IV

La Calaca, el papel picado, el hormigón y los claveles de plástico

 

El otoño mexicano está inundado de festividades, conmemoraciones, efemérides y recuerdos. Según va terminando el mes de agosto, las cadenas de supermercados gringas que tienen conquistada la Ciudad de México —nunca pensé, ni siquiera cuando escribí los primeros poemas de lo que terminé llamando Geometría y compasión, que iba a consumir tanto producto norteamericano— se van llenando poco a poco de elementos con lazos de colores verdes, blancos y rojos, así como de panes de muerto, algún que otro adorno propio de Halloween y las tan ansiadas por las mexicanas y los mexicanos nochebuenas (una cerveza que solo venden en las Navidades) y que a mí, personalmente, no me producen ansia, sino ardores. El otoño festivo de México podría sintetizarse en la proclama castrista «Patria o muerte», aunque sustituyendo la proposición disyuntiva por la copulativa: la noche del 15 al 16 de septiembre, aniversario del Grito de Independencia que pegó el cura Hidalgo en Dolores (1810); 26 de septiembre, aniversario de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en Iguala (2014); 2 de octubre, aniversario de la Masacre de Tlatelolco: la matanza de estudiantes en la plaza capitalina de las Tres Culturas (1968); y los días 1 y 2 de noviembre, el archiconocido Día de Muertos.

A finales de septiembre, en medio de todo este collar de fechas, mientras le enviaba uno de los futuros textos de «Los días contemporáneos» a Jan Queretz, uno de los editores de Casapaís, pensé que en unas semanas todo, absolutamente todo y absolutamente todo el mundo, tanto dentro como fuera de las fronteras de México, estaría hablando y celebrando el Día de Muertos, o Día de Muertos, porque, sinceramente, desconozco si lo correcto es decirlo con o sin artículo —es cierto que cuando lo escucho sin el determinante pienso en los turistas gringos con sus playeras de catrinas y sus «I love Mexico and I really love Dí-a-de-Mu-er-tous»—. ¿Por qué entonces no dedicarle un texto al Día de Muertos? ¿Acaso no es interesante que alguien acostumbrado al seco y lúgubre Día de Todos los Santos español lleve dos años montando un altar en su casa? La verdad es que no lo sé, y tampoco lo supe hace unas semanas, pero tal vez si en «Los días contemporáneos» apareciera un texto a finales de octubre sobre dicha festividad, quizá la columna atraerá a más lectoras y lectores, y quizá me sirviera a mí para explicarme por qué el Día de Muertos se ha convertido en una festividad que ya no concibo fuera de mi vida. Además, la mujer con la que comparto casa, amor y existencia dedicó muchas páginas de su tesis de doctorado al tema de la muerte en México, hecho que acrecentó mi seguridad a la hora abordarlo. Se lo planteé a Jan y rápidamente celebró la idea, y aquí me encuentro un sábado por la noche escribiendo estas líneas mientras descanso de la preparación de una clase sobre la novela Paseos con mi madre, de Javier Pérez Andújar.

En dicha novela, el narrador homodiegético, que es el propio Pérez Andújar, toma como móvil narrativo los desplazamientos semanales desde Barcelona a su Periferia particular (San Adrián de Besós, o Sant Adrià de Besòs) para ver a su madre y pasear junto a ella, y fruto de esos paseos surgen la memoria y múltiples reflexiones en torno al pasado y al presente. Acudir a tu ciudad original para visitar a tu madre semanalmente, e incluso pasear o comer con ella, puede parecer un acto anodino, sumamente cotidiano y común, pero para el extranjero, acercarse desde la capital donde reside al pueblo o al barrio para ver a su madre y comer con ella ya no es algo anodino, cotidiano o común, sino un hecho imposible, y eso entristece. Mis notas sobre novela del escritor de San Adrián, cuyas torres vi tantas veces cuando me subía a los cerros en aquellos meses en los que viví en Barcelona, ha sido el impulso sentimental para comenzar este texto, pues era mi madre quien me llevaba durante estos últimos años en el Día de Todos los Santos (1 de noviembre), festividad católica asumida por el pueblo español, al cementerio de Periferia para ver a nuestros muertos: yo tomaba el tren de cercanías desde Madrid hasta Periferia, y una vez allí hacíamos nuestra visita a las tumbas y los nichos y después nos íbamos a comer a algún restaurante del pueblo, como el Riazor o el Zalama, o a su casa, donde siempre había alguno de mis platillos favoritos y numerosos entrantes del Mercadona.

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El cementerio de Periferia, donde descansan mis muertos, lo asocio directamente al hormigón, porque prácticamente todo el recinto, así como gran parte de las sepulturas, están hechos de dicho material. A su vez, el olor a flores, cómo no, es característico de aquel lugar: no solo el olor que desprenden los jarrones de los nichos y las tumbas, sino también el que sale de los contenedores de basura, concretamente de las envolturas de plástico con el logo de alguna floristería del pueblo que han servido para transportar las flores frescas hasta allí. En los días en los que se celebra a las muertas y a los muertos, es costumbre ver en la puerta del cementerio a las gitanas y a los gitanos vendiendo todo tipo de ramos de flores. Mi madre y yo somos más de flores de plástico, concretamente de claveles rojos de plástico, que es la flor que suelo identificar con mi abuelo Mariano y que se pueden adquirir en cualquier bazar chino de camino al cementerio; el plástico evita una rutina de visitas para sustituir las viejas ofrendas por otras nuevas y, por consiguiente, evita la evidencia de la pérdida, la contemplación directa de la muerte y las galerías más tristes que puede albergar la memoria.

Porque en España nos da pánico la muerte, nos da una tristeza infinita, pero solamente lo que podríamos llamar la muerte propia —me siento de repente como Philippe Ariès—: nuestra muerte y la de nuestros seres queridos es un auténtico drama, una tragedia. No podemos pensar en la muerte así como así. Esas insinuaciones de que la muerte es una parte más de la vida son, efectivamente, meras insinuaciones, y a quien nos lo dice lo miramos con recelo porque nosotras y nosotros, como españolas y españoles como Dios manda, sabemos que la muerte nada tiene que ver con la vida: la muerte es precisamente el fin de la vida, y por ello la muerte es una desgracia, una mierda, una hija de puta. Esto de llamar a la muerte «hija de puta», este insulto que como españolas y españoles como Dios manda se nos llena la boca cuando lo proferimos, yo creía que era algo que escribió Pablo Neruda en sus Odas elementales, o eso entendí en alguna clase de poesía hispanoamericana durante la maestría, pero resulta que el poeta mexicano Jaime Sabines es el artífice. Aquí lo tengo en casa sin haberlo leído, muerto de risa, y ahora voy hacia su Recuento de poemas, que compré la primera vez que visité el centro de la Ciudad de México, en el Callejón de la Condesa, y leo en su poema «Sigue la muerte» de La señal (1951) eso de «Cantemos: la muerte, la muerte, la muerte, / hija de puta, viene». Y hablo exclusivamente de la muerte propia o de la de los seres queridos, pues la muerte ajena la recibimos en España de otra manera, ya que tenemos una facilidad admirable en cagarnos verbalmente, y con mucha frecuencia, en los muertos de los demás. Me viene a la mente Octavio Paz cuando habla de «chingar» y su familia léxica en El laberinto de la soledad, donde nos define con mucho tino a las hijas y a los hijos de don Pelayo —y qué bien conoce el viejo Paz las caras de las mexicanas y los mexicanos cuando nos escuchan cagarnos en nuestra puta madre por cualquier cosa, por nimia que sea—: «Los españoles también abusan de las expresiones fuertes. Frente a ellos el mexicano es singularmente pulcro. Pero mientras los españoles se complacen en la blasfemia y la escatología, nosotros nos especializamos en la crueldad y el sadismo. El español es simple: insulta a Dios porque cree en él. La blasfemia, dice Machado, es una oración al revés. El placer que experimentan muchos españoles, incluso algunos de sus más altos poetas, al aludir a los detritus y mezclar la mierda con lo sagrado se parece un poco al de los niños que juegan con lodo». Quizá nos cagamos en la muerte ajena para evitar que toda la tragedia que implica se aleje de nosotras y de nosotros o de nuestros seres queridos, o quizá lo hagamos como una forma de ponernos una coraza para acercarnos a ella poco a poco, para afrontar un miedo, un temor espantoso que rápidamente nos vuelve cuando tomamos un cigarrillo y vemos esas imágenes impresas en las cajetillas de tabaco. Yo, por mucho que lo intente, no puede dejar de pensar en la muerte como lo hacía el poeta Sabines.

Mis visitas al cementerio junto con mi madre todos los primeros de noviembre eran sinónimo de hormigón, flores de plástico y memoria, en mi caso concreto, memoria de lo que pudo haber sido y no fue en compañía de mi abuelo Mariano, ya que falleció cuando yo contaba con solo tres años. Los restos del abuelo Mariano García Herranz, el padre de mi madre, que fue cerrajero, curandero, pastor en los encierros y mil cosas más, y que murió por desgracia muy joven, antes de los sesenta, de un problema hepático, residen en un nicho situado a tres metros de altura, y su sepultura es el final del mismo recorrido que hacemos siempre mi madre y yo: la visita comienza nada más entrar en aquella cartografía aleatoria de sepulturas, a la derecha, con la tumba familiar de mis bisabuelos por parte de padre Adolfo y Cándida, y de mi tío abuelo Adolfo Conde, el primer alcalde socialista de Periferia. Luego, el nicho de mi bisabuela Ezequiela, la madre del abuelo Mariano, quien descansa también a varios metros de altura. Por lo general, el recorrido proseguía con la búsqueda de la pequeña tumba de piedra rota del bisabuelo Manolo, el abuelo de mi madre, pero hace ya algunos años que desapareció y desconocemos el destino de sus restos, que antes estaban guardados en una pequeña hornacina. Y ya terminamos con la búsqueda de una escalera para ver al abuelo Mariano, para cambiar los claveles y las rosas de plástico ya marchitas por el sol, para besar el granito, para pensar en él. Las letras que lo nombran son sencillas y están acompañadas de una cruz y un Niño del Remedio, de quien era muy devota mi abuela. Cuando me casé, mi madre se llevó a España una gardenia seca del ramo de Weselina, la plastificó y la pegó ahí, en el granito, para hacerle partícipe a su padre de la boda de su nieto; un pequeño gesto para intentar superar a la muerte que, desgraciada y sorprendentemente, descubrió que había desaparecido en su última visita al cementerio. Ese momento ahí arriba es tranquilo, pero a la vez es triste e íntimo; para mí es totalmente íntimo y mío. El problema viene al descender y toparnos con la realidad que gira en torno al Día de Todos los Santos: todo el pueblo está ahí reunido, entre el lamento y el chisme, luchando por conseguir las escaleras, enfadándose por el escaso espacio que tienen los muertos, por tener que aguantar a los familiares de aquellos que reposan al lado de los suyos, y ya nada es íntimo o tranquilo porque todo el pueblo conoce a mi madre. Los pueblos son como son. Y me da rabia porque el recuerdo y las rencillas familiares de toda Periferia están ahí también —el odio sobrevive a la muerte—, y la hipocresía se manifiesta al lado del rencor y yo me contagio inevitablemente de todo aquello y me veo a mí mismo pensando de repente en que cómo fulano se dejó de hablar con mengano o en que mi abuela, hace ya años, no quiso seguir pagando el nicho del abuelo Mariano.

En México he aprendido o, mejor dicho, he llegado a sentir que mis muertos no tienen por qué estar necesariamente en el cementerio de Periferia, o en el río Adaja a su paso por Calabazas, pedanía de Olmedo, en Valladolid, donde hace ya bastantes años arrojamos las cenizas de mi abuela Teodora, la madre de mi padre. Weselina y yo nos mudamos a México en vísperas del Día de Muertos —entendiendo cómo son aquí las vísperas de las festividades...— y no tardamos mucho en decidir que íbamos a montar un altar de muertos al estilo mexicano en nuestra casa, movidos por una necesidad de integración con el país y su cultura, así como por la necesidad de reivindicarnos como recién llegados, trayendo de tal modo a nuestros muertos europeos a nuestro pequeño departamento defeño. Como decía al comienzo de este texto, personalmente no concibo desde hace dos años que los primeros días de noviembre no tengan el recuerdo del nicho de mi abuelo Mariano en Periferia, ni tampoco un altar de muertos en el mueble de la entrada de casa. Para nuestro altar, Weselina y yo forramos dicho mueble —y últimamente también la pared— con papel picado, ese papel biblia de colores con agujeros que conforman figuras y que en España relacionamos directamente con la película Coco y con los restaurantes mexicanos, porque en los restaurantes mexicanos de España parece que se está celebrando siempre el Día de Muertos. Luego, sacamos de todos los marcos que hay en la casa las fotografías y las sustituimos por las de nuestros muertos, y entonces colocamos en el altar al abuelo Mariano, a la abuela Teodora, al abuelo Franciszek, al gato Tomasz, a la gata Cala, al perro Cziczo, a José Emilio Pacheco con su gato, a José Saramago con su perro Camões y a Manuel Vázquez Montalbán con varias de sus mascotas. Lo decoramos todo con velas que solemos comprar en el Walmart y en el Mercado Lázaro Cárdenas, donde también adquirimos siempre el papel picado, y también con algunas figuras de calaveras y de canes esqueléticos y con una planta de cempasúchil, que siempre se me olvida comprar a tiempo y, por tanto, me la venden ya en mal estado y por regla general se nos termina muriendo. Añadimos también el copal, aunque en forma de incienso, pues la primera vez que lo encendimos directamente en resina se nos ahumó toda la casa. Las ofrendas que les proporcionamos a nuestros muertos suelen ser el delicioso e inevitable pan de muerto, dos en casa extremo, así como aquellos manjares de más disfrutaban en vida: unas mandarinas, un cigarro, unas latas de cerveza —el año pasado, el grupo Modelo sacó una cerveza con sabor a cempasúchil—, una taza de té con ron, un platito de leche con un poco de kétchup en uno de sus extremos y algunas croquetas de perro que le quitamos a Richi de su saco. Por supuesto, algunos libros de Pacheco y Vázquez Montalbán los colocamos al lado de sus respectivos retratos.

El hecho de dar de beber y de comer a nuestros muertos trasciende la soledad íntima de las tumbas que encontraba yo siempre en Periferia, y me proporciona una cercanía enorme con su recuerdo, que se acrecienta sin duda al hacer esto en nuestra propia casa. En su ensayo Contra los gourmets (1985), el ya mencionado Vázquez Montalbán habla precisamente de toda la comida que gira en torno al Día de Muertos mexicano, y recurro a él, ya que lo tengo siempre muy a mano —además, este texto mío no pretende ser un artículo académico ni contar con una bibliografía especializada al final— para que nos explique a todas y todos qué onda con la gastronomía de esta festividad mexicana. Escribe don Manuel: «De los antiguos rituales se conservan alimentos y el rito del día de difuntos, variante cultural de la ancestral costumbre de aportar alimentos a los difuntos para que lleguen nutridos a la otra orilla. Pero en México el mestizaje católico-pagano ha dado lugar a una pintoresca fiesta gastronómica y fúnebre que hoy forma parte del itinerario obligado tanto del antropólogo como del turista. Por muy humilde que sea la casa, y principalmente en los estados de Puebla, México, Oaxaca y Michoacán, los días 31 de octubre y 1 y 2 de noviembre se disponen ofrendas a los muertos: dulces, frutas y platillos tan suculentos como diferentes. El cristianismo contribuye a la fiesta con su imaginería sacra dispuesta en un altar, y el paganismo contribuye con una bien puesta mesa con vajilla de barro vidriado color negro, llena de estos guisos: mole con guajalote, carne de cerdo o gallina, dulce de calabaza, tejocote, guayaba, rociado todo con semilla de ajonjolí tostado, así como cubierto con un dulce hecho de maíces azules, morados o rojos. Completan el cuadro pagano frutas y calaveras de azúcar con las cuencas tapadas con papeles de colores brillantes, adornadas con filigranas de azúcar y el nombre de los seres queridos y muertos escrito en la frente. El inventario lúdico-fúnebre es impresionante: panes con forma de calavera y canillas de esqueleto, pan de huevo llamado hojaldres o “pan de muerto”, brioches que imitan huesos o lágrimas. La fiesta cristiana apenas cubre la antigua celebración azteca del día de difuntos en el duodécimo mes de su calendario —la teotelco—, curiosamente coincidente con los días de la celebración cristiana de los Difuntos y Todos los Santos, y ya entonces se hacía el pan de los muertos o pan de muerto: harina, levadura seca, huevos, yemas, azúcar, agua de azahar, mantequilla, sal. Sin duda, algún ingrediente es barbarismo, pero antiguos son los orígenes de este alimento postrimero, cubierto con lágrimas de azúcar, que, según las recetas modernas, se ha de hornear a una temperatura de 175 grados durante veinte o veinticinco minutos. Los aztecas lo hacían a ojo. La cultura moderna desconfía de la certeza de la mirada».

En este fragmento de Contra los gourmets, el escritor de Barcelona se refiere también al origen de la celebración. Para indagar más en ello, recurro a Weselina como experta en el tema, aprovechando que la tengo literalmente a mi lado, en el escritorio que está pegado al mío. Enciendo la grabadora del celular, le pido que me hable del Día de Muertos en México, concretamente de su sentido y su origen y de la repercusión o actualización, o las dos cosas, que tiene y ha sufrido en nuestros días. Weselina agarra un ejemplar de su tesis de doctorado (Las manifestaciones culturales de la muerte en México. La obra de Juan Rulfo), busca el capítulo titulado «La muerte en México» y empieza a contarme mientras que me preparo un té.

WESELINA: Para empezar, nuestro actual Día de Muertos es el resultado, desde la época colonial, de la pervivencia de algunas creencias originarias con respecto a la muerte y de la imposición de las tradiciones religiosas católicas por parte de los españoles al llegar a México, del Día de Todos los Santos (1 de noviembre) y del Día de los Fieles Difuntos (2 de noviembre), y esta última celebración cobra especialmente una gran importancia en México: de ahí que los muertos (los adultos, los niños, los animales) vayan llegando poco a poco y de manera ordenada al mundo de los vivos antes del día 2. Si hablamos de las calaveras —Paul Westheim, en su libro La calavera de 1952, dice que la naturaleza de la muerte en México se basa en el uso y en el símbolo de la calavera—, podemos ver que en el imaginario prehispánico hay una gran representación de ella: encontramos calaveras en las estatuas, en los códices...

SESI: En la Coatlicue.

W: Eso es. En el mundo mexica nos encontramos con muchas calaveras, y esto nos puede llevar a pensar que los antiguos mexicanos adoraban las calaveras. Pero lo que no tenemos en cuenta es la parte europea que tiene un imaginario de la muerte parecido, donde estaría la Danza de la Muerte, tanto en la pintura como en la literatura. Realmente, este imaginario en torno a la muerte no se interrumpe —esto es ya una cuestión antropológica—, y se nos olvida que esto se refuerza de alguna forma con la influencia europea. Esto por un lado. Por otro, la calaverita literaria como expresión burlona hacia la muerte surge a finales del XVIII: contamos con un documento [Weselina señala unas líneas concretas en una página de su tesis] que nos dice que la primera oración irónica y fúnebre de México es un texto titulado «Honras fúnebres a una perra», y que sería una parodia a las exequias barrocas: se ríe de la pomposidad, de los ritos fúnebres, etc. Aquí estaría otra inconsistencia: eso de que sea una tradición ancestral que los mexicanos se burlen de la muerte no es del todo cierto, porque solo han pasado tres siglos desde la primera manifestación de una calaverita literaria. A partir de ahí lo que sucede es que se secularizan estas calaveritas hasta que, a finales del siglo XIX, se convierten en lo que son ahora, sobre todo por José Guadalupe Posada. Pero no olvidemos que la función principal de estas calaveritas originales era la burla hacia el régimen virreinal y su corrupción o hacia determinadas figuras importantes; burlas que no solo eran una expresión del pueblo, sino también de gente culta e ilustrada. Volviendo al Día de Muertos, apenas tenemos información de su celebración antes del siglo XIX, prácticamente ninguna: desconocemos si se ponían altares o cuáles eran los cultos, debido sobre todo a que esta celebración estaba manejada por la Iglesia y, por lo tanto, las celebraciones se realizaban en los templos cristianos. En este sentido, no tenemos ni idea de cómo era la celebración en el ámbito cotidiano. Es justo después de la Revolución mexicana, ya a comienzos del XX, cuando aparece este boom de basar la identidad del mexicano en la fiesta del Día de Muertos. Y aquí se da una confluencia entre Posada, los murales de Diego Rivera y el nacionalismo basado en la búsqueda de una identidad tras la Revolución para cohesionar el país. Con lo que nos encontramos entonces es con una confluencia desde distintos lados en la consideración del Día de Muertos como una tradición, y a partir de este momento presenciamos cómo estas celebraciones se vuelven cada vez más jubilosas. Básicamente, si rastreamos cómo es el Día de Muertos hoy en día, yo creo que bebe más de esta tradición de inicios del siglo XX que la del XIX, el XVIII, etc., sobre todo porque la celebración ya se sale se la Iglesia: se seculariza.

S: Pero los grabados de Guadalupe Posada están basados en el catrín, ¿no?

W: Naturalmente. El catrín proviene de la novela de José Joaquín Fernández de Lizardi, Vida y hechos del famoso caballero don Catrín de la Fachenda, que es de 1832, y las representaciones de los esqueletos de Posada se basan en ella: el catrín como un muerto de hambre, como estos hidalgos muertos de hambre que tienen que aparentar que no son así realmente.

S: Igual que el hidalgo del Lazarillo, que era un quieroynopuedo.

Calavera Maderista - José Guadalupe Posada

W: De esta adaptación de Posada proviene entonces el catrín, y también la famosa catrina. Pero nos debemos preguntar hasta qué punto la catrina, que, insisto, es una crítica social, se convierte en algo relacionado con el Día de Muertos. Yo opino que es por Rivera y por el bombo que le dan todos estos pensadores posrrevolucionarios, como Octavio Paz, que se centraron mucho en la definición de la identidad mexicana.

S: ¡La ontología del mexicano!

W: Aquí tengo una cita [Weselina regresa a las páginas de su tesis] de Juan José Arreola que dice: «El pueblo mexicano, en su expresión artística, ha tomado a la muerte en broma». Que Arreola se remita a la expresión artística del pueblo mexicano nos avisa que todo el rato estamos fuera de lo popular. También debemos tener en cuenta que esta celebración del Día de Muertos a la que estamos acostumbrados, la que tomamos como icónica, es sobre todo urbana, porque si vamos a los pueblos, vemos que cada uno tiene sus propios ritos particulares. El altar y los panes de muerto, por ejemplo, son algo que se ha extendido de lo urbano a lo rural, y en lo rural vamos a encontrar expresiones y manifestaciones que no tienen nada que ver con lo que nosotros entendemos como el Día de Muertos. Otra cuestión que se ha criticado mucho es este tópico, que también refuerza Paz, de que el mexicano no teme a la muerte, se burla de la muerte, etc. Aquí, en mi tesis, tengo una lista realizada por el antropólogo Stanley Brandes donde se resume la visión de la relación que tienen los mexicanos con la muerte:

1)  Los mexicanos están obsesionados con la muerte.

2)  Los mexicanos tienen miedo a la muerte.

3)  Los mexicanos no tienen miedo a la muerte.

4)  Los mexicanos son estoicos frente a la muerte.

5)  Los mexicanos desafían la perspectiva de la muerte con el fin de parecer viriles.

6)  Los mexicanos sienten aprecio por la muerte e incluso la anhelan.

7)  Los mexicanos juegan con la muerte.

8)  Los mexicanos están rodeados de muerte y viven codo a codo con ella.

9)  Los mexicanos manifiestan una aceptación fatalista de la muerte.

10)  Los mexicanos perciben la vida y la muerte como conceptos indivisibles.

Todo esto se ha criticado mucho, al tratarse de una recopilación de imaginarios y creencias asumidas que se desmontan muy fácilmente porque son demasiado generalizadores y se basan en algo artificial como la literatura y el arte. Además, desde el punto de vista psicológico no tienen mucho sentido. Nos podemos preguntar hasta qué punto los mexicanos se han creído todo esto hasta incorporarlo como pose, porque, por ejemplo, yo creo que, salvo que tengas grandes problemas psiquiátricos, no vas a anhelar a la muerte. Lo mismo sucede con eso de que los mexicanos están rodeados de muerte y viven codo a codo con ella, que se ha criticado mucho: ¿se quiere decir entonces que los mexicanos están insensibilizados ante la muerte por la violencia cotidiana que existe en el país? Aun así, aunque exista esta violencia, cuando a ti te toca, te matan o te secuestran a alguien, el dolor y el duelo son el mismo. Pero podemos también rastrear a varios intelectuales de los sesenta y los setenta que apoyan estas afirmaciones y caen en ciertos errores, como el folclorista Gabriel Moedano, quien habla del «culto a los muertos», expresión que debemos considerar como incorrecta, porque en el Día de Muertos no se rinde culto a los muertos como tal, ya que esta celebración no es ni de lejos un culto religioso.

S: No es la Santa Muerte.

W: Claro que no, ya que estamos en los años sesenta y la Santa Muerte tiene otro pedo completamente distinto. Todos estos intelectuales, como también Juan M. Lope Blanch («Hay en México una verdadera obsesión por la muerte») y Rogelio Díaz Guerrero («La virilidad a toda costa del mexicano, necesaria la falta de miedo a la muerte para demostrar machura»), fuerzan este imaginario que es bastante, valga la redundancia, forzado y generalizado.

S: Y ahora háblame de James Bond.

W: Ahorita [y Weselina se ríe]. Claudio Lomnitz dice que el tema de la fiesta y de la explosión del colorido del Día de Muertos, en su celebración dentro de un contexto urbano (también desde la parte oficialista), tiene su boom en 1994 como forma de atraer turismo a México tras la firma del Tratado de Libre Comercio. Y este fenómeno tan interesante que es el Desfile de Día de Muertos en la Ciudad de México, por el Paseo de la Reforma, en realidad surge de la película de James Bond Spectre de 2015, película que comienza precisamente con un desfile de muertos por las calles de Ciudad de México. Desde su estreno, se viene haciendo este desfile; es decir, antes de la película de James Bond esto no se hacía, y ahora no solo está el de Reforma, sino que cada barrio y colonia tienen el suyo propio. La Ciudad de México decide impulsar este acto de la película al ser de repente algo reconocible por los turistas, y como pasa siempre con la ignorancia hacia las culturas tradicionales, si tú ves esto, pues lo normal es que pienses «¡Ah!, es que México es así. En México se hace tradicionalmente esto».

S: Es lo mismo que pasa con las catrinas, que la gente se piensa que provienen de la época prehispánica.

W: En efecto, precisamente por esa falsa identificación de que si algo representa una calavera, tiene que ser por necesidad prehispánico, como si en el contexto europeo medieval y barroco no existiera este tipo de imaginario.

S: Ahí está también el diálogo con la muerte que hacían los trovadores.

W: Y también tenemos que ir olvidando aquello, que desde mi punto de vista es bastante exagerado, de que el mexicano habla con la muerte, de que está en contacto con la muerte. Esto básicamente es tradición cultural universal. Anda que no hay obras en las que la muerte aparece personificada. Es una tradición literaria universal, no es algo exclusivo de México.

S: Incluso, toda la presencia de la muerte en México relacionada con la violencia lo que es realmente es un gravísimo problema político-social. Ahí está el tema de la nota roja, que es un temazo.

W: Volviendo a James Bond, aludo por aquí también en mi tesis un artículo de Juan Luis Ramírez Torres donde escribe, con mucha sorna, que al Desfile de Día de Muertos se pretende otorgarle una apariencia auténtica y pura «en-el-rescate-de-esta-tradición-tan-mexicana», y lo escribe así, con la cursiva y los guiones.

S: ¿Cuál sería entonces tu conclusión de todo esto? Me parece bien interesante, ya que no eres ni española ni mexicana. Hablas desde una superdistancia que te da el hecho de ser silesiana. Polaca, vaya. Como el papa Wojtyla, tan querido en este país.

W: Claro, es que a él le quiere todo el mundo.

S: Totus tuus, Weselina.

W: Bueno, yo te diría que hay que tener cuidado con todo este revisionismo que estoy haciendo. La cultura está en constante evolución y son varios los factores que la condicionan y la alteran. La literatura, la pintura, el ensayo y la política han decidido crear todo un imaginario en torno al Día de Muertos. Es probable que en los cincuenta, sesenta y setenta sí que la gente se creyera que, como mexicanos, tenían esta proximidad tan particular con la muerte. A aquella persona que se va a tomar un tequila a la tumba de su abuela y se siente cercana a ella aunque esté muerta, no le podemos negar ese sentimiento o esa sensación. No podemos negar en función de este revisionismo histórico y cultural lo que realmente la gente cree y lo que realmente la gente celebra. Pero el caso de James Bond es superllamativo en este sentido: hacen una miscelánea de elementos ya existentes, ponen una cosa nueva con un fin estético en la película y de repente la gente lo reproduce; y, claro, se reproduce con un fin económico y turístico, pero las personas que participan en el desfile se creen que esto es real, no lo cuestionan, porque es muy difícil cuestionar tu cultura o las propias manifestaciones de tu cultura. En resumen, estas cosas se incorporan creyendo que son naturales y que se llevan toda la vida haciendo. Y es muy difícil ahora decirle a la gente que esto no es así, o que no tienen razón, o que todo es una mentira. No se puede. Porque entonces sí que estamos atentando contra la percepción que tienen de su propia cultura, que está evolucionando constantemente.

De Weselina aprendo siempre, y ella ha sido mi gran cicerone en la comprensión del Día de Muertos mexicano y, ante todo, en cómo ir acompañándolo con mi propia percepción de la muerte traída de España. Weselina fue quien me dijo cómo debíamos poner el altar en casa. Desde que estoy en México he desembocado entonces en una suerte de sincretismo en el que el Día de Muertos, con toda su historia y sus manifestaciones adquiridas, y el Día de Todos los Santos, con toda su frialdad y todo su pueblo —la visión de la muerte en México y de la muerte en España, en definitiva—, configuran ahora mi mirada hacia el fin de la vida, aunque el omnipresente tema de las catrinas no llegue a convencerme.

Cuando voy al estudio de fotos de la colonia a hacerme las fotografías tamaño infantil que me exige la Migra y contemplo los modelos que deben tener las fotografías de los títulos universitarios mexicanos, pienso en que esas fotos son igualitas igualitas a las de los muertos que se ponen en las sepulturas españolas, sobre todo por su forma ovalada. Desde hace casi un año, llevo la figura de un perro entre las múltiples medallas de plata que tengo colgadas del cuello, donde luzco a la Virgen de Guadalupe (la extremeña) y a la Virgen del Rocío, pues, según la cultura mexica, son los perros los que guían a los muertos a Mictlán, el inframundo. Los días en los que altar de muertos está en casa me llego a imaginar, y eso me hace muy feliz, que el abuelo Mariano anda por aquí, mirándome en silencio, mirándonos y sonriendo, y llego a sentir aquello que escribí una vez en el segundo y último cuento que hice en mi vida —como buen poeta actual, también decidí abordar la narrativa, sin éxito—: que me encontraba al fantasma de mi abuelo en un semáforo y me reconocía, para luego subirse a mi coche, pedirme un cigarro y ponerse a charlar conmigo. La presencia del altar también me proporciona cierta empatía con la superstición, tan española y tan mexicana, hacia la muerte: ya no me siento condescendiente cuando mi madre me dice que su padre se le ha aparecido en sueños, o cuando me enteré de que, allá en Periferia, a mi tío Mariano, el hermano de mi madre, le daba miedo que pusiera la foto del abuelo Mariano en el altar de mi casa mexicana por si al abuelo, o a su fantasma, le daba por resucitar. A su vez, se me hace extraño no ver en algunas tumbas de la Ciudad de México todo el boato mortuorio mexicano. Sin ser yo amigo de pasear por los cementerios —ya suficiente que tengo un cementerio en mi vida, que es el de Periferia—, pienso en las fotografías de las tumbas de los poetas Luis Cernuda y Emilio Prados, enterrados aquí, que mis queridos Paco Martín Blázquez y Luis Melero Mascareñas me enviaron la primavera pasada, y que acompañan a estas líneas: ved como parecen, antes que mexicanas, tumbas españolas por su pobreza, su sencillez y, en el caso de la de Prados —y qué triste esto—, su excesivo abandono. Se muera donde se muera uno, parece que, si se es de España, uno va a ser siempre un muerto español y va a ser enterrado como tal. Al menos, Paco y Luis tuvieron a bien colocar en aquellas tumbas muchas flores lilas, rojas y amarillas, así como un ejemplar de la revista Litoral dedicado a México, publicación de la que Prados fue cofundador.

Y no puedo dejar de mencionar uno de los temas que me parecen más interesantes en el caso mexicano y que ya ha sido mencionado más arriba por Weselina: las calaveritas literarias. Hay mucha información en internet sobre ellas —recomiendo la página www.calaveras-literarias.com—, infinitamente más que en las librerías. Eso es lo que me gusta de estos poemas burlescos: no poseen un canon como tal, sino que son composiciones que, si bien cuentan con un pasado, siguen siendo algo absolutamente vigente y actual. Poesía popular viva. Por lo general, son poemas sin una estructura fija, aunque en su mayoría se componen de redondillas y cuartetas con rimas asonantes y consonantes, aunque Gabriel Zaid en su Ómnibus de poesía mexicana también recoge algunas de principios del siglo XX escritas en décimas y pareados. Disfruto mucho a su vez del carácter humorístico que las caracteriza, donde la muerte siempre aparece personificada. Hallo en la red un artículo que alude a un libro de Lope Blanch, a quien acudió antes Weselina, titulado Vocabulario mexicano en torno a la muerte (1963), y de ahí se citan algunos de los numerosos nombres que se le dan a la muerte: «La Parca, la Calaca, la Calaquita, la Calavera, la Pelona, Canica, la Desdentada, la Sonrisas, la Huesuda, Doña Osamenta, La Tembleque [temblorosa], Patas de Catre, Patas de Alambre, María Guadaña, la Segadora, la Igualadora, la Afanadora, la Pepenadora, la Polveada, la Catrina, la Chingada, la Tiznada, la novia fiel, la cierta, la cuatacha, la jedionda, la impía, la ciriquiciaca, la Comadre». Cuando viví mi primer Día de Muertos en México, ¿cómo yo, poeta español pero abierto a todo, no iba a escribir una calaverita literaria? Escribí entonces el poema «Los pasos de Jorge (Calaverita literaria a Jorge Ibargüengoitia)», y la presenté al II Concurso de Calaveritas Literarias convocado por el Centro Cultural Casa de las Bombas de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Obtuve el tercer premio.

Para Jorge la patrona

en noviembre se vistió

con chamarra de aviadora

y los ojos le cubrió.

Quiso la flaca leer

la novela del maestro;

no la pudieron tener

el manco, el zurdo o el diestro.


Pero no logró acabar

con las Balandro y el león,

ni siquiera resucitar

a la Lucero y Simón.


En Cuévano (no al revés)

siguen las leyes de Herodes,

ruinas que, si no las ves,

o te chingas o te jodes.


Aún viven sus instrucciones

para la América ignota

y brillan sus narraciones

contra el burgués y el patriota.


Aunque aquello que escribió

quepa todo en un colote,

Jorge nunca confundió

lo grandioso con grandote.

***

En mi último viaje a España le pedí a mi madre que fuéramos a ver al abuelo Mariano al cementerio de Periferia, aunque no fuera 1 de noviembre. Hice el ritual de siempre y, tal vez por mi tiempo vivido en México, sentí a mi muerto más vivo que nunca y aquella intimidad encontrada en lo alto de la escalera se volvió todavía más íntima. Decidí entonces hacer una foto al nicho para poder verlo desde México, una acción impensable para mí hace algunos años. ¿Quién hace fotografías a las tumbas de sus muertos? Como español se me hacía extrañísimo aquel acto, invasivo, irrespetuoso; incluso me tembló un poco el pulso al hacer la foto, y una parte de mi dedo se puede ver en una esquina de la imagen. Pero ya llevaba un tiempo viviendo en México; ya había montado meses antes el segundo altar de mi vida y, como hacen acá, compartí en su momento con mucha alegría en mis redes sociales, como lo hago también entre estas líneas, las fotografías de las ofrendas y de las fotos de mis muertos. Llegados a este punto, el hecho de fotografiar el nicho de mi abuelo Mariano y hacer la imagen orgullosamente pública me parece la mejor muestra de mi particular sincretismo en torno a la festividad de la muerte, a caballo entre México y España.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.