XVIII

Dietario de un reencuentro (I)

 

Plaza Mayor, Madrid

Salimos de la sombrerería La Favorita, donde me he comprado una chapela negra, de lana merino y de la marca Elosegui. Fue la primera que me ofreció el vendedor; me quedaba genial y estaba a muy buen precio. Llevaba ya mucho tiempo queriendo una boina típicamente española, pero en México es realmente raro encontrarlas. Intuyo que, de ahora en adelante y siempre que no pegue demasiado el sol, no me la voy a quitar cuando salga a la calle. Va a ser perfecta para ese clima de frío-calor y de lluvias sorpresivas de la capital mexicana. Será una suerte de símbolo anacrónico de identidad a mi regreso a México, pues allí no sé muy bien dónde he guardado yo la identidad. Weselina ha aprovechado para regalarme una gorra de Pichi, típicamente madrileña —esto sí que representa una más que clara identidad—, para que la luzca los 15 de mayo y los días en que barrunte una jornada intensa de nostalgia. Antes de pasar a la vieja tienda de sombreros, hemos estado en la Casa de la Panadería, sede, en su planta baja, de una de las oficinas tochas de turismo de Madrid. En la vida habíamos entrado aquí, y, al hacerlo, nos hemos sentido unos turistas apócrifos. Me cautivaron los souvenirs, de los que soy el más fetichista del mundo, especialmente unos peluches del Ratón Pérez, que aquí consagró Luis Coloma a finales del XIX; le quise comprar uno a Richi, pero intuí sabiamente que su alto coste me iba a doler en un futuro cuando el perro lo destrozara durante sus juegos. Aun así, me acerqué al largo mostrador y le pedí a un dependiente que me regalara, si no le importaba, todos los mapas culturales ilustrados que vi que tenían en exhibición: el Madrid del capitán Alatriste, el Madrid de san Isidro, el Madrid de Lola Flores (!), el Madrid de la Florida a la Casa de Campo y el Madrid de Antonio Palacios. No sé dónde meterme de lo feliz que estoy, de la emoción que me producen estos cachitos de Madrid que me voy a llevar a México. Pero también soy presa del desconcierto, pues ayer mismo aterrizamos, y todavía no sé qué nombre poner a mis emociones, a todo lo que estoy experimentando. Por lo pronto, esta plaza que siempre fue algo cotidiano, ahora la veo y la siento como algo exótico. ¿Qué palabras le pongo a esta sensación? Mientras lo intento adivinar, sin éxito, se nos acercan dos mujeres, intuimos que madre e hija. Nos dicen que son de Guadalajara, de la de México —«No nos libramos», le digo a Weselina con los ojos—, y nos preguntan si somos de aquí. «De aquí somos, sí», les contestamos, «aunque llevamos dos años y medio sin venir, y llegamos justo ayer». Las mujeres se ríen y les hace ilusión que les digamos que vivimos en Ciudad de México. Nos preguntan que cómo pueden llegar al Palacio Real. Por un momento siento que me enreda la pregunta, que no sé qué decirles, como si se me hubiera olvidado dónde está el Palacio Real, pero lo que realmente me está sucediendo es que estoy pensando en la mejor manera de llegar, en la menos turística, que tampoco es muy difícil, pues no se me ha olvidado que puede ser un auténtico jaleo tomar el arco de salida equivocado y no dar con la calle Mayor. No se me ha olvidado lo que es ser madrileño, aunque poco a poco vaya sintiendo que ya no lo soy. Les indicamos y las señoras de Jalisco nos lo agradecen. Weselina y yo nos sonreímos mutuamente, por la anécdota y porque estamos en Madrid.

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Autónoma de Madrid, Ciudad Universitaria de Cantoblanco

Cantoblanco, sin duda, era una visita obligada. En gran medida, gracias a esta universidad soy lo que soy, en lo profesional y en lo personal, y su campus ha sido para mí uno de mis hogares más queridos. Entré con dieciocho años como estudiante de filología y a los nueve años salí como doctor y profesor. Siempre pensé en Cantoblanco —nunca hemos dejado quienes allí estudiamos de usar la sinécdoque— como en aquella casa de la que hablaba Miguel Hernández en su «Canción última»: «Pintada, no vacía; / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias». Compruebo que todo sigue tal y como estaba cuando salí de aquí, allá por 2019, salvo algunas paredes, que lucen un azul más intenso, y algún que otro nuevo tabique. Cómo echo de menos el concepto de universidad que viví dentro de esta Facultad de Filosofía y Letras: la camaradería y la horizontalidad en el trato entre el alumnado, el profesorado, el personal administrativo y el personal de servicios, sin «ustedes», «doctor» o «doctora» de por medio —recordemos que en España solo se puede dar clase con un doctorado—; la venta de alcohol en las cafeterías, que permitía prolongar las jornadas y maridar lo académico con lo cotidiano y lo natural, y viceversa, y hacer de lo universitario una parte sosegada, hogareña y ordinaria de la vida; los espacios abiertos para el diálogo, de nuevo horizontal, donde el respeto a la educación terciaria provenía de la escucha, de la admiración, del trabajo, del rigor y de una entera predisposición por el aprendizaje —aunque a veces aquí la juventud se atravesaba—. El reencuentro con Cantoblanco me ha traído de golpe aquellas veces en las que, en México, se ha señalado, siempre de manera desafortunada y a veces interesada, mi manera distinta de operar en lo laboral y en lo académico. Y, claro, yo siempre pienso, orgullosamente, que aprendí a ser y estar en Cantoblanco de las mejores y de los mejores, y que para criticar hay que conocer. Las vistas del Guadarrama durante el trayecto en tren, ese Guadarrama de los óleos de Beruete y que ahora mi abuelo ve desde la terraza de su nueva casa, siguen igual. La Biblioteca de Humanidades sigue igual, con ese olor tan característico que para mí es el de todas las bibliotecas del mundo. Las letras oxidadas de «Facultad de Filosofía y Letras» y sus relieves siguen igual, aunque ahora dos pequeños carteles indican el nombre de quienes las diseñaron. Los camareros de la cafetería de Juanjo, dirigidos por Sergio, siguen igual, y hasta Nacho recuerda cómo tomaba yo siempre el café con leche. El largo pasillo de la facultad, la entrada a los módulos, los patios y las escaleras siguen igual —según mi padre, no han cambiado desde que él entró en la UAM, a principios de los ochenta—. Hasta sigue igual la Sala de Becarios, donde tanto tiempo pasé, con todos esos papeles que en su día yo mismo puse en los corchos: el soneto «anónimo» a la estatua de Avicena en el campus que salió realmente de mi mano, la fotografía de Bolaño y la imagen donde aparecemos Sergio Fernández, Weselina y yo con cara de mierda y sentados delante de la pizarra, donde escrito a tiza se puede leer: «PUTA TESIS». En la última planta del módulo IV, el de Filología Española, nos hemos encontrado con Luis Eguren, de quien aprendí lo que era la gramática generativa; le ha dicho a Weselina que se le nota el acento mexicano, no como a mí. Luego, hemos tomado el segundo café con leche de la mañana con Santiago Urbano Sánchez, quien me dio clases de Expresión Oral y Escrita —ahora somos nosotros los que impartimos esa materia, pero en México—. Hemos hablado del pasado y del futuro, de las pérdidas que ha tenido el departamento y de la enseñanza de la ortografía. Ante mi deseo de visitar la librería del campus, Santiago nos ha informado de que la han cerrado. Me ha cabreado muchísimo la noticia; no es oro todo lo que reluce. Ahora, en la rampa de hormigón de la cafetería de Juanjo, que siempre fue para nosotras y nosotros nuestra Academia de Atenas particular, departimos entre tercios y cigarrillos con los nuevos becarios predoctorales. Según escuchamos, han cambiado pocas cosas. Todo sigue igual por aquí menos Weselina y yo.  

Feria del Libro de Madrid, El Retiro

Con la tontería, llevamos cinco años sin pisar la Feria del Libro de Madrid. Cinco años. La hostia. Me esperaba verla muchísimo más cambiada: esa es la idea que me he hecho a lo largo de estos años cuando llegaba junio y leía y veía desde México las noticias y videos sobre ella, pero lo cierto es que, en esencia, apenas hay cambios. La misma voz del pasado continúa anunciando los nombres de las autoras y los autores acompañados del número de las respectivas casetas donde firmarán. El de Weselina no lo dicen —ahora mismo está firmando en la caseta de la librería La Imprenta su ensayo Las aves y las letras, que hemos visto impreso esta mañana por primera vez—, y creemos, bueno, sabemos fehacientemente que no lo hacen por el recelo que impone una correcta pronunciación de su nombre y de su único apellido. Que Weselina se tope con que no saben nombrarla no es algo exclusivo de México, sino que ya es algo universal —salvo en Polonia, claro—. Weselina está firmando y saludando a las amistades que han venido a verla, mientras yo me tomo justo enfrente una cerveza carísima con María Consuelo Altable, la editora de su ensayo —y también la editora de dos de mis libros de poemas— en una terraza de mesas y sillas rojas de plástico. Van llegando amigas y amigos, y se nos van uniendo a la mesa y a las cervezas: Paco Martín Blázquez, Rosa de Viña y Javier Adrada con su pareja Marina; Javier me firma su último poemario, Ensayo sobre una cebolla infinita, que he comprado esa misma mañana en la caseta de Pre-Textos. Chus y Alfredo, nuestros amigos y libreros de la ya desaparecida librería Burma, han pasado antes pero se fueron a dar una vuelta. Cuanta más gente llega, más me cuesta acomodar en las sillas libres y en el suelo las bolsas de papel repletas de nuestras compras mañaneras; María Consuelo me ayuda, viendo que, entre la emoción por estar allí y la imposición de la hospitalidad, la tarea me cuesta. Un poco menos de la mitad de uno de nuestros sueldos mexicanos es lo que se nos fue en libros por la mañana. Por un momento, al convertir los euros gastados a pesos mexicanos, nos subió a los rostros algo parecido al pánico o al horror, pero rápidamente nos convencimos de que habíamos hecho bien, sobre todo porque la mayoría de los libros que compramos, por no decir todos, iba a ser imposible encontrarlos en México o adquirirlos a ese precio. Cuántas listas habré hecho y deshecho desde allí de todas las novedades que deseaba comprar precisamente en este día. Una vez al año, o cada cinco años, no hace daño. No dejé de recordar a lo largo de la mañana que, hace unos diez o doce años, estando con mi abuelo en este mismo lugar, nos llamó la atención a los dos la figura de un anciano, un poco más joven que él, con una gran bolsa de cuero al hombro y una lista en su mano, que iba de caseta en caseta comprando libros de dos en dos o de cuatro en cuatro. Nos acercamos a uno de los puestos en los que estaba, más por escucharle que por ver lo que se vendía, y le oímos decir a un dependiente que él vivía en Bélgica y que aprovechaba siempre su viaje anual a España para comprar lo que allí no podía comprar. Lo más llamativo fue que mi abuelo creyó conocer a este señor de sus años como migrante en Alemania, concretamente de aquellos viajes que hizo con el sindicato donde militaba por numerosos países de Europa, incluidos la República Democrática Alemana y Checoslovaquia durante la Primavera de Praga. Me llegó mi abuelo a decir el nombre de aquel viejo emigrante, pero de eso ya no me acuerdo.

Metro entre Campamento y Plaza de España, Madrid

Comparado con el de Ciudad de México, el metro madrileño, que tanto me cautivaba en su día, es pequeño, estrecho y extremadamente lento. Pero este ejercicio de cogerlo —aquí puedo «coger el metro» sin buscarle al significado del verbo otras acepciones más jocosas— recupera de pronto su vieja naturalidad, y los sonidos, el plano y los carteles culturales (poemas de Rafael Cadenas, una lista de Spotify con cien canciones dedicadas a Madrid...) no son de repente tan ajenos como intuía que lo pudieran ser. Se va acostumbrando la mirada. Las sorpresas son otras.

Cerro del Tío Pío, distrito de Puente de Vallecas, Madrid

Cuántas veces desde México habré recreado estas vistas a partir de imágenes del pasado cada vez más difuminadas. Y aquí estamos de nuevo, compartiendo la mirada con la mirada más madrileña de todo Madrid. Y compruebo, feliz, que todo este paisaje sigue en su sitio, que Madrid no se ha ido a ningún lado. Pedro, el hijo de mi amigo Gonzalo Benito, que hasta hace un rato nos ha estado tomando fotografías, se ha ido ahora a jugar a unos columpios, aburrido seguramente de estar con tres adultos que se han quedado callados mirando el horizonte. El reencuentro con mi querido Gonzalo era uno de los más esperados, y más si ya sabíamos que este reencuentro se iba a producir en Vallecas, donde tanto hemos vivido. El recorrido hacia Las Tetas (el nombre popular que recibe este parque) no ha variado en absoluto de aquellos que hacíamos en el pasado, antes y durante la pandemia: sortear la Albufera y recorrer, siempre para arriba, las calles aledañas a la avenida, donde por casualidad nos hemos topado antes de llegar con el poeta Federico Ocaña y sus hijas. Todo sigue en su sitio, aunque los lugares se vuelven algo novedosos cuando se regresa a ellos después de tantos años: El Chascarrillo, donde hemos hecho la primera parada con Gonzalo, pues es su bar de cabecera; el mercado, lleno de personas con las camisetas del Rayo Vallecano; el kebab Zagros de comida kurda; el bulevar con su estatua de la abuela roquera; la fachada de Martínez de la Riva, 81... En unas horas nos iremos de Vallecas, pero nos resistimos a pensar o nos cuesta soberanamente asumir que ya no vivimos más aquí y que, a corto y mediano plazo, no lo haremos. Nos damos de bruces con todos los planes de futuro que hicimos sobre residir en este barrio; tantos deseos, tantos días venideros. Y Vallecas, además, es también para nosotros la puerta a México, nuestro Veracruz particular y transterrado —con razón Vallecas es puerto de mar—, pues este fue el último lugar que pisamos antes de arribar a Ciudad de México. Cuántas sensaciones, pasados y futuros inverosímiles contrastan de repente con esta imagen tan plena de la extensión de Madrid, con el Guadarrama al fondo. Sin duda, la gente tiene razón cuando afirma que este cielo es único. De Madrid al cielo, ¿o no?

Medina del Campo, provincia de Valladolid

Acodados en la barra del Continental, en la Plaza Mayor de Medina del Campo, nos tomamos dos cafés con leche y un picho enorme de tortilla antes de coger carretera y manta y continuar por nuestro camino en coche hacia el norte del país. Muy mexicamente le he dicho al camarero (camisa blanca, poco pelo, tez trasnochada): «Disculpe, además de los cafés, ¿le podría pedir un pincho de tortilla?», y él, muy españolamente, me ha contestado: «Me lo estás pidiendo ahora mismo». Estas salidas del español de España las he perdido por completo; me pasa lo mismo, allá en México, con el albur, que no identifico y que tampoco quiero lograr identificar. México y España, aquí, en Medina del Campo, se vuelven de repente territorios invisibles y desconocidos, por los que siento que paso como un turista. Pero la relación mexicano-española de esta villa no puede ser más mexicano-española: a unos pocos metros de esta barra de bar marmórea y apócrifa nació Bernal Díaz del Castillo, el cronista más cronista que tiene México. En fin. No sé cuántos años llevaba sin pisar Medina del Campo, capital castellana de las ferias europeas medievales. Antes venía aquí cada año, pues las cenizas de mi abuela Teodora, la madre de mi padre, descansan en el río Adaja a su paso por Calabazas, una pequeña pedanía de Olmedo, ya sabéis, donde el caballero, «la gala de Medina, / la flor de Olmedo». Aquella rama de mi familia paterna se mudó a Medina del Campo con la guerra, pues a mi bisabuelo, Adolfo Conde Molpeceres, militante de Izquierda Republicana y ferviente activista de la independencia municipal de Calabazas, unos vecinos falangistas lo denunciaron por azañista y rojo, y lo encerraron en la prisión provisional de Medina, que se encontraba por entonces ni más ni menos en un edificio esquinero de la Plaza Mayor donde precisamente testó y murió Isabel la Católica, hoy en día museo. Aunque hoy me sienta el más turista de todos los turistas que hoy pisan Medina del Campo —aun así, creo que Weselina y yo somos sus únicos turistas—, algo de mí hay en estas tierras de frío nada indulgente y colores entre el granito y el otoño; Castilla, en definitiva. Al poco de llegar a Medina, hemos visitado el Castillo de la Mota y hemos recorrido la ahora diminuta calle Padilla, donde mi abuelo siempre compra lotería y donde se encuentra la pastelería-panadería C. Martín, que ya mi abuela, de niña, visitaba. He descubierto una placa reciente en la que fue la estrecha fachada de un hotel: en ella se recuerda que allí pernoctó Federico García Lorca el 20 de octubre de 1916 «en su segundo viaje de estudios». Cerca de ahí, en la misma calle, un escudo nobiliario nos ha salido al paso, cuyo lema decía: «Ni el rey oficio ni el papa beneficio». Weselina se ha tomado una foto con él. Hemos dados algunas vueltas por la Plaza Mayor mientras disfrutábamos de unos dulces de almendra recubiertos de chocolate que para mí han sido como una magdalena de Proust. Un perro que se paseaba a sí mismo, indiferente a los llamados de su dueña, nos ha recordado a Richi. En la oficina de turismo, a la que nunca entré en mis anteriores visitas a esta villa, nos han regalado bastantes folletos al escuchar mi historia familiar. Siempre quise pasar algunos días con sus noches en Medina del Campo y escribir sobre ella, pero ese periplo, cada vez más quimérico, tendrá que esperar. Tal vez en otra vida.

O Cebreiro, provincia de Lugo

Cuando planeamos este viaje por Galicia allá por febrero o por marzo, no contábamos con que nos fuéramos a topar en todo momento con el Camino de Santiago; de hecho, no teníamos conciencia alguna de que íbamos a compartir ruta e intereses con el llamado Camino francés. Primero, nos lo topamos en Vega de Valcarce, donde hacemos noche, que yo creía que iba a ser un pueblo con cuatro casas al lado de la carretera, que lo es, sí, pero no creía que fuera a estar dentro de un valle, con un río sonoroso que es el ruido más intenso de todo aquel paraje y con un castillo al fondo, en las montañas, que se confunde, y se pierde, con las copas de los árboles. Y ahora aquí tenemos este gran imaginario, con el que me encuentro por primera vez en mi vida: las flechas amarillas, la fiesta de las botas y los palos, las conchas de las vieiras, las cruces de Santiago y una enorme extranjería. Me dice Weselina, y nos reímos, que está viendo aquí en este momento más personas extranjeras juntas que en todos los años que llevamos viviendo en Ciudad de México, y razón no le falta. Hemos entrado en una tienda de souvenirs y hemos comprado algunas cosas (un pin, un imán, una postal con la receta de las filloas y una concha nacarada para hacer un collar) con una vaga sensación de falsedad, pues sentíamos que todos estos souvenirs estaban destinados únicamente a aquellas personas que hacen el Camino. Luego, hemos visitado el santuario, donde hemos hallado una paz extraña pero reconfortante, internacional y local al mismo tiempo. Un cáliz, que juraría haber visto en algún otro lugar, presidía el sagrario; ¿sería otro de los muchos santos griales que tiene España? No vamos a tardar en irnos porque a Weselina le ha sobrevenido un nuevo ataque de alergia; algo de la flora gallega le afecta, pero no identificamos el qué. Me siento en la base de un crucero a escribir estas líneas. Ahora Weselina contempla a un peregrino francés en bicicleta que está intentando que un anciano lugareño le entienda y le explique cómo llegar a tal sitio. El anciano, como buen español que desconoce las lenguas que se hablan más allá de nuestra península, le habla en español, pero a gritos. Es un topicazo decir que los españoles gritamos en nuestra lengua cuando nos enfrentamos a una lengua extranjera, creyendo que así nos van a entender, pero aquí estamos, viviendo en directo los tópicos. El francés ahora está mirando fijamente a Weselina, en quien posiblemente identifique a una compatriota —los rasgos eslavos de Weselina se ven desde lejos—, con cara de pánico y demandando auxilio.

 

Puerto de Viveiro, provincia de Lugo

Estas aguas negras y sucias son las que se tragaron la vida de nuestro amigo Sergio Fernández Moreno. Está nublado y hace frío, y son como las once de la mañana. Hace un rato he recitado un poema de Gelman, titulado «Paco», porque pareciera que el argentino escribió lo para Sergio. De pie, sobre el lugar en que deducimos que ocurrió el accidente, hemos llorado unas lágrimas viejas que llevaban un año agazapadas en algún lugar de nuestros ojos, de nuestro desconcierto y de nuestras tristezas, ya sempiternas. Algún que otro tipo en bicicleta recorre el muelle. Un coche de la Guardia Civil está aparcado, sin nadie dentro. Qué sitio más feo para morirse. Qué puto sitio más feo este, pues en él se murió nuestro amigo Sergio. A la gente le gustará venir aquí a veranear, ahora que las costas gallegas crean una alucinada fascinación entre el resto de los habitantes de España, especialmente por la gente de Madrid. Pero ahora a nosotros dos nos parece el sitio más feo, horrible y espantoso de todo el mundo. Qué puta mierda. Ni un puto noray, ni una puta cadena que impida que los coches aparcados aquí se precipiten sobre el agua. Decidimos no ver el pueblo, el famoso Viveiro; para qué. Y nos vamos.

Praza do Obradoiro, Santiago de Compostela, provincia de A Coruña

Igual que García Lorca cuando fue a otro Santiago, algo lejos de Galicia, nosotros también hemos llegado a Santiago en un coche negro (el Citroën de mi madre). Vamos a entrar ahora a ver el Pórtico de la Gloria, sobre el que hemos comprado un libro turístico. Luego nos espera Juan Jimeno para comer, quien nos está alojando en su casa de A Coruña y que trabaja aquí, en Santiago de Compostela, haciendo fichas sobre libros de gallego en gallego. Peregrinos, peregrinos y más peregrinos. Un Parador hermosísimo, el de los Reyes Católicos. Y una plaza, la del Obradoiro, mucho más pequeña de lo que pensé. Weselina me comenta que su abuelo siempre quiso conocer estos lugares. Aquí tenemos el centro de algo, uno de los pilares de nuestro mundo cristiano; y no somos muy conscientes de ello ahora que estamos fumando a un costado de la plaza, frente al rectorado de la universidad.

Santiago de Compostela

Nos traen los cafés, y aprovecho la sobremesa y las protocolarias idas y venidas al baño para sacar la libreta. Juan atinó con el lugar para comer (el bar al que suelen ir los de su trabajo), después de pasar por mil y un sitios buscando opciones vegetarianas para Weselina. Me va a costar olvidarme de ese excelente raxo al ajillo y de esas espectaculares croquetas de grelos con piñones; un manjar, vamos, y a un precio extraordinariamente asequible. Santiago de Compostela es mucho más pequeño que lo que imaginaba; tiene algo de aldea, como dice Juan. Una aldea con un Pórtico de la Gloria, una lluvia meona que se ha pasado de rosca al querer ser niebla y un chingo de peregrinos: esa es la imagen que me llevaré de este Santiago gallego, el primus inter pares de todos los Santiagos del mundo. También me llevo de esta ciudad los paseos con Juan, que es un apasionado cicerone como hay pocos. Antes de encontrarnos con él, hemos visitado la librería Follas Novas —el chiste se completa con otra librería de la ciudad, pero esta vez de viejo, que se llama Follas Vellas, «hojas viejas»—, donde nos habremos tirado hora y media en silencio, mirando idiotizados los estantes y con algo de resignación ansiosa, pues no podíamos llevarnos a México toda la librería. El librero que nos ha cobrado los seis libros que al final hemos decidido comprar —ay, el bolsillo— nos ha hablado de su relación con México.

Muxía, provincia de A Coruña

Hace un viento espantoso que quiere llevarse mi chapela y nuestras ganas de seguir aquí, en los alrededores del Santuario de la Virgen de la Barca. No sé cómo soy capaz de escribir. Como ya vimos en San Andrés de Teixido, de los techos del templo cuelgan maquetas de barcos, que se mezclan con las imaginerías y los retablos comidos por la sal. Un imaginario marinero nos inunda los ojos, y más cuando esta mañana hemos estado en el cabo Vilán, visitando el faro; allí el viento era todavía peor. Acantilados, el mar rompiéndose contra las rocas, la desolación de la costa, la fantasía de la llegada a tierra, la Costa da Morte. En Muxía, donde hemos parado para comer —comí una ración de raxo enorme que me dejé a la mitad, previniendo una más que posible colitis, y Weselina, unos cien o doscientos pimientos de padrón con patatas fritas—, hemos podido apreciar las características arquitectónicas de lo que Juan nos decía que su madre llamaba el «feísmo gallego». En una tienda de encajes, artesanía típica de por acá, una señora nos ha contado en gallego que un tío suyo migró a México hace la hostia de años; ante las dificultades de llegar a la capital, el tío en cuestión se quedó en Veracruz trabajando en una finca, donde dejó embarazada a la hija del patrón, con la que luego tuvo, cuando ya se tranquilizó la telenovela, más y más hijos. La anciana, muy orgullosa, nos decía que uno de sus hermanos pudo localizar a sus primos gallego-jarochos hace algún tiempo, y desde entonces mantienen el contacto, o eso entendimos, porque el gallego a veces cuesta. Es curioso cómo no pocas personas con quienes nos estamos parando a hablar a lo largo de este viaje tienen su historia particular con México.

A Coruña, centro de la ciudad

El crucero de turno nos ofrece unas escaleras donde sentarnos a descansar, pues llevamos un buen rato paseando. Juan, Ariana y Mónica Martín, una vieja amiga de los tiempos de Cantoblanco con quien nos hemos reencontrado en este viaje, charlan con Weselina. Detrás de nosotros, la Colegiata de Santa María del Campo con su pórtico románico y su rosetón, que ya anuncia el gótico. Delante, la casa Cornide, que en la actualidad sigue perteneciendo a la familia Franco. Tócate los cojones. Hace un rato, ha llegado un grupo de turistas con su guía correspondiente, y la guía [nos] ha explicado que la familia Franco tiene la obligación de abrir unos días a la semana el pazo al público, pero que no lo hace. Tócate de nuevo los cojones. Para colmo, vemos que gente entra en el edificio, pero no para hacer una visita turística. Si tuviera que escribir aquí todo lo que nos han enseñado los amigos gallegos, me vería en la obligación de separarme del variopinto grupo que hemos armado y quedarme en estas escaleras a pasar la noche. La casa de doña Emilia Pardo Bazán, cerrada por obras; la Iglesia de Santiago, a la que logramos entrar; el primer Zara; las librerías Berbiriana y El Baúl de los Recuerdos, protagonistas de muchas historias que nos relatan, a veces entre susurros, Juan y Ari; el cementerio de la ciudad, donde pudimos ver las tumbas de Manuel Murguía y Wenceslao Fernández Flórez; la Torre de Hércules; la Playa de Riazor convertida en un botellodromo durante la noche de San Juan; algunas plazas escondidas y silenciosas cuyo nombre he olvidado; la cervecería de Estrella Galicia, que me provocó una nostalgia tremenda al rememorar de golpe tantas tardes con amigas y amigos en los bares; la universidad, cuyas vistas panorámicas de la ría se complementaron con una terapéutica conversación con Mónica; la tienda de Sargadelos, que desbordó los deseos de Weselina; la antigua fábrica de tabacos que aparece en La Tribuna; el restaurante a un costado de la Plaza de María Pita al que nos invitó indirectamente mi padre para agradecerle a Juan por la cafetera que le vendió hace año y pico... En la única tienda de souvenirs que he encontrado en toda la ciudad, he comprado unas postales con la inocente intención de pegarlas en las páginas de esta libreta y recordar así en el futuro estos días que están siendo realmente hermosos. Lo único doloroso —ya mis acompañantes se levantan de las escaleras para seguir con el paseo... «¡Dadme un minuto!», les pido, y me pongo también a pensar en mis amigos Marcela y Matías, en cuya casa de Aluche nos hemos quedado y nos quedaremos en Madrid— va a ser regresar a México y que se vuelva de repente imposible la posibilidad de escribirle a Juan un día cualquiera para tomar esa misma tarde o quizá mañana una cerveza y pasarnos el rato charlando, riendo y disfrutando de la amistad, la camaradería, la complicidad.

En alguna gasolinera de la A-6 entre Arévalo y Madrid, provincia de Ávila

Madrid, Medina del Campo, Vega de Valcarce, O Cebreiro, playa de Las Catedrales, Ribadeo, San Martiño de Mondoñedo, Viveiro, San Andrés de Teixido, A Coruña, Santiago de Compostela, Fragas do Eume, Betanzos, cabo Vilán, Muxía, Santa Eulalia de Bóveda, Lugo, Parador de Monforte de Lemos, Las Médulas, Ponferrada y Astorga, y después Madrid y Polonia.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.