi vacía para aproximarse a estudiar la pintura, por la excesiva pero natural formalidad de su ropa, Kenny sabe que aquel hombre es extranjero.
Fernando asiente, súbitamente asustado. Intentar balbucear algo, una explicación, un chiste, un saludo: demostrar que habla un inglés aceptable y que, por lo tanto, no es ningún criminal. Se descubre acorralado por la misma enfermedad pasajera que, alrededor del mundo, provoca la muerte de un buen número de perros en las carreteras: la noche, los faros, un mareo frenético de pocos segundos en el que ocurre la catástrofe.
Si es extranjero, de dónde podría yo conocerle, se pregunta Kenny, enlistando los lugares que visita cada tanto: un azulejo transido de gotas, cierta tiniebla, nubes incapaces de encontrar una salida al verdadero cielo.
—Veo que te gusta la obra del holandés.
Fernando tarda en comprender el nuevo curso del río: por un instante imagina un barco antiguo balanceándose en el vaivén vomitivo del oleaje, el crujir de la madera que se parece tanto al de las grandes bestias, camino de las Américas, siglo XVIII, las Antillas, negros y holandeses bajo el sol terrible. Hace unos meses, piratas en el cine.
—Lo siento, no sé…
—Van Gogh. Me refiero a Van Gogh —se apresura Kenny—: Se está volviendo muy popular.
El otro asiente:
—Sí. —Y como si tuviera miedo de no expresarse con claridad—: Me gusta. Me gusta mucho.
No ese mismo día, nunca un evento tan directamente derivado de las palabras apropiadas que recuerde a las siluetas que algunos dibujan con fichas de dominó cayendo una tras otra. Al día siguiente Kenny le distingue, un hombre ataviado como para gandulear por alguna playa del Mediterráneo (o, en el peor de los casos, de Florida), desde lejos, sentado en una de las mesas del café del ala americana y armado con el Times. Ha acabado su turno y tiene que apresurarse tres calles hasta la avenida Lexington para tomar el autobús y llegar apenas a la primera clase vespertina en el City College, pero sabe que ya no lo hará. El buen paso sobre el suelo resistente del museo se convierte en un andar como sin rumbo, de sábado por la tarde en el supermercado o de poner orden en la casa cuando no se quiere hacerlo.
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—Impresionante, ¿no es así? —dice Kenny minutos más tarde, señalando con la barbilla lo que en la ciudad viene a ser el horizonte.
Es la Quinta Avenida y, en una de sus orillas, los muros de piedra del parque con las copas de los árboles asomando plácidamente, aburridas en esas semanas que preceden cada año a los veranos.
—¿Quieres que hable más despacio?
—¿Qué? Oh, no, no… Entiendo lo que dices, pero no sé qué responder. Me pasa seguido desde que llegué: supongo que es el efecto que tiene la ciudad en los turistas.
Para este momento ya sabe que se llama Fernando, pero poco más.
La imagen más artificial que es posible hallar en el mundo es un puñado de árboles juntos, crecidos y llenos de desafío juvenil contra el cielo, tal vez acompañados de unos cuantos arbustos, especialmente si se trata de bayas. Nada de los excesos erigidos por el hombre. La explicación: hubo, en el principio negro de todo, el diseño de una disposición, el ansia de que las futuras criaturas interpretaran el signo con el mismo sentido con que lo había dibujado algún ser primigenio y se lograra así el nacimiento de los símbolos. Y aún más: hubo, en el azar que colocó las semillas del inicio, un expreso deseo por demás irrealizable: el de alcanzar, ya no fingir, la naturalidad. Y no hay mayor artificio que esta pretensión.
Caminan por senderos de pavimento negro, tratando de permanecer ajenos a la prisa con que el resto de los paseantes atraviesa Central Park: incluso las niñeras, porque rara vez las madres de los barrios aledaños, empujan los cochecitos con un sentido de urgencia que les deforma el rostro al tachonarlo de sonrojo, más pronto las abuelas. A Kenny no deja de sorprenderle su interlocutor: ha sido cuestión de, ante la duda, volver a mencionar a cierto pintor europeo y el otro no ha hecho más que las pausas necesarias para respirar. Se entiende: es un día caluroso y el bochorno de Manhattan. Es de estatura promedio (unas tres pulgadas menos que él) y tiene una barba del color de la madera trabajada para interiores, bastante tupida, que incita al tacto y que resalta el tono oliváceo de sus brazos descubiertos: también eso desconcierta a Kenny, su apariencia. Piensa que ha de ser francés, o tal vez hasta argentino, pues esa perpendicularidad de las mejillas, cree recordar que leyó en una revista de modas, es propia de dichas nacionalidades. Kenny todo lo sabe por las revistas.
Desde que entraron al parque, Fernando viene diciendo algo como:
Vincent pintó el cuadro a finales de junio de 1889, mientras estaba internado en un sanatorio a las afueras de Saint-Rémy-de-Provence. Se trata de un óleo sobre lienzo. Durante el año, poco menos, que pasó allí, los médicos le permitían trabajar en el exterior, aunque siempre bajo la supervisión de un guardia llamado Poulet, quien, por lo poco que sabemos, era amable con Van Gogh. Esta estancia en el sanatorio constituye el núcleo de su mito: cada tanto sufría arrebatos de violencia y apenas seis meses antes se había cortado un trozo de la oreja derecha para entregárselo a una prostituta en Arles.
Las obras producidas en esa época constituyen el intento más honesto de aceptar como propio y, por lo tanto, íntimo y bello, un mundo que nunca le ha mostrado más que hostilidad. Los entes naturales que retrata parecen llenos de viento, flamas o lenguas que se rebelan contra su condición de objetos: lo vívido de los colores utilizados sirve para fundir, en un puñado de trazos gruesos, forma y movimiento. La serie de los cipreses, incluyendo Noche estrellada, es notable por eso…
Sí, el cuadro mide 93 x 74 cm.
Allá afuera, en tierras donde la vida late con tanta fuerza en las sienes como en esa isla pantanosa, las dimensiones se miden en centímetros.
Hasta entonces, Kenny solo había escuchado oraciones hiladas de esa manera de boca de sus profesores de la universidad; pero, en vez de preguntarle su ocupación, se descubre diciendo, casi una acusación:
—¿De dónde eres?
—De Méjico.
—¿Y cómo es? —Tratando de no revelar que sus ideas sobre el sur son postales del desierto y de su flora, tratando de imprimir a sus palabras un tono de…
Fernando ríe.
—No… sé cómo describirlo. La ciudad de Méjico es bastante grande, aunque estoy seguro que no tanto como esta. Supongo que nuestros edificios son mucho más anticuados.
Y para no dar campo al silencio incómodo:
—Entonces hablas mejicano.
—¿Qué?
—Sí. Además del inglés, me refiero.
—No hay tal cosa como un idioma mejicano. Hablamos español.
—Ya veo. —Y avergonzado añade—: Tu inglés es realmente bueno.
—Gracias. Cuando era niño, en el colegio, tomé clases de inglés por muchos años.
Fernando baja la vista y juguetea con sus manos, repasa una y otra vez las palmas abiertas.
—Dime algo en español, creo que nunca lo he escuchado.
Fernando comienza a señalar cosas a su alrededor, pronunciando sus nombres con excesiva claridad: «banca», «farol», «niño», «cielo», «billetera», «zapato».
—¿Y tus padres? Quiero decir, ¿cómo se llaman?
—Mi padre se llama José, aunque todo el mundo le llama Pepe. Supongo que es como decirle Bill a aquellos que se llaman William.
—O Kenny, cuando mi nombre real es Kenneth. No recuerdo la última vez que alguien me llamó Kenneth. —Pausa—. ¿Y tu madre?
—Remedios.
Kenny ladea la cara, las cejas un arco débil. Fernando lo repite y ríe cuando el otro trata de pronunciarlo, deteniéndose con cuidado en la r fuerte del inicio.
—Ahora di ferrocarril.
—¿Qué?
—Ferrocarril.
Y la carcajada abierta, que empuja en un vaivén arriba abajo la cabeza y espanta a las palomas desprevenidas. El contagio: inevitable, de confianza destrabada.
—¿Qué significa?
—Railroad.
A unos pasos de ellos, dos niñas comienzan a arrebatarse una muñeca.
—No quiero parecer grosero, pero no pareces mejicano.
—¿Conoces a muchos mejicanos?
Kenny no quiere mencionar al hombre que atiende la botica a unas calles de su casa y, por lo que sabe, Juan, uno de sus compañeros de clase, bien podría ser puertorriqueño.
—Pues tú no tienes mucha pinta de guardia de seguridad.
—Supongo que no —reconoce—. En realidad es un trabajo temporal. Aunque he de decir que me gusta. El Metropolitano es un lugar increíble. Siempre me ha fascinado.
—¿Qué te gustaría hacer entonces?
—Estoy estudiando arquitectura.
Si el agua de las fuentes hablara, ¿qué nos diría?
Podría contar, sin duda, los anhelos más profundos de quienes meten la mano en su cuerpo cuando el sol está en su punto más alto y suspiran porque hay algo que no pueden decir. Relataría todas las maneras en que han muerto los pájaros que de cotidiano bebían en ella, y confesaría tal vez qué preguntas ha querido realizar desde siempre a las parejas que, por mucho que se buscan a lo largo y ancho del parque, no logran encontrarse. O incluso, después de este día, podría soltar un par de datos curiosos acerca de obras de arte que esperan aburridas en algún museo cercano, ajenas por completo a los sueños que despiertan en los hombres que las miran…