XI

La libreta (II)

Contemplo las torres de libros que tengo detrás de mí mientras escribo, dispuestas en la mesa donde solemos comer y cenar. Son tres las torres: dos con libros dedicados a temas del trabajo y otra con libros que no he leído, por lo general nuevos, y que no quiero relegar todavía a las estanterías. De vez en cuando, como ahora, los contemplo, pero también los agarro y paso sus páginas, imaginándome qué dirán. No tengo tiempo en estos momentos para leerlos, por lo que la mínima compañía que me pueden producir es esa, la de estar ahí. Esta semana tomé uno que hace unos meses me llegó de España: Años de hotel. Postales de la Europa de entreguerras, de Joseph Roth, publicado en Acantilado —impensable comprar un libro de Acantilado en México…—. Me gustó que, al abrirlo, vi el precio anotado a lápiz en la esquina superior derecha de su primera página, pero se me hizo extraño. Se me hizo extraña esa pequeña anotación, pues hacía bastante que no la veía, ya que eso significaba que el libro no había estado envuelto en plástico —una costumbre mexicana— y también que lo había comprado en una librería española de barrio. Me acordé entonces: justo este libro lo compré en Burma antes de confinarnos, en marzo de 2020. Pensé que hace años me daban más rabia que indiferencia esos precios a lápiz que tan acostumbrado estaba a verlos pero que, no sé por qué razón, no borraba, y ahora ni rabia ni indiferencia ni nada: solo me producen extrañeza. Lo que antes me era cotidiano ahora me llama demasiado la atención, porque se me presenta como algo absolutamente novedoso.

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Siempre para aquellas y aquellos que nos dedicamos a esto del arte, la cultura y las letras siempre hubo, hay y habrá una pregunta que nos sobrevuela como un zopilote —un zopilote que no es otra cosa que un símbolo del mercantilismo—: ¿para qué sirven las Humanidades? ¿La respuesta merece antes un extenso debate o es absolutamente estéril debido a su absurdez? Yo creo que lo segundo; es algo parecido a hablar sobre la rentabilidad de la sanidad. Aun así, vivimos en el mundo en el que vivimos, con su tablero y sus propia reglas de juego, de las cuales es muy difícil escapar, y, precisamente por esta inevitable aceptación, no es raro que aquellas y aquellos que nos dedicamos a las Humanidades nos hayamos cuestionado, en algún que otro momento de debilidad, su utilidad y especialmente nuestro papel en todo ello. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y mucho más cuando a algunas y algunos, como a un servidor, nuestros círculos sociales (familia, amigos, exparejas, etc.) han contribuido a que este zopilote no se vaya un ratito a la mierda. Al poco de llegar a México, en torno a octubre o noviembre de 2020, me sucedió algo hermosísimo a propósito de este sempiterno sambenito. Acudí a uno de los Círculos K que me pilla cerca de casa a comprar tabaco o cerveza, y estuve platicando con el dependiente, un señor de unos cincuenta años que lucía debajo del cubrebocas un bigote zapatista y que me dijo, al final de la plática, que se llamaba Esteban. Esteban se interesó por mi extranjería, por lo que hacía en México, etc., etc., y yo le conté que era filólogo, que me dedicaba a la investigación y a dar clases de literatura, etc., etc. Al poco, la conversación, como era obligado en aquellos meses, viró hacia el tema de la pandemia, y Esteban me habló preocupado de lo mal que se encontraban en el plano anímico algunos familiares suyos. Y ahí fue cuando me dijo lo importantes y necesarias que éramos las personas como yo, las que nos dedicamos a la literatura, pues éramos las que realmente sabíamos explicar la vida y el desarrollo y comportamiento humanos. Esteban no se dio cuenta —no tenía por qué—, pero aquella fue la primera vez que alguien me reconoció como un profesional útil y necesario para esta sociedad, para este mundo.

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Advierto que en España se están realizando bastantes actividades sobre el pintor Joaquín Sorolla, y he tardado algunos meses en caer en la cuenta de que este año se conmemora el centenario de su muerte. La evidencia me la ha dado un reciente artículo de Peio H. Riaño que me he encontrado en elDiario.es. Puede resultar una obviedad escribir que me fascina Sorolla, pero así es y así siempre ha sido. Sin tener ni puta idea de arte, me deslumbran sus cuadros, el mundo cotidiano que muestran, la sugerencia y la sorpresa de sus trazos. ¿Quién puede pensar, por ejemplo, en la Alhambra y no pensar inmediatamente en el pintor valenciano? Sorolla forma parte de esa colección de pintores españoles cuyas obras nunca me canso de contemplar: Mariano Fortuny (padre), Aureliano de Beruete y Pere Casas, sin olvidar a Antonio López. Ojalá algún día consiga escribir una representación de la realidad de la misma manera en que ellos lo hacen; que un poema mío, solo uno, logre transmitir lo mismo que Fantasía sobre Fausto o Los hijos del pintor en el salón japonés, de Fortuny, que tantísimas veces he mirado embobado en el Prado. Aquí en México, entre mis fetiches, como diría el Juan Luis Panero de El desencanto, cuento con algunas postales que compré en mi último viaje a Madrid, cuando volví —porque siempre vuelvo allí— al Museo Sorolla, postales de Jardín del Alcázar de Sevilla y Jardín de la Casa Sorolla. Asimismo, están un marcapáginas de Paseo a orillas del mar, otro marcapáginas y un bolígrafo grueso de otro cuadro titulado Jardín de la Casa Sorolla —este es en el que predominan los tonos rosáceos— y dos pequeños cuadernos cosidos de En las rocas, Jávea y María pintando en el Pardo, que mi madre nos compró en una exposición que fue a ver al centro de Madrid y que me envió a México. A estos objetos, que no guardo, sino que tengo por ahí en el escritorio entre los libros, los lápices, las plumas y los ácaros, suelo acudir cuando noto que la rutina me pierde y con ella se pierde mi identidad.

Allá por abril, no sé qué estaba haciendo —seguro que preparando alguna clase—, pero recuerdo que serían ya las siete de la tarde, pues acababa de anochecer, y me aburría soberanamente la ocupación de turno, por lo que me dio por procrastinar y me topé en la pantalla de la compu con los cuadros de Visión de España, esas catorce obras que Sorolla pintó por encargo de la Hispanic Society entre 1913 y 1919. En aquellos días tenía yo la nostalgia a flor de piel y, tras estar más tiempo del que debía contemplando los paneles de Sorolla en Google, sentí la necesidad de iniciar un proyecto poético sobre esos cuadros, con un poema dedicado a cada pintura que me permitiera dialogar a través de ella con mi propia «visión de España». Estaba pletórico; me entusiasmaba como pocas cosas volver a vivir el comienzo de un proyecto poético, que la creatividad volviera a hacer que la inspiración fuera de la mano de la planeación, al igual que en otras ocasiones anteriores, tan puntuales pero tan intensas. No pensar en un poemario-antología sino en un proyecto, como si fuera beneficiario de una beca de creación mexicana, esas a las que no puedo aspirar. Rápidamente, dejé lo que estaba haciendo e hice un índice de las obras de Sorolla, las descargué en alta calidad para que la écfrasis fuera lo más fiel posible a la pintura y esbocé algunas notas, que transcribo: «folclore (¿mi identidad dónde está?) → ninguna tradición → fiestas populares siempre anheladas: que la única historia sea esa», «Castilla: yo lo que quiero es habitar esas iglesias» e «Imaginar España antes del franquismo», y escribí unos versos iniciales, que posteriormente utilicé para otro poema: «¿Será casualidad que con Castilla empiece / el color?». Me sentí enseguida exhausto, pero ahí estaba la idea, ya había un comienzo, y me fui pletórico al Parque Alfonso Esparza Oteo a pasear al Richi. El entusiasmo inicial se fue desinflando según corría la semana ante la cada día más evidente imposibilidad de embeberme en ese proyecto, pues el trabajo me robaba casi todo el tiempo libre, por no hablar de la energía. Fue frustrante y a la vez triste reconocerlo: que esta profesión tan absorbente no me dejaba ni un minuto al día para poder escribir poemas. Recuerdo que en aquellos días comí con el poeta César Cañedo en el Atrio de Sor Filotea y me desahogué con él, pues César también se dedica a esto del mundo académico. La preparación de las clases, la impartición de las propias clases, la evaluación continua (¡las correcciones!), la atención personal hacia el alumnado, los concursos de plazas, los congresos, los artículos de investigación, los capítulos de libro, las asesorías, las revisiones y las evaluaciones...: ¿dónde queda hueco para, con la mente despejada, rendirse ante la creación poética y trabajar en ella? ¿Y dónde queda hueco para leer, para compartir la vida con la pareja, para cocinar, para limpiar, para ir al súper, para ver a las amistades, para intentar dejar de fumar de nuevo, para hacer alguna que otra actividad fuera de casa, para descansar? Aún queda el consuelo de poder escribir sobre ello; el consuelo de, si no se puede escribir un proyecto poético, al menos queda algo de tiempo para escribir sobre ese proyecto poético. Más que en un poeta, me estoy convirtiendo en alguien que escribe sobre ideas o proyectos que nunca va a escribir. Qué postmoderno me he vuelto. Por fortuna, tengo a mano esas postales de Sorolla para mirarlas callado cuando quiera y quedarme ahí, en esa mirada. 

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Tres de cada cinco personas que acostumbran a acercarse a saludar o a acariciar a Richi mientras lo paseamos, además de calificar de «lindas» sus orejas, nos preguntan de qué raza es. «Es mestizo», respondemos Weselina y yo algunas veces, o «Es de todas las razas», respondemos otras, y siempre con un poquito de mala leche, ya que no entendemos por qué existen todavía personas que piensan que todo perro debe ser de raza, y más que lo hagan en México, donde existen más de veinte millones de perros callejeros. Hay una notoria obsesión en el mundo perruno mexicano por la raza, como si el lema de la UNAM fuera más pertinente para la realidad canina que para la universitaria. Y lo cierto es que, sea o no de raza nuestro querido Richi, qué más da, ¿no? Lo importante no es que sea equis o i, sino que lo rescatamos hace ya casi tres años de una situación de calle lamentable, pues la historia de Richi es la siguiente: en torno a agosto de 2020, Gabriela de la Asociación AMAA del Estado de México, encontró en Ciudad Nezahualcóyotl a un pequeño perro callejero, de unos cuatro o cinco años, con un pañuelo rojo y raído atado al cuello y lleno de heridas y de sangre seca, pues, al parecer, tres perras más grandes que él solían perseguirle y atacarle. Lo rescató, lo curó, lo esterilizó y lo llamó Richi. En diciembre de 2020, mientras Weselina y yo esperábamos a nuestros amigos Mar y Efra en el Parque México para ir a un restaurante de comida soviética, vimos a Gabriela y a sus animales en adopción al otro lado del corral de perros; entre ellos estaba Richi —aún no sabíamos que se llamaba así—, y era de todos sin duda el más apático y el más feúcho. Preguntamos con algo de pudor por el proceso de adopción, pero vimos que una familia se interesaba por el tal Richi y rápidamente desechamos la idea. No obstante, esa misma tarde descubrimos en las redes sociales de AMAA que Richi —ahí es cuando supimos que se llamaba así— seguía en adopción y a la semana ya estaba con nosotros en casa. Lo cierto es que a aquel Richi que adoptamos daba bastante pena verlo; ni siquiera sabíamos que terminaría siendo el perro tan guapo, tan expresivo y tan leal, y también tan malandro, que es hoy. Y no lo adoptamos porque supiéramos que se iba a parecer a un oso de peluche con el paso de los meses, sino porque nosotros dos le podíamos dar esa oportunidad que durante un lustro le habían negado constantemente. Yo no pensé en la raza de Richi hasta que alguien por la calle me preguntó por ella. Sinceramente, eso de la raza me suena un poquito a nazi, y a mí todo lo nazi me da bastante asco. 

El otoño pasado, mientras preparaba una de sus clases, Weselina me mostró un texto sobre el perro prehispánico al que no sabía muy bien cómo había llegado. En dicho texto (aquí la referencia: Raúl Valadez Azúa, «El perro prehispánico», Revista de la Universidad de México, enero de 1995, núm. 528-529, pp. 15-20) se podía leer que «fray Bernardino de Sahagún describió tres tipos de perros en el Códice Florentino: el itzcuintli (perro, en náhuatl), el xoloitzcuintli (perro raro, en náhuatl) y el tlalchichi (perro de piso, en náhuatl). [...] El tercero es un perro pequeño, con hocico afilado, pelo y orejas erguidas. [...] El perro de patas cortas con pelo sería el tlalchichi, el cual además sería de orejas erguidas y un solo color» (p. 19). Encima del texto había un cuadro con ilustraciones que representaban a los perros descritos por Sahagún, y, con mucha sorpresa, el tlalchichi nos recordó mucho a Richi: chaparro, patas cortas, orejón, peludo y con una cola muy llamativa. Sin duda, este descubrimiento nos dejó bastante flipados, no porque anduviéramos obsesionados con buscarle un origen prehispánico a Richi, sino porque siempre nos había llamado la atención que uno de cada tres perros callejeros que veíamos fuera como Richi: chaparro, patas cortas, orejón, peludo y con una cola muy llamativa. Cualquiera que pare en una gasolinera mexicana podrá comprobar que siempre salen a su encuentro, por lo general, tres perros: dos, que Weselina y yo denominamos «lomito mexicano estándar» —y que Valadez Azúa identifica en su texto con el itzcuintli, conocido erróneamente como «perro criollo» (p. 20)—, y uno mucho más pequeño, con mucho pelo, patas cortas y actitud de sinvergüenza, idéntico al Richi. Es bastante común ver a perros con la misma constitución que la del nuestro vagando por cualquier calle de la Ciudad de México, bastante común —nuestra amiga Jessica llama a este fenómeno el «Richiverso»—. 

Aquella idea de que Richi pudiera ser más mexicano que sor Juana, el cura Hidalgo, Octavio Paz y los tacos al pastor juntos nos hacía mucha gracia, e incluso la compartimos con algunos amigos que habían estudiado en la ENAH, pero se quedó en una mera anécdota que contar entre cervezas. No obstante, en los primeros meses de este 2023, Richi engordó bastante debido a que no lo sacábamos a pasear tanto como deberíamos por la sobrecarga de trabajo que teníamos. Nuestro aparente burnout lo sufrió también el perro, pero engordando tres o cuatro kilos más de lo aconsejable y adquiriendo un aspecto de barrilete, aunque nada saludable, bastante gracioso. Debo decir, y abro aquí paréntesis, que, desde hace cuatro meses, coincidiendo con una de mis renuncias al tabaquismo, el perro y yo nos pegamos unos largos paseos los fines de semana que le han hecho regresar a su peso normal. Volviendo a los tiempos orondos de Richi, no recuerdo dónde pero compramos un día el número de la revista Arqueología Mexicana dedicado al perro mesoamericano (enero-febrero de 2014, vol. XXI, núm. 125), y, obviamente, entre aquellas páginas volvimos a toparnos con el tlalchichi y su historia. En uno de los artículos (aquí la referencia: Ana Fabiola Guzmán y Joaquín Arroyo-Cabrales, «Razas de perros mesoamericanos. Características morfológicas y moleculares», pp. 38-41), descubrimos dos nuevas claves de este posible antecesor de Richi: «Uno [de los perros] era bajo y de patas cortas, y además, al engordarlo, se usaba para consumo humano, de ahí que también era rechoncho; este tipo de perro se llamaba tlalchichi o techichi. [...] Las figurillas de cerámica del Occidente de México retratan tanto al xoloitzcuintli como al tlalchichi. Algunas de las que corresponden a representaciones del tlalchichi muestran un estado avanzado de engorda, momento en que adquieren un aspecto jorobado y sin cuello, de ahí que el nombre itzcuintepozotli podría indicar el estado máximo de engorda, más que a una raza en particular» (p. 39). Es decir, que el tlalchichi, además de paticorto y peludo, se volvía rechoncho al engordarlo y que las típicas figuritas de los perros de Colima, con vientres bastante abultados, eran una representación de este tipo de perro. Y yendo a la fuente original, al propio Sahagún, se puede leer: «Hay otros perros que se llaman tlalchichi, bajuelos y redondillos, que son muy buenos de comer» (cito aquí Fauna de Nueva España, México, D.F., FCE, 2005, p. 31, pues en casa no tenemos por ahora la Historia general de las cosas de la Nueva España). «¡Hostias!», me figuro que exclamé al leer todo aquello y al mirar primero a Richi, que más que canis lupus familiaris parecía lechón, y acto seguido a la figura del perro gordo de Colima que tenemos en la estantería de novela policiaca, y comprobar que, y dejando a un lado el deseo o la imaginación, había más semejanzas que diferencias. 

Realmente no sabemos de dónde viene Richi, o si es o no un tlalchichi. Internet está plagado de información sobre este tipo o esta raza de perro —he llegado a leer incluso, en páginas turísticas, que se extinguieron en el siglo XVII al prohibir el gobierno colonial la presencia de perros en las calles— y podríamos seguir indagando e indagando hasta confirmar nuestra hipótesis, pero lo cierto es que, mientras Richi esté sano y feliz, nos da exactamente igual que sea de raza o que tenga el mismo estatus que un xoloitzcuintle; en este sentido, no somos Frida Kahlo. Que Richi pueda ser prehispánico solo sirve para escribir textos como este o monólogos dramáticos donde el mismo perro hable de su vida e intente descubrir quién o qué es.

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—Para ser polaca sabes mucho de México.

—Es que ustedes, los europeos, son muy atrevidos y toman el transporte público.

—Mira, hasta los extranjeros se saben mejor las líneas del metrobús que nosotros. 

—Ustedes no nos visitan desde Ciudad de México…

—Los alumnos se apuntan contigo porque eres extranjera.

—Su perro está bonito para ser callejero.

—Es que en México, permíteme que te explique, tenemos una tradición que es el Día de Muertos.

—Aquí hay mucha poesía española; claro, como eres español...

Good morning. Excuse me, are you going to Oaxaca?

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Preparo mis clases venideras de Teoría de la Literatura, eso que tan mal aprendí en Cantoblanco: en la pantalla de la compu, según muevo el PowerPoint hacia adelante y hacia atrás —¿existe acaso un verbo para esta acción digital?—, convive una foto bastante entrañable de György Lukács con los gritos de Miley Cyrus interpretando a Blondie. Lo más seguro es que al rato el maridaje misceláneo lo protagonicen las distintas cubiertas del Ulises con la letra de Pavo real, del Puma. Qué cosas. 

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Las cosas

el tedio de la pluma cuando acaba el trabajo

la falta de recursos para ordenar un todo

la fritanga mental que huele a bar español

ese sur lacrimógeno propio de la nostalgia

las colonias vacías los fines de semana

la mochila brillante de viajar en el metro

los libros policiales pendientes de leer

la fuente prehispánica del perro callejero

la preparación rápida de las clases del lunes

las batallas perdidas de la Guerra Civil

los bronquios inflamados que respiran el miedo

las libretas abiertas para fines temáticos

la piel de mi mujer al salir de la ducha

la pila sin reloj regalo del alcalde

la tonta aspiración de ser un rupturista

el deseo de pausar la vida en un hotel

los productos de China de la calle Izazaga

los poemas dedicados a viejos profesores

el mal olor que llega cuando viene la lluvia

las ganas de volver a algunas bibliotecas

la tesis doctoral impresa en tapa blanda

la angustiosa isla en peso de Virgilio Piñera

un pasado de barro expuesto en las vitrinas

la infame escapatoria de la estación de TAPO

el parador, las fuentes y el frío de La Granja

los volcanes al fondo con el soplo del viento

los versos convertidos en lista de la compra

el antiguo cubículo con vistas al Ajusco

los chillidos del perro cuando duerme la siesta

el grito del zanate de todas las mañanas

Cachitos de hierro y cromo para empezar el año

las charlas con amigos extranjeros en México

las remotas primicias de Cátedra y Alianza

el nuevo Comprobante de Situación Fiscal

la bella distracción de hacer alejandrinos

la bella convención de encontrarme en las cosas

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Tenemos al lado de casa una esquina, donde se cruzan Insurgentes Sur y Torres Adalid, que se ha ido convirtiendo en un espacio para pensar en Madrid. Si bien a diario pasamos por ella —yendo a coger el metrobús en la estación de Polifórum, de camino al banco a sacar dinero, paseando a Richi—, en el último año hemos despedido allí a varias personas que se encontraban en México de paso pero que su próximo destino era Madrid, donde residían. Primero fue la profesora y amiga Elena Trapanese; luego, mi antiguo compañero de las Juventudes Socialistas de Periferia, Quique Rubio; la última persona ha sido Jessica Ripoll, una mexicana a quien conocí precisamente por estas columnas mensuales —y a quien creo que puedo llamar ya amiga— y que estudia literatura en la Universidad Complutense. Con estas tres personas salíamos a cenar y a beber algo por la Del Valle o la Nápoles, y luego las acompañábamos hasta esa esquina para despedirnos. Elena, Quique y Jessica se volvían a Madrid; nosotros dos, Weselina y yo, éramos quienes nos quedábamos en Ciudad de México. Siempre regresábamos a casa, que está a una cuadra, prendados de aquellos acentos tan ajenos al mexicano y rumiando una pequeña envidia —por no decir muchísima envidia— por no ser nosotros quienes viajarían a Madrid.

La imagen que arrastrábamos de la capital española era siempre tan vívida después de haber estado con estas personas que pasan más tiempo allí que aquí. Lo que daríamos en esos momentos por subir a casa corriendo de la emoción, preparar las maletas, ir al día siguiente al Benito Juárez, tomar un vuelo y llegar a Madrid, donde, si bien la noción de casa está cada vez más difuminada, existen otras esquinas, otros cruces de calles, otras personas y, seguramente, otras despedidas. Aun así, la última vez que experimenté esta nostalgia tan concreta, cuando despedimos a Jessica, los sentimientos hacia Madrid fueron otros: Madrid ya no era una tristeza, un conato ridículo e infantil de rabia o una necesidad, sino que era un antojo; Madrid de repente se me antojaba, como si fuera un capricho, como si fuera algo que al levantarme al día siguiente ya no iba a desear más. Ahora que escribo sobre ello me cuesta bastante asimilar la nostalgia de ese modo, pero en aquel momento, a finales del pasado julio, así lo sentí. Y, desde entonces, me he quedado dándole vueltas… Ahora me muero por visitar Madrid, pero no de ese modo tan vehemente de hace algunos meses. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué es lo que se ha roto o se ha alterado? Miro las fotos pegadas en la pared justo delante de mi escritorio y encuentro la respuesta en el rostro de Sergio Fernández Moreno, de mi amigo Sergio. Su muerte, sin duda alguna, me ha dado tierra, me ha dado conciencia del presente. Sergio, como ya he escrito, era una parte fundamental de mi nostalgia, y, sin saber todavía muy bien cómo, ya no está y ya no va a estar. Entonces, ¿de qué sirve esa insistencia tan dolorosa en la nostalgia? No hace falta decir que todo esto es mucho más complicado; no es plan sentirse como Francisco de Borja y soltar aquello de «nunca más servir a señor que se me pueda morir». Pero no puedo negar que ahora mi nostalgia es mucho más sosegada, y que desde aquel 1 de julio, cuando nos enteramos de que ya no íbamos a ver nunca más a Sergio, ya no me sorprende amanecer en Ciudad de México cuando me despierto por las mañanas, como me venía sucediendo desde que llegué aquí, sino que me limito a tomar mi pastilla diaria, a ir al baño, a poner la cafetera en el fuego y a pensar en la manera óptima de recorrer el día. 

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.