Prosas de calentamiento
Se trata de textos que podríamos llamar «secundarios», escritos de manera más o menos distraída para soltar la mano, estimular el ánimo e ir entrando (o volviendo) a los textos presuntamente importantes, a los llamados «proyectos» que suelen demandar disciplina y perseverancia. De más está decir que a veces los secundarios sobreviven a los primarios; a veces el compromiso o el control en la continuidad está puesto (sin que lo sepamos aún, o sabiéndolo pero poseídos por la necedad y la esperanza) no en lo rescatable sino en el desecho.
Eran los militares una especie de mimos. Actuaban como mimos. Colgaban puentes de estructuras de aire, y estos colapsaban con prisa y estruendo. Afirmaban que necesitaban de más tiempo, y ese tiempo ellos mismos se lo fueron fabricando. Llevaban armas pesadas y largas. Hacían como que disparaban. Las balas eran ciertas.
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Uno de ellos sintió que la ola siguiente los arrasaría, mientras el otro deseaba lo que hubiera más allá de las rocas. Pero era ya casi el anochecer, y en el mar las distancias engañan. La marea subía y al otro lado acechaba el manglar. Pudieron volver a tiempo, antes de la gran inundación. Pero uno de ellos se dejó más allá de las rocas. Uno de ellos no volvió.
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Pensaba en los cines como un lugar reconciliatorio. Solía visitar asiduamente los cines, y, cuando las luces en la sala se encendían (se hacía de día tras horas de captura), permanecía en la butaca observando a la gente desalojar a otro ritmo, como si esta atravesara una especie de resurrección, como si fueran ellas mismas la calle que las esperaba.
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Había desarrollado un argumento para todo, aunque a veces contestaba con un silencio seguido de un chasquido, y colgaba sin más. Eran argumentos pensados para evadir explicaciones, porque le hartaban las explicaciones a esa altura de la vida. ¿Salir? ¿Para qué? Decía que con una o dos veces bastaba, y a la esquina, a abastecerse. Parecía venir de la posguerra… Y a los amigos los «atendía» en la vereda, esos días que de milagro salía. Duraba lo mismo que la llamada telefónica. Pero en lugar del silencio y el chasquido, interrumpía diciendo que le hartaban los acaparadores.
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Abrió los ojos de golpe al aleteo en la oscuridad, pensando que a la muerte de su madre no llegaría a tiempo. Se tranquilizó pensando que nadie llega a tiempo a la muerte de nadie. Excepto la propia muerte. Pero ella viaja sola.
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Si había consenso por A, empezaba a oponerse secretamente, y su simpatía cambiaba de rumbo. Había en esa entrega casi incondicional una sospecha, que quizás no tuviera que ver estrictamente con la efectividad de la propaganda. Quizás fuera el indicio de parálisis, la ilusión de que se vislumbrase ahí —ahora sí— la solución verdadera… Le enervaba, por ejemplo, la respuesta inmediata, la frase que pasaba de boca en boca sin ser digerida, metabolizada… sacada de la circulación viciosa y sumergida en el triturador de la duda. En suma: sospechaba del consumo voluntario de la experiencia de lo actual; y eso, por supuesto, le traía problemas…