Un ejército de niños armados que corren con sandalias
El siguiente texto es resultado de la cobertura periodística realizada en el mes de julio del año 2024 en Puerto Príncipe, Haití, en el contexto de la violencia causada por las pandillas que ha provocado una inestabilidad social sin precedentes en este siglo. La comunidad internacional política ha respondido con una fuerza de policías internacionales de Kenia, Bahamas, Jamaica entre otros países para combatir a las bandas criminales conocidas como gangs, que mantienen a la población asolada por medio de la violencia, secuestros, saqueos y asesinatos en masa. Estos grupos son liderados por caciques locales y expolicías que manejan grupos de niños y adolescentes como carne de cañón para sus crueles actividades. Este texto relata un día con ellos en su territorio.
Puerto Príncipe, Julio 2024
Martissant solía ser una de las comunas de clase media de Puerto Príncipe donde personas con acceso a servicios, educación y vehículo propios, podían vivir de manera holgada a no más de diez minutos del downtown capitalino. Las fachadas de las casas revelan cierta holgura económica a comparada con las viviendas del centro de la ciudad donde hoy vive hacinada casi toda la población. Aquí, las calles totalmente pavimentadas y la presencia de ciertos lujos como herrería en las ventanas, algunos hoteles pequeños e incluso escuelas, nos otorgan cierta idea de la vida cotidiana que mantenían sus habitantes hasta hace unos meses, cuando sucedió la hecatombe.
Hemos dejado el hostal en los lomos de dos motocicletas para emprender el camino hacia el bidonville(1) de Martissant surcando viejos paisajes urbanos donde ya hemos estado antes; alejándonos del territorio de Puerto Príncipe que aún está completamente protegido, aunque no controlado, por la policía de Haití. Es decir, nos encaminamos a las temidas tierras de nadie donde una de las bandas mantiene su control de la zona. Mendel y Wismy, un par de jóvenes haitianos son quienes nos adentran en esta travesía por las ruinas de lo que fuera una parte de la ciudad habitada por profesionistas, funcionarios del gobierno e incluso algunos militares y policías, hoy evacuados por completo y muchos de ellos en el destierro. Otros, con menos suerte, asesinados o deambulando por el interior del país buscando algún tipo de refugio o tratando de huir.
Nos recibe un grupo de adolescentes sentados en unos improvisados puestos de vigilancia dispuestos a manera de retenes, compuestos por sillones de autos desvencijados donde se encuentran haraganeando y fumando a las ocho de la mañana, a pleno sol. Escuchan unos ritmos que parecen ser hiphop en pantallas de celulares y a su alrededor la vida parece completamente normal para los ciudadanos mañaneros que ya caminan por el barrio hacia sus actividades, salvo que ahí, esas actividades son controladas por ellos. Es un barrio con su propia ley.
Mendel es quien entabla un diálogo amistoso con ellos y amablemente nos invita a bajar de las motocicletas, que colocan a la sombra cerca del retén. Con una sonrisa nos hace entender que no abramos la boca ni digamos nada. Nos protege, pero, ¿qué carajos íbamos a decir? Al vernos llegar, salen de la nada algunos jóvenes con unos cuerpos atléticos que envidiarían muchos modelos profesionales, pero su cara de niños delata una adolescencia apenas dejada atrás. Todos nos saludan sin ningún tipo de perspicacia. Sonríen, chasquean los dedos y algunos hasta saludan con el abrazo estilo pandillero, hombro con hombro, aún con las manos apretadas. Una vez pasado el ritual de saludar, Mendel nos indica que ya podemos tomar fotografías y que todo está bien. Estamos en territorio pandillero y nos han aceptado como invitados. Hemos entrado, ya después veremos cómo hemos de salir.
Como si fuera una visita a una zona arqueológica, nos llevan calle por calle y callejón por callejón mostrándonos los destrozos que ellos mismos realizaron hace unos meses para apoderarse de la región. Con risas y con la punta de los rifles de asalto, simulan volver a disparar las paredes ya horadadas por sus balas o los explosivos que usaron durante las batallas del mes de marzo. Batallas emprendidas por las bandas en todo Puerto Príncipe. Tanto en Martissants, como en el resto de la capital, se llevaron a cabo crueles combates contra las fuerzas gubernamentales para apoderarse del territorio a punta de fuego y sangre. Gracias a los ataques de las bandas, más de tres mil reos se fugaron de la prisión más grande del país. El hospital más grande y moderno quedó reducido a una base de operaciones pandilleras y miles de habitantes tuvieron que abandonar sus hogares buscando escapar de la muerte.
La misma geografía nos muestra la estratificación de las clases sociales en esos rumbos. En la parte baja, donde comenzamos el recorrido, los chicos caminan con holgura y no se muestran amenazadores, sin embargo, mientras subimos las colinas de los suburbios más acaudalados, suben sus armas y comienza el tour de la destrucción, la magna obra que quieren presentar al mundo este puñado de niños con ametralladoras que penosamente soportan con sus delgados brazos, y que caminan con sandalias el asfalto mientras patean los casquillos vacíos que les estorban en su paso.
No hay ninguna vivienda o edificación que no se encuentre saqueada o consumida parcialmente por llamas. De algunas de ellas aún salen borbotones de agua que forman pequeños cauces producto de las tuberías rotas y que nadie ha arreglado en meses. Los chicos de las gangs las ocupan para limpiarse los pies, refrescarse e incluso darse baños al aire libre. Mientras caminamos en el interior de una casa, un par de rostros se asoman desde el suelo en una fotografía con el portarretratos quebrado. Se trata de la imagen de un matrimonio en su día de bodas que hoy solo funge como alfombra o tapete del que fuese su hogar. De los dueños de esa casa y de esa foto, no se sabe nada. La mayoría de los interiores carecen de mobiliario y solo han quedado espejos rotos y montones de ropa y basura que no les sirvió para los saqueos. Las pertenencias y artículos de valor son ahora parte del botín de guerra y es perfectamente observable en los miembros de las bandas.
La mayoría de ellos portan anillos y cadenas de oro. No solo una o dos, en cada uno de sus dedos se nota el brillo del metal amarillo o plata como si fueran distinciones. Del mismo modo, sus cuellos son decorados con cadenas de varios grosores y lucen el típico look del pandillero con playeras sin mangas o demasiado holgadas, pantalones por lo menos dos tallas más grandes para lucir ropa interior de marca y en sus pies las famosas sandalias que portan distinguiéndose como miembros de la banda. Posan para las fotos y siempre quieren verse a través de la pantalla. Todas las imágenes son aprobadas con un movimiento ascendente de su rostro o con el pulgar arriba, ninguna imagen les disgusta cuando se miran a sí mismos con un arma, como si fuera el cincel con el que labraron la ciudad en ruinas que yace a sus espaldas y que hoy los hace dueños y emperadores de pertrechos y cascajos inservibles, pero suyos al fin. Todo un tesoro para quienes nunca poseyeron nada.
Subimos entre metros y metros de callejuelas y calles empinadas y de a poco la pandilla se va haciendo menos numerosa y el calor más insoportable. El grupo que nos lleva se detiene cerca de una esquina. Un hombre de estatura mediana, pantalones de mezclilla y una playera polo nos observa con cierta curiosidad y saluda con la mano, apaciguadamente. Mendel se le acerca y charlan por unos instantes, el joven recién llegado lo palmea en la espalda, asiente y comienza a caminar para perderse por los callejones por los que ha llegado con misterio.
Son aproximadamente las diez de la mañana y el sol cae de lleno sobre el terreno. Las calles reflejan la luz como espejos. El equipo de seguridad que llevamos hace mucho más difícil la travesía, pero el sentido común nos indica que no debemos quitárnoslo bajo ninguna circunstancia. Solo he sido capaz de quitarme el casco para tratar de que un poco de aire refresque la cabeza húmeda de sudor. Aún caminamos y subimos interminables callejones que desembocan en unos espacios cada vez más estrechos. Poco a poco comienzan a verse ojos que nos miran desde las ventanas o puertas entreabiertas, curiosos. Aunque esta especie de favela a la que hemos llegado luce vacía y destruida, le pregunto a Mendel si podemos conseguir un poco de agua. Lo hago con el mayor candor que puedo y tratando de no lucir como un desesperado a punto de la deshidratación. Con una sonrisa solamente, me responde que ya casi hemos llegado. Aunque acepto la respuesta, ni siquiera soy capaz de recordar hacia donde estamos yendo, ya que el plan era solamente caminar por el barrio de las bandas. En fin, me dedico a seguir al grupo y esperar que la caminata eterna tenga un buen resultado.
Desembocamos en una pequeña casa de un solo piso. Un hombre realiza algunas reparaciones ruidosas con un martillo que trastocan el silencio profundo que inunda el callejón. Detenemos nuestro caminar. Hay un grupo de jóvenes sentados en el suelo y sobre unos escalones que son cubiertos por un tejado oxidado. Ahí, con sus delgados dedos, forjan sendos porros de marihuana. Están fumando al mismo tiempo que lían. La hierba se desborda de sus manos y parece no importarles demasiado que caiga al suelo; a su lado tienen una gran cantidad de materia prima para seguir forjando todo el día. Ahí mismo, dos mujeres malencaradas dan de comer a dos bebés hermosas de ojos grandes. Sonríen constantemente mientras mordisquean un poco de mango picado y una especie de papilla que sus madres les dan con la mano. Las mujeres nos dirigen la mirada y medio que sonríen hasta que hacemos bobadas con las bebés y estas se ríen con nosotros.











Una vez dentro, el hombre de estatura mediana que hace unos minutos conversaba misteriosamente con Mendel se acerca de nuevo a nosotros; pero aunque es el mismo, ya no lo es. Ahora viste un short color verde muy sencillo y una playera polo bastante vieja, de un color ya muy opaco. Trae consigo un AK-47 oxidado y viejo, y sus pies reposan en unas sencillas chanclas de plástico para complementar el uniforme oficial de pandillero en forma y fondo. Se presenta como Jim y su cargo honorario es jefe de comunicaciones de la pandilla «Tim y asociados», un grupo criminal independiente que, a punta de saqueos y destrozos, logró apoderarse desde hace un par de años de todo este sector sur de Puerto Príncipe. Este es un barrio donde el único recuerdo de que hubo hogares familiares, negocios y cierta opulencia, descansa en la joyería que lucen en cuellos y manos como producto de sus desmanes y los cientos de hogares reducidos a basurales. Es aquí donde ahora esta pandilla tiene su base. Son hombres prácticos, se llaman «Tim y asociados» porque su líder se llama Tim y es a quien esperamos pacientemente. Por ahora, con una mezcla de inglés y francés, podemos comunicarnos, y Jim será el traductor de hoy.
Finalmente, Tim se aparece ante nosotros. Es un tipo entre los treinta y cuarenta años, cuyo aspecto cumple con el cliché de bandido de arrabal caribeño. Alto comparado con los demás miembros de la pandilla, muestra su cuerpo sin camisa. Tiene un físico envidiable aunque asoma una creciente barriga producto de que ahora se encuentra más relajado y sin tanta actividad física. Esta hipótesis es comprobada al tiempo que nos saluda con una cerveza helada en su mano. Es antes del mediodía. Tiene una actitud de completa modorra y desgana. ¿Con resaca? Puede ser.
Solo viste unos pantalones cortos y una gorra que se quita y se pone como un tic nervioso. Va descalzo, está en casa. Su torso desnudo es lienzo de innumerables tatuajes de poca calidad. Veo nombres propios y frases en letra que debió ser cursiva, pero que ahora son casi imperceptibles por el desvanecimiento de la tinta y su oscuro color de piel que no permite contrastes. Llama la atención sobremanera su dentadura blanca y esa sonrisa maliciosa, ensayada cada vez que tiene ocasión. También las decenas de collares, joyas de fantasía y de cuentas de plástico que cuelgan de su cuello. Me recuerda un poco a las mujeres asiáticas cuyos collares les impiden mover el cuello de por vida.
Se sienta con nosotros y se presta para algunas fotografías. Accede mientras llegan a él un par de churros de marihuana que fuma mientras toma su cerveza. Jim, el jefe de comunicaciones, hace algunas señas y los miembros jóvenes traen un AK-47 de un cuarto contiguo. Tim lo toma entre sus manos y, el muy desgraciado, hace una carga mientras estoy frente a él. Todos ríen por su broma. Nos indica que es su nueva adquisición y lo presume como una especie de trofeo por sus logros, aunque se nota que acaba de adquirir un viejo cuerno de chivo que solamente fue pulido y arreglado en algunas piezas. De nuevo no tiene nada, pero funciona para las apariencias y el ego.
Ante la falta de traductores oficiales, realizamos una breve conversación con Tim a través de Jim, que maneja un poco de francés, y Mendel, que domina el inglés a la perfección. Durante nuestra plática, Tim no logra decir demasiado gracias a que, seguramente, su desayuno consistente en marihuana y alcohol ha nublado su temple. Rápidamente, pasa de ser el temido líder violento a ser un saco de carne indispuesto hasta para levantarse del sillón, lo cual intenta un par de ocasiones sin lograrlo. Durante toda la escena, Jim, el jefe de comunicaciones, lo observa distante y trata de intervenir en los pocos enunciados elocuentes del jefe. Explica algo así como: «Lo que Tim quiso decir es que…», y en pocos minutos es realmente Jim el que termina por darnos una extensa panorámica de su visión como miembros de una banda ante la situación que ellos mismos han provocado.
Aunque dice no haber ido a la universidad ni haber terminado la escuela, Jim se expresa con bastante solvencia y por momentos parece que estamos hablando con algún líder juvenil de un partido político. Habla de que su grupo, o bueno, el de Tim, surge por el hartazgo de la población hacia los grupos políticos corruptos que han socavado al país desde hace décadas, y que no permiten un nuevo futuro para los jóvenes y personas como él, que solo tuvieron la violencia y las armas para tratar de cambiar su incierto futuro.
Sus palabras tienen cierto rencor sutil hacia las clases altas y políticas. Lo maneja con elegancia y elocuencia en su discurso, habla de que nunca se han respetado procesos electorales, habla de que los jóvenes nunca han tenido una oportunidad real dentro de la vida política del país, y por eso solo son los viejos políticos los que siguen generando poder, nepotismo y, sobre todo, corrupción: los ingredientes de un estado fallido. Y no miente, la historia así lo sostiene.
No parece haber existido una sola elección limpia en la historia democrática de Haití, y eso sin duda pesa en la comunidad, que está harta de sentirse defraudada mientras observa cómo la clase política se hace cada vez con más poder y dinero. Usaron indiscriminadamente las instituciones de seguridad y al ejército para perseguir enemigos políticos o reprimir a la población, sin olvidar los temidos escuadrones de la muerte usados por los Duvalier para eliminar a diestra y siniestra, con lujo de violencia extrema, a todo aquel que consideraban un peligro para ellos. Se convirtieron en una especie monstruo insaciable de violencia, un hombre del saco, o mejor dicho en creole, un tonton macoute.
Los orígenes de las gangs son diversos, pero todo indica y converge en los años de oscurantismo provocado por la dictadura de François Duvalier, alias Papa Doc, quien ejerció su gobierno con mano dura desde 1957 hasta 1964, como presidente elegido democráticamente, y hasta 1971 como presidente vitalicio. Para posteriormente cederle el poder a su hijo Baby Doc, quien asumió el cargo de presidente hasta su derrocamiento en 1986. Para contrarrestar movimientos sociales que cuestionaban su proceder ilícito y despachar a todos su enemigos políticos (que agitaban las aguas para tratar de llevar las riendas del país a corrientes más democráticas, o incluso de corte socialista), Papa Doc creó los Tonton Macoute, comandos paramilitares armados encargados de disolver a punta de plomo y sangre cualquier demostración pública en contra del régimen. Así mismo, creó una escolta y guardia personal dedicada especialmente a cuidar de su persona, extorsionar políticos y desaparecer o asesinar disidentes. Todos estos grupos paramilitares infundían terror entre la población por su particular y violento estilo de realizar asesinatos con plena impunidad. Hay quienes calculan en cientos de miles el número de víctimas mortales durante el reinado de la familia del terror.
Los miembros de los Tonton Macoute portaban como arma y sello oficial los afilados machetes utilizados para las tareas propias del cultivo de la caña de azúcar. Usaban gafas oscuras, muy al estilo de los años sesenta, y era bastante común que dejaran toda una estela de terror a su paso, arrojando en lugares públicos a sus víctimas desmembradas, decapitadas o simplemente ejecutadas para fungir como ejemplo ante los impotentes ojos de la población. Su credo era el vudú, incluso llegó a fortalecerse el culto a manera de religión oficial, y muchos de los miembros de los grupos paramilitares optaron también por ser una especie de policía religiosa. Atormentaban enemigos, por medio de torturas, para llevar a cabo rituales. Fue tanto el poder adquirido a partir de estas décadas del terror, que en algún punto se convirtió en una peste incontrolable para el mismo gobierno que los había creado y financiado, propagándose su influencia y modus operandi hasta nuestros días. Así es que vivimos las consecuencias de esa enfermedad, por medio de su evolución: las pandillas, o gangs, que hoy aterrorizan la isla.
Jim, el vocero de las pandillas, ve al grupo como una especie de revolucionarios, y su discurso no dista demasiado, en su núcleo, del de Jimmy Barbecue, el sangriento expolicía, líder máximo de todos los grupos de vándalos y el enemigo público más buscado por las autoridades, que se deslindan de él, pero seguramente tienen vínculos fuertes cuando son necesarios. Mientras Jim habla con nosotros, Tim sigue fumando y tomando cerveza en el sillón. Solo se llega a mover para colocar su largo pie en el apoyabrazos de Tim quien, por ahora, parece ignorar ese acto y continúa con su discurso.
Para él, parte del dilema de Haití es la hipocresía internacional de las potencias, quienes siempre han limitado a la isla y se lavan las manos imponiendo gobernantes, apoyando dictadores, aprovechando las crisis políticas e interviniendo militarmente cuando las cosas se salen de control, como ahora. Reclama a los líderes mundiales una ayuda falsa y una política que siempre ha sido intervencionista, corrupta y militar, lo que ha traído como resultado un país eternamente empobrecido, con el nivel de educación más bajo en el continente. Y por supuesto, mucha violencia.
Habla tendido durante un largo rato, y Tim parece haber olvidado que nos encontramos ahí, él solo sigue disfrutando el viaje astral mientras su jefe de comunicaciones, guardaespaldas y líder intelectual se desvive en un monólogo que en otro contexto podría ser un tratado de liberación e incluso un llamado a las armas y a la revolución. Lo escuchamos atentos, al igual que los pandilleros jóvenes que se encuentran ahí con nosotros. Por momentos Jim luce como una especie de Malcolm X caribeño, y su discurso contagia a quienes lo escuchan. La audiencia pequeña, pero atenta, abre bien los ojos y asiente con la cabeza ante algunas frases. Por momentos parece que el verdadero líder se encuentra frente a nosotros con un Kalashnikov oxidado y disfrazado de orador, pero no, Jim es solo un eslabón en la cadena de mando de la banda, y lo sabe. Por ahora se atiene bien a su papel, pero más adelante… quién sabe.
Pasa ya del mediodía y hemos de salir del laberinto y fortaleza de la banda de Tim. Nos despedimos y Jim nos acompaña unas cuadras abajo, hasta la avenida principal donde iniciamos nuestro recorrido. De nuevo llegan a escoltarnos los miembros jóvenes de la pandilla que estaban con nosotros al principio. En uno de sus puntos de revisión nos despiden. Regresan, por momentos, a sus aires adolescentes, dejan sus armas a un lado y se molestan entre ellos mientras miran en su celular videos de las redes sociales que les producen risas. A diferencia de la gran mayoría de niños y adolescentes en el mundo, a ellos nunca les han dicho o brindado la oportunidad de ser el futuro para su país. No terminaron la primaria ni conocen más idiomas. Nunca nadie les dijo que podían ser médicos, deportistas, abogados, jueces; ni mucho menos se les permitió ser niños, y fueron arrojados sin miramientos al frente de batalla de la desigualdad y las balas. Son hijos de la guerra y del caos, un ejército de niños que corren con sandalias y que nadan en un océano de incertidumbre donde piratas les arrojan armas a modo de salvavidas.