XIX
Dietario de un reencuentro (II)

Saudoso já deste verão que vejo
Ricardo Reis
Mysłowice, Voivodato de Silesia, Polonia
Una de las mejores series que he visto en estos últimos años, que son todos, los casi cuatro, mexicanos, ha sido En la ciénaga, en Netflix: una ficción policial polaca que, con sus tres temporadas, bien podría concebirse como una crónica de la transición que vivió Polonia desde los últimos años del socialismo hasta un aparente consolidado capitalismo, concretamente en una zona que siempre hemos intuido que es la natural de Weselina, Alta Silesia. Un noir excelente el de esta serie, pero excelente, cuya diégesis me resultaba aún más atractiva al descubrir Weselina constantemente en ella lugares reconocibles de su educación sentimental. Uno de los espacios que se presenta como un leitmotiv de En la ciénaga a lo largo de todas sus temporadases el hotel Centrum, un lugar cuya realidad está precisamente en Katowice, esa ciudad donde nació Wese y que fue siempre para ella el espacio metropolitano —y tolerante— que el pueblo donde se crio y vivió sus primeros veinte años, Mysłowice, nunca alcanzó a ser. Ahora caigo en que hace cinco años, la última vez que estuve en Polonia, me tomé una cerveza enfrente justo de dicho hotel sin saber que era el ficticio hotel Centrum, y que en los días venideros podré repetir este momento pero siendo ya consciente de lo que es realidad y lo que es ficción. Podré tomarme, como un buen fan, una foto delante de la entrada del hotel y sentirme así como esos policías socialistas y desencantados de la serie, con anhelos rotos y ojeras sempiternas. Podré, aprovechando que estoy Katowice, pasear con Weselina y que ella me lleve por los que fueron sus espacios —que ahora son también míos aunque sin serlo, pues nuestra variopinta unidad familiar me hace a mí algo polaco y a ella, algo española, sin tener en cuenta, lo cual lo agita todo aún más, que no vivimos ni aquí ni allí, en España, sino allende los mares—, así como a aquellos lugares que considere que pueden hacerme sentir el más turista de los turistas que en esos momentos recorre la Silesia minera y la Silesia de mi mujer, que es la que más disfruto de conocer. Podré volver a visitar, a propósito de esto último, el Museo de Silesia, que está dentro de una antigua mina, y comprar todos los souvenirs que se me antojen en su tienda, y también podría visitar por fin Auschwitz; de hecho, mi suegra ya ha comprado las entradas para que vayamos los tres. Podré compartir con Weselina, con sus amistades polacas y con mi familia política el buen sabor que traen siempre los reencuentros, así como el transcurso de lo cotidiano en el interior de un bloque de viviendas socialista. Podré disfrutar de la cultura de mi compañera de vida, de la sabrosísima gastronomía polaca que es uno de los pilares de su nostalgia —y ahora también de la mía—: kluski, pierogi, zapiekanka, schabowy, kabanosy, oscypek y pączki, así como la pizza polaca, con su salsa de ajo y su masa gruesa. Podré despejarme, ay, despejar la cabeza..., pues el paisaje eslavo no deja de ser, aunque algo un poco propio, también algo prestado y ajeno y que siempre voy a mirar con ojos de novedad. Podré, bueno..., mejor dicho, podría llevar a cabo todo aquello si finalmente hubiera ido a Polonia tal y como Weselina y yo teníamos planeado, pero no ha sido así, y más que hablar desde Polonia pienso en Polonia desde Aluche, desde la casa de Marcela y Matías... En este sentido... Un momento...
Mysłowice, Voivodato de Silesia, Polonia Barrio de Aluche, Madrid
Ahora. Ya. Una disculpa. Lo que ha sucedido es que me ha salido, justo el día antes de viajar a Polonia, una buena oportunidad de cara a mi futuro laboral (un concurso a una plaza de literatura española que llevaba muchísimo tiempo esperando) que no puedo desaprovechar y, aunque finalmente esta oportunidad no me vaya a salir —pero esto aún no lo sé en los momentos en que escribo estas líneas; ya en septiembre o en octubre sabré que habré quedado segundo en el concurso—, he decidido renunciar a mis vuelos a Polonia y quedarme en Madrid preparando todo lo requerido para el concurso en el piso de mis amigos, que justo se van de vacaciones, y de este modo pasarme quince días yendo y viniendo de acá para allá —de biblioteca pública en biblioteca pública—, escribiendo, leyendo y pensando qué hago aquí y no en Polonia, o qué hace Weselina en Polonia y no aquí, o por qué hace tanto calor durante estos veranos mesetarios, o cómo era esto de estar solo en Madrid, aunque no estoy tan solo, pues Borges y Luna, dos gatos argentinos, concretamente cordobeses, me hacen compañía. —Aquí el inciso es pertinente: Marcela y Matías le pusieron Borges a Borges porque, además de argentino, es gato es ciego—. Esta soledad no tan sola gracias a los maullidos repentinos de los gatos me ha proporcionado, además de una rutina de trabajo, la visita a algunos barrios madrileños a los que antes, cuando vivía aquí, no solía ir nunca; nuevos espacios de repente a los que acudo para buscar libros concretos en sus bibliotecas. Durante esos paseos, que también han ido acompañados de unas buenas dosis de metro, me daba por pensar en algunos de mis amigos del pasado, como en Chapa, por ejemplo, pues intuía que por esas calles viven ahora; viejas amistades perdidas —qué doloroso escribir «perdidas»— de las cuales no tengo noticia alguna. También, esta extraordinaria situación me permite descubrir este Aluche tan nuevo para mí, y quedarme embobado con los bloques de pisos de ladrillo, las tiendas de los chinos, los vendedores ambulantes de melones y sandías, el acento de todas las personas con las que me cruzo por la calle —se me hace extrañísimo que mi variante del español sea la predominante— o los distintos kebabs a los que estoy yendo a cenar de una manera un tanto obsesiva. Se me había olvidado este paisaje tan españolamente cotidiano, y en estos días, a pesar de los pesares, lo estoy intentando exprimir, pues lo echo tantísimo de menos desde México. Ayer, al terminar la jornada, me acerqué a la librería Santander, que es la librería de barrio de Marcela y Matías, y compré La ternura, de Paula Ducay; la primera parte de Mil ojos esconde la noche, de Juan Manuel de Prada, y 14 de abril, de Paco Cerdà, libro que llevo un año y medio esperando a que un barco me lo traiga a la librería El Desastre, allá en Ciudad de México, sin éxito. Además de saciar todos los antojos procedentes del mundo del kebab durante mis comidas y cenas, también estoy comiendo como si me hubieran prohibido —bueno, es que en México estos alimentos son prohibitivos por su precio— lomo embuchado, queso curado, fuet de la marca Casa Tarradellas y toda una nutrida variedad de patatas fritas et al. que allí son imposibles de encontrar. Aun así, cuando amanece, cuando anochece o cuando paseo mi soledad por mi añorado Madrid pienso que otros amaneceres, otros anocheceres y otros paseos tendría que estar viviendo durante estos días de julio. No obstante, la comunidad polaca de Aluche es una de las más grandes de Madrid, y no puedo decir que no estoy escuchando polaco, todo lo contrario.
Madrid, centro de la ciudad
Todo este presente parece que sucede sin mí. Esta esquina de Montera con Gran Vía que contemplo apoyado en una farola mientras fumo. Rara vez fumo sin hacer nada, salvo cuando me asomo a la ventana de mi casa, allá en México, y el cigarrillo es sinónimo de pausa entre algunas cosas. Curioso que esta sea de las primeras veces en las que me detengo a mirar Madrid por unos minutos, ese Madrid tantísimas veces recreado durante los dos años y medio anteriores a este momento. Miro Madrid como quien mira una postal, o como si me encontrara hojeando desde mi escritorio defeño la versión digital de la revista eme21mag, que emite mensualmente la ciudad de Madrid y que en estos últimos meses me ha dado por descargar y devorar, como si la realidad madrileña fuera solo literatura. Delante de mí, uno de los costados del edificio de la Telefónica, el que hace esquina con Fuencarral, y más próximos a mi figura, la esquina de otro edificio —donde se sitúa el famoso McDonald's de esta zona—, que parece recién construido, por lo limpio y lo turístico, y la nueva ¿construcción? que sirve como uno de los accesos al metro de Gran Vía —¿cuándo fue la última vez que vi esta estación en funcionamiento?—. Más tarde, ya en México, descubriré que ese templete —así se llama— es una recreación del original de 1920 que ideó el arquitecto Antonio Palacios —el del mapa—; no recuerdo si en mi último viaje a Madrid, en diciembre de 2021, ya estaba allí. Llevo la mitad del cigarro y pienso que han vuelto Madrid excesivamente turístico y alfonsino, como si la República nunca hubiera existido. Esta es la postal que he decidido mirar, que vivo ahora y que fotografío con el celular para que no se me olvide, y estoy aquí, sí, pero descubro que realmente estoy —vuelvo a estar— dentro la nostalgia, pues todo esto ya no me pertenece. Las largas calles del centro de la Ciudad de México me han arrebatado Madrid, este presente: ahora solo puede comparar estas vistas con aquellas.
Barrio de Aluche, Madrid
Se me ocurre un verso, un eneasílabo: «Madrid, de días prolongados». Y lo escribo en la libreta de tapas negras, cuyo grosor ha aumentado de un modo incómodo al haberle pegado a sus páginas numerosas postales compradas durante nuestro viaje por el norte del país. Lo escribo igualmente en el cuaderno que compré en la catedral de Astorga, con un detalle del arcón de Carrizo en la cubierta, donde tomo notas para el concurso de la plaza. No sé por qué escribo ahí esa coma entre el sustantivo y el genitivo, quizá para marcar una pausa que no necesariamente exige un signo de puntación, pues la sintaxis habla por sí sola, pero decido dejar ahí la coma. Caigo en la cuenta de que no he escrito nada de poesía desde que aterricé en España. Desconozco que, a mi regreso, no voy a parar de hacerlo. Quizás este puede ser el verso inicial sobre un poema que trate de estos anocheceres madrileños a las diez de la noche, tan inusuales de repente para mí; de esas noches luminosas con gente todavía en la calle y niños corriendo por los parques sin ningún tipo de preocupación o peligro —algo impensable en México—; de cenas tardísimas; de tiempos que se van sin darnos cuenta. Esto sí que me ralla mazo, pues en México no lo tengo y se me había olvidado por completo la dicha que producía: calles larguísimas y peatonales atestadas de terrazas y de gente disfrutando de una cena casual y de unos dobles de cerveza o de un tinto de verano; el gusto de verse uno rodeado de gente que se ríe y grita sin preocuparse por llamar o no la atención, o, dada la notoria oferta, de poder quedar sin planificar nada con las amistades, como hice el otro día con Antonio Antequera, que nos escribimos y me llevó a ver su nuevo piso en Usera, que tiene unas vistas «que parecen un Antonio López», me decía Antonio orgullosísimo, y luego improvisamos y fuimos a tomar algo por aquí y por allá. Cómo echaba de menos esto, tan español: improvisar con los amigos y las amigas, e ir de bar en bar, pues bares por acá nunca faltan. Vuelvo a escribir el verso en la libreta, por ver si el poema arranca. «Madrid, de días prolongados». Pero no. No sale nada. Mejor que escribir sobre los días tan largos que me ofrece Madrid, pienso, es salir a la calle y directamente vivirlos.
Palomeras Bajas, Madrid
Pienso lo que quiero escribir porque escribir no puedo. Salto y bailo y grito y me río como hace cuatro o cinco años que no hacía. La música revienta la noche, pero con naturalidad, como si la noche fuera para eso. Había olvidado cómo eran por aquí las fiestas de los pueblos y de los barrios. Un poco de cerveza me moja la mano; luego la tendré pegajosa. ¿Cuánto hace que no bebía un mini de cerveza? A uno o dos metros, Gonzalo Benito salta y baila y grita y se ríe. Me pongo la gorra de Pichi aunque esté en julio en Madrid —lo digo por el calor y la pertinencia—: quiero sentirme madrileño. Gonzalo me grita, me está gritando: «¡Parpusa!». Qué pedo y qué felicidad.
Cercanías entre Valdelasfuentes y Atocha, Periferia-Madrid
Les vengo diciendo a mis padres durante estos días que yo ya he cubierto en esta vida todos los trayectos en tren posibles entre Periferia (el espacio original) y Madrid. Estos viajes de ahora, que parecen propios de alguien que vive aquí, hacen que me sienta un turista por mi propio pasado, o un peregrino por mi propia patria. La cuestión es que en Periferia viven mis padres y he de ir allí siempre no solo a visitar lo que he sido, sino a visitarlos a ellos; y el tedio del viaje, de las esperas de un cuarto de hora en el andén o de la media hora que constituye el trayecto, es un tedio ya viejo, la verdad, un sentimiento arqueológico, una postal deslucida y rota por las esquinas como de otra vida, pues ahora estos viajes en los trenes de Cercanías para ver a mis padres son algo posible, algo que puede suceder y que ciertamente sucede, algo que se puede vivir y que efectivamente se vive, cuando en México estas son realidades absolutamente imposibles. Por eso regreso alegre de Periferia, no solo hoy, que tomé unos dobles con mi padre en una terraza de Marqués de la Valdavia o comí con mi madre en su Vips preferido, sino también en las tardes-noches de esta semana, donde mis idas y venidas a Periferia han sido diarias. Vivir con mis padres sin distancia, aunque la distancia sea una espada de Damocles, y estar en sus casas con ellos de sobremesa, visitar la vieja casa del abuelo en Reyes Católicos y su nueva casa con vistas al Guadarrama, revisar la biblioteca en cajas divida en varios trasteros, ir a comprar a los centros comerciales periféricos, visitar el cementerio, comer en los restaurantes del pasado —aunque el Riazor, el de comida coruñesa, haya cerrado por jubilación— está siendo una dicha como hay pocas. Si algo de identidad propia he podido hallar en este viaje, sin duda gran parte de ella se cimienta en estos ratos pasados con mi madre y con mi padre.
Café Gijón, Madrid
Weselina y yo ahora mismo dentro del Café Gijón, rodeados de ácaros, un pedazo de la historia de España y retratos de Umbral y de Cela. Madrid, horrible de calor: 37º, pero no tan horrible, porque es Madrid. Detrás de la ventana, Recoletos, y algo más adelante se puede intuir la Biblioteca Nacional con sus pegatinas a la entrada, sus fichas color rosa, sus retratos de los premios Cervantes, las horas y horas allí transcurridas, el absoluto desconocimiento de cuándo la volveremos a visitar. Café con leche y, obviamente, vasos con hielo para refrescarlo. Ya vamos sintiendo ganas de regresar a nuestra casa en Ciudad de México. Quién nos iba a decir, sobre todo a mí, que desde Madrid íbamos a tener nostalgia de aquello que ahora es allende pero que en estos casi cuatro últimos años fue aquende. Yo necesitaba volver aquí, a Madrid, para calmar las nostalgias y ver que Madrid, como le dije antes de ayer a Weselina, sigue estando en Madrid, que no se ha ido a ningún sitio, que no se vino conmigo a México. El Madrid que tengo allí lo he levantado desde la nada. Lo he ido cincelando con el pasado y el futuro, nunca con el presente, aunque siempre el presente está en el pasado y en el futuro; es más —y ahora por fin lo entiendo, y me arrellano aún más en la silla de madera—: el presente madrileño es pasado y es también futuro, pero no puede ser como tal presente, pues, aunque ahora esté aquí, no estuve ni estaré en Madrid dentro de una circunstancia donde el momento, el momento o el instante mismo, se explique y se llene de significados de lo que fue y lo que será durante su propio transcurso. La migración ha roto con esta cronología que debiera de ser natural, pero hace ya casi cuatro años que dejó de serlo. El presente, ese presente tan eliotiano, se ha esfumado, se ha ido, ha desparecido, y ahora es cuando yo me estoy enterando de todo. Aquí estoy, pero estoy más pendiente de lo que viví aquí y de lo que no viviré aquí que de lo que vivo ahora mismo aquí. El presente que se desarrolla en el lugar original para quien migra es como un libro, pues los libros, sobre todo los pendientes de leer, eligen caprichosamente su momento, y su tiempo es un tiempo fuera del tiempo, impredecible, sorpresivo; su presente, en esencia, es literatura. Si bien este momento, este ahora mismo en el Café Gijón con Weselina es algo completamente trastocado, no por ello no está siendo hermoso, aunque añoremos México, lo cual es comprensible: allí está nuestra casa, allí están nuestras rutinas, allí está nuestro perro. Ha pasado el dichoso tiempo y México se ha convertido en nuestro hogar. Antes de venir por aquí, hemos estado en la nueva sede de la librería Antonio Machado en Chueca. Weselina me ha comprado allí unas crónicas de viajes por Galitzia y algunas zonas aledañas, y yo me he hecho con el donjuán de Torrente Ballester y Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano. Me ha sorprendido, aunque ya lo venía rumiando, que yo no siento lo que sentía hace años cuando entraba en las librerías españolas: ahora me dan igual, veo que no tienen ya nada que ver conmigo y, si compro algo, sé que no me lo voy a llevar directamente a casa, sino que va primero a una maleta o a una caja de cartón, y eso es tristísimo. Me he desarraigado por completo de las librerías de España. «Quizá porque ya no existe Burma», me ha dicho Weselina. Posiblemente, lo que me esté sucediendo es que, al estar en España, donde empecé a soñar con ellos, sigo queriendo buscar y comprar aquellos «libros imposibles», como si, sabiendo que en México no los voy a encontrar nunca, aquí tal vez sí que lo vaya a ver en las mesas de novedades o apretados entre más libros dentro de alguna balda de alguna estantería, pero tampoco... Puede ser eso. Yo creo que sí.
Calle de los Desamparados, 5, Segovia
Estamos en Segovia pero no pienso en Segovia. En Segovia ya pensaré cuando esté en México, y pensaré en todo lo que hemos descubierto hoy de esta ciudad, como la tumba de san Juan de la Cruz o nuevos lugares de la judería, pero no lo pienso ahora que estoy precisamente en Segovia. Así funciona. Estamos delante de uno de los lugares que más me ha apasionado siempre (la residencia segoviana de Antonio Machado), pero me da por pensar en mi amiga Ana, que es segoviana, y en su hermano Juan, a quienes tanto quiero —y pienso al mismo tiempo que no veré actuar a Juan en Luces de bohemia cuando se estrene en el Español—, pero no pienso en que Ana es segoviana, sino en que está embarazada y también en que mi amiga Marcela está embarazada y también en que mi amiga Pili está a su vez embarazada, y que van a tener unos niños preciosos que seguramente vaya a conocer cuando tengan uno o dos años. ¿Esto es migrar: ser para estos niños venideros el amigo de sus padres que vive en México? En este mismo viaje he conocido a mi sobrino Leo, el hijo de mi primo Mario, que ya tiene casi un año. Para este niño seguramente sea el tío Sergio, el que vive en México, al igual que para tanta gente soy ya el hijo, el amigo, el colega o el conocido que vive en México.
Madrid, centro de la ciudad
Antojos de hoy: museos madrileños que nunca visitamos cuando vivíamos aquí (los dos), un bocadillo de jamón y queso por 3,50 € en el Museo del Jamón (yo), un vestido en Natura (Weselina), la azotea del Círculo de Bellas Artes (los dos de nuevo) y un Madrid extendido como una alfombra cuyo precio pareciera que no podemos afrontar. Madrid, Madrid, Madrid, en México se piensa mucho en ti. Aun así, la luz ha atardecido para nosotros sobre la fachada del Prado, donde unas lonas de publicidad muestran fragmentos de la Vista del jardín de la Villa Medici de Roma con la estatua de Ariadna, de Velázquez.
Aeropuerto Internacional Leonardo da Vinci, Fiumicino, Italia
Como todo viaje transatlántico que pretende ser barato, nos ha tocado hacer escala, esta vez en la periferia romana, y una señora escala de nueve horas. Nos consuela al menos que, a falta de visitar Roma, visitamos su aeropuerto. Si fuéramos a Roma, podríamos acudir a esa exposición de Giotto que anuncian unas enormes pantallas, o podríamos fantasear con un viaje más largo, quizá de meses, al estilo de Santos Solís, durante el cual dejaríamos de mirar Italia con el exotismo y el romanticismo propios de los extranjeros y nos encontraríamos una realidad nueva, un cóctel de anécdotas, pintura, arqueología y literatura, y yo dentro de esa fantasía fantasearía al mismo tiempo con escribir algo parecido a Sepulcro en Tarquinia. Pero nos conformamos con esta pequeña pantalla u horizonte de lo que puede ser Italia, donde podemos beber café italiano y cerveza italiana, comer pizza italiana, ver las ediciones de Sellerio Editore en las tiendas de revistas —busco L'apparato umano, de Jep Gambardella, pero nada, no lo encuentro; encuentro, en cambio, libros de Andrea Camilleri y traducciones de Marta Sanz y de Alicia Giménez Bartlett— y comprar souvenirs italianos, como un pequeño calendario para la nevera con imágenes de gatos y ruinas y una lata con relieves florentinos con no sé qué aperitivo de pan y aceite de oliva. Llevamos ya cuatro horas sentados en la misma fila de asientos desde que llegamos, y no nos movemos por el peso de nuestras mochilas y maletas de mano, pues hemos aprovechado hasta el último gramo. Es más: en cada uno de los bolsillos de mi forro polar he conseguir meter tres libros, ediciones de Alianza y Debolsillo, por lo que mi prenda de abrigo pesa unos cinco kilos, pero eso nadie lo sabe. Lo que me tiene inquieto es la mochila, que la llevo a rebosar, y cada dos por tres la aplasto hacia dentro para que su volumen aparente un peso menor a veinte kilos, que es lo que me pesa. Me he empecinado en meter en ella una carpeta que compré en el bazar chino de debajo de la casa de Marcela y Matías, de esas de cartón con gomas, tamaño A4, color morado-soberanía popular, inexistentes en México, que he llenado de papeles, folletos, postales, planos, etc. que he ido acumulando a lo largo de este último mes y medio por España. Tres kilos de carpeta. Dentro de esa carpeta tan típicamente española —de esto no nos percatamos hasta que salimos...— llevo mi rosario de cuentas de marfil. Weselina lee una novela japonesa: Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Kenzaburō Ōe; yo acabo de terminar un libro sobre las ciudades de habitó Machado que compré en Segovia, en la calle de los Desamparados, y comienzo la reciente edición de Cátedra de La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, de Julio Llamazares. En unas horas daremos por concluido este reencuentro con España, el cual podemos sintetizar en la palabra «plenitud». Qué hermosa palabra cuando realmente se conoce. En unas horas nos levantaremos de estas sillas cada vez más incómodas y, al igual que escribe Roberto Bolaño en la última página de 2666, nos marcharemos a México.
Sesi García
Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.