III

Instrucciones para vivir en México

 

Hace ya algunas semanas, un viernes a las ocho de la tarde, nos reunimos los habituales en el Pinche Venancio. El Pinche Venancio es un restaurante español entre las colonias Del Valle Norte y Narvarte, en Ciudad de México, regentado por Jeanett, natural de Chiapas, y por Miguel, natural del madrileño barrio de Ventas, a quien los clientes que acuden allí por primera vez suelen llamar Venancio creyendo que el restaurante se llama así por él, una costumbre, por otro lado, muy española. Cabe apuntar que Venancio es el nombre propio que suelen tener los españoles en los chistes de los mexicanos. El nombre del restaurante, que también es bar y hotel, no puede ser más oportuno, ya que de español, salvo la comida, no tiene absolutamente nada: sus únicas referencias a la madre patria, al contrario que los locales españoles del centro, no son las cabezas de toros, los capotes firmados, las fotos de los toreros tuertos o las banderas rojigualdas, sino un boceto de un antiguo presidente del gobierno —uno que fue muy neoliberal— en actitud onanística y un cartel publicitario elaborado por Miguel, porque Miguel es un excelente artista, que anuncia «pollas en vinagre». La carta del Venancio se caracterizada por ser, simplemente, fantástica, y el español de turno que llega al D.F. impregnado de morriña deja de pensar en la letra de Suspiros de España o en las comidas de domingo en la casa de su madre en cuanto prueba un cubata de DYC, una ración de paella valenciana con dos huevos fritos, la salsa brava o la tortilla de patatas de Jeanett, no solo la mejor de toda la Ciudad de México, sino posiblemente una de las mejores de España. Muchas españolas y muchos españoles no acudimos al Venancio para solucionar nuestros anhelos culinarios; acudimos allí porque como buenas españolas y buenos españoles necesitamos un bar habitual, un lugar al que ir a beber, a comer y a charlar porque ya forma parte de nuestra geografía sentimental, y ese lugar para muchas y muchos gachupines es el Pinche Venancio.

Aquel viernes estábamos, cómo no, un servidor, Weselina, mi perro Richi, Miguel, Jeanett, Juanito (la mascota del Venancio: un mastín del Pirineo, nacido en Toledo y de unos 75 kg), Olivia, Manolo, Mariano, Pepe, Cogollo y Paco, un historiador que, a pesar de ser de Granada, habla el español más neutro que he escuchado nunca. Como invitados llevamos a Juan Jimeno, de Coruña, y a Javier Adrada, periférico as myself pero de Tres Cantos; ambos se encontraban en la ciudad haciendo unas estancias predoctorales. Al poco de llegar, y para mi sorpresa, identifiqué en la barra, apurando su tercera Corona, a un viejo conocido, también español, periférico y doctor en Literatura (egresado de mi misma universidad y a quien llamaré S), que llevaba el mismo tiempo que yo en México y, tras finalizar una beca de estudios sin posibilidad de renovación, había decidido empezar a buscar trabajo como profesor universitario de literatura en la capital de la República, o algo que tuviera relación con su formación, ya que las opciones de obtener una Juan Ramón Jiménez, una María de Maeztu, una Ortega y Gasset, una Pardo Bazán o una Lola Flores, algunas de las becas posdoctorales que otorgaba el gobierno español con fondos europeos en su mayoría —las dos últimas las concedía la Xunta de Galicia y la de Junta de Andalucía, respectivamente—, eran imposibles, pues los requisitos para ellas se correspondían, como mínimo, a los de un catedrático. Al igual que yo, S había decidido quedarse a vivir en México. Aquella noche las ojeras de S estaban más oscuras de lo habitual, y tenía la mitad de los faldones de la camisa salidos del pantalón y el pelo bastante alborotado, como si se lo hubiera estado mesando. Nos abrazamos. S abrazó a Weselina, tendió el puño a Juan y a Javier, y acarició y besó a Richi en la cabeza. ¿Cómo andas?, le pregunté. No puedo más con la administración mexicana, me supera..., me respondió tajante. Pero... ¿qué pasó?, le volví a preguntar. S me sugirió que le acompañara al patio del Venancio a fumar y así me contaba. Le pedí una Corona a Miguel y le seguí. Estuvimos un buen rato, él hablando y yo escuchándole, algo espantado. Su puta madre... Si eso parece el título del libro este de ensayos de Ibargüengoitia, Instrucciones para vivir en México, le dije a S al terminar su relato. Ni idea, no lo he leído. Yo tampoco. Lo que parece precisamente esto es una puta novela de Ibargüengoitia. Nos reímos los dos.

El pinche Venancio

***

A S, según me contó, le había salido chamba en una universidad privada, a la que llamaré U1. En U1 le habían ofrecido dos cursos de verano y que preparara un par de asignaturas de literatura española para el siguiente semestre; el trato que estaba recibiendo era muy bueno, estaban muy interesados en su perfil (especialista en literatura española), pero no era mucho dinero, pues pagaban por horas. A la mujer de S, a quien llamaré W, también le habían ofrecido clases en otras dos universidades privadas, que llamaré U2 y U3, pero su situación era la misma que la de S: buena acogida, pero poco dinero. Por algo se empieza, pensaron, y tras mucho meditar la decisión de quedarse en México, decidieron comenzar todo el proceso para legalizar su situación como trabajadores en su nuevo país. La formalización de sus futuros contratos implicaba los siguientes trámites: 1) obtener la residencia con permiso de trabajo ante la institución migratoria más importante del país, que llamaré I1; 2) conseguir un número de identificación fiscal, que llamaré N1, ante la institución tributaria más importante del país, que llamaré I2; 3) revalidar sus títulos universitarios ante la institución educativa más importante del país, que llamaré I3; y 4) tramitar la cédula profesional, algo que no sabían muy bien qué era. Por suerte, S ya tramitó su número de identificación personal, que llamaré N2.

Lo primero que hizo S fue hablar con el personal administrativo de U1 para averiguar si contaban con un departamento legal que le pudieran apoyar en la obtención del permiso de trabajo en I1. En U1 le comentaron muy amablemente —S me insistió constantemente en la suerte que había tenido con U1— que trabajaban con un bufete de abogados y que ellos se iban a encargar del trámite en I1, pero que era S quien debía de asumir no solo las tasas para el cambio de la situación migratoria, sino también todo el coste de los servicios de los abogados; es decir, el gasto de todo el trámite le iba a salir por lo mismo que le costaba al mes la renta de su departamento. Así pues, S inició toda la gestión con el bufete, un trámite que duró casi dos meses, hasta que una mañana, pasadas las 9:30 h, salió sonriente de I1 con su nueva tarjeta verde que le permitía no solo seguir viviendo en México de manera legal, sino trabajar de manera legal en el país. A pesar del final feliz de este trámite —S estaba convencido de que no podía ser de otra manera por dos razones: 1) no tenía nada que ocultar y 2) los trámites en I1, si bien pueden ser muy pesados, siempre se terminan resolviendo según su experiencia—, su desarrollo y consumación fue muy tedioso y algo estresante para S, debido a las múltiples llamadas que hizo al bufete al ver que las semanas pasaban y que su trámite directamente no avanzaba. La causa de ello fue, para variar, el vaivén que sufrió el sistema de citas en I1. Cuando S llegó a México, hace dos años, con la visa pegada en el pasaporte por el personal del Consulado de México en España —cabe señalar que allí S la pasó mal, muy mal, debido a los interrogatorios de los funcionarios y a la justificación de los movimientos de sus cuentas bancarias, plagados de pagos que le hacían los estudiantes chinos a los que S corregía, bueno, reescribía sus trabajos académicos; no obstante, muy cerca del Consulado, en la Plaza de las Cortes, un día de aquellos mientras fumaban, S le pidió matrimonio a W—, S tuvo que hacer cola en I1 desde las 6:00 h, aguantando el frío de otoño y aprovechando para leer de un tirón 68, de Paco Ignacio Taibo II, para obtener su residencia y su tan necesario N2. A los meses, no se sabe si por la pandemia o por simple coherencia, I1 hizo desaparecer las colas durante el amanecer en Polanco y creo un sistema de citas previas, que sin duda agilizó, o eso creyó S, las gestiones a los extranjeros y las extranjeras que llegaban a México. Pero resulta que cuando los abogados que trabajaban para U1 empezaron a tramitar el permiso de trabajo de S, en I1 decidieron hacer desaparecer el sistema de citas previas y volver a las colas, por motivos que S nunca llegó a entender; y de ahí toda la espera de semanas y semanas que sufrió mi amigo. No obstante, como anécdota, S me contó que, dos semanas después de obtener su permiso de trabajo, W fue a realizar el mismo trámite apoyada por la abogada de U3 y resultó que I1 volvió a implementar el sistema de citas previas, de nuevo por razones desconocidas.

Durante los casi dos meses que duró la obtención de su permiso de trabajo en I1, S afrontó la obtención de N1 en I2 junto con W. En I2 sí que estaba muy arraigado el sistema de citas previas, pero desde hacía seis meses era imposible obtener una cita en I2; de hecho, S y W decidieron iniciar el trámite de obtención de N1 cuatro meses antes, ya que lo requerían para la solicitud de unas becas posdoctorales que otorgaba otra institución mexicana, a la que llamaré I4, y estuvieron cuatro meses, cuatro meses en una fila virtual generada por I2, sin avanzar apenas. Después de muchos dolores de cabeza y de muchas llamadas telefónicas durante dos semanas, S y W consiguieron unas citas en I2 gracias a [...] —S recuerda que aquel mismo día en que consiguieron las citas acudió a un recital de Elsa Cross, Coral Bracho y David Huerta en la sede la editorial Era—. Una vez en I2 el día de sus citas, S tuvo suerte y, tras apelar a la amabilidad de la funcionaria que lo atendió para que le imprimiera el certificado de N2 —documento necesario que S no sabía que era necesario—, consiguió sin mucho jaleo tanto el N1 como una suerte de firma electrónica, que llamaré N3. No obstante, a W le atendió un funcionario que, después de mucha insistencia, le otorgó el N1 pero no el N3: se empecinó en que debía obtener previamente el permiso de trabajo en I1 para solicitar el N3, argumento absurdo —y así nos lo hicieron saber las funcionarias a las que nos quejamos del trato que recibió W—, pues el trámite de N1 y N3 van de la mano. Sencillamente, a este señor no le salió de los cojones que W legalizara su situación tributaria en México. Sufrir este tipo de situaciones, me decía S, situaciones que perfectamente podían darse también en el contexto universitario, le daban ganas de vivir en México con cosas que ocultar. Algunas semanas después, cuando ya resolvió sus trámites en I1, W repitió todo el proceso que tuvo que hacer para obtener el N1 y consiguió finalmente que le emitieran el N3. Es preciso mencionar que, para la tranquilidad del solicitante, el trámite de N1 y N3 en I2 es gratuito.

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Al mismo tiempo que lidiaba con la obtención del permiso de trabajo y de N1 y N3 en I1 e I2, respectivamente, S procedió a iniciar el trámite para revalidar sus títulos universitarios obtenidos en España ante I3. El procedimiento de la solicitud, que se hacía a través de correo electrónico, S tardó en averiguarlo cuatro días, en los que estuvo pegado a la pantalla de la computadora —S me recordaba que durante aquellas semanas él seguía escribiendo artículos, participando en congresos y preparando e impartiendo clases—, ya que I3 había olvidado eliminar aquellas páginas web en las que indicaba cómo se realizaba la solicitud hacía algunos años por vías ya obsoletas. Basándose en las fechas de las efemérides que incluían los documentos oficiales en sus márgenes inferiores, S dedujo que el procedimiento de solicitud que debía seguir era el del correo electrónico. Una vez con todo claro, S decidió empezar a recopilar todos los documentos que le requería I3 para las revalidaciones. Para la licenciatura, S ya contaba con el título de Bachillerato (el antecedente), que su madre le envió escaneado desde España, y con el título de graduado universitario con la Apostilla de la Haya —resultó que, para aquel entonces, ya no era necesaria—, con las guías docentes de todas las asignaturas cursadas —S siempre fue muy ordenado en su época de estudiante universitario— y con el certificado oficial de estudios. Para la maestría, si bien contaba con casi todo lo anterior, no poseía el certificado oficial de estudios, por lo que tuvo que solicitarlo a España —y además pagarlo— en nuestra alma mater, a la que llamaré U4, y pedir favores a un amigo para que lo recogiera y lo dejara en el bar de la Facultad de Filosofía y Letras de U4 para que lo fuera a recoger su madre y se lo escaneara. Para el doctorado, el proceso fue otro cantar, ya que el Programa de Doctorado que cursó S en U4 no contaba con asignaturas ni con certificados oficiales —no contaba con muchas cosas, de hecho—, por lo que S, algo nervioso, escribió a U4 y tuvo la suerte de que el secretario del Programa de Doctorado fuera una de las personas más eficientes que había conocido de todo el ámbito académico (de España y de México), quien le emitió un certificado extensísimo explicando la situación al personal administrativo de I3, adjuntando listados a su vez extensísimos de méritos curriculares; un certificado, vaya, que abrumaría a cualquier funcionario. Pero el primer problema con el que se encontró S es que el trámite en I3, frente al de I2, no era gratuito, y por cada revalidación había que pagar el precio resultante de la compra de dos ejemplares y medio del libro La ciudad de los poemas. Muestrario poético de la Ciudad de México moderna, de la Dra. Claudia Kerik, que S recientemente había adquirido en la librería Rosario Castellanos y que le tenía cautivado. El segundo problema con el que se encontró S fue que en México las maestrías duraban dos años, al contrario que en España, que eran de un año, por lo que tuvo que resignarse y no tramitar la solicitud de revalidación de su maestría por miedo a perder las tasas que requería el trámite en cuestión, lo cual le ocasionaría un futuro nuevo problema. Por lo tanto, S pagó lo que tenía que pagar y solicitó la revalidación de la licenciatura y el doctorado —eso sí, tuvo de subsanar en una de las solicitudes el documento escaneado que contenía el comprobante de pago porque la pequeña impresora del banco donde pagó las tasas de la licenciatura no tenía mucha tinta—, y para su sorpresa a las dos semanas de enviar los corres electrónicos se vio a sí mismo saliendo de las oficinas de I3 con sus dos revalidaciones positivas ya guardadas, como si fueran un tesoro, en la mochila.

Tras la obtención de sus revalidaciones, S suspiró, se armó de valor y comenzó a averiguar cómo conseguir las cédulas profesionales de sus títulos recién revalidados, para lo cual también necesitaba el N1, con el que ya contaba. En la averiguación de este nuevo proceso se encontró con los mismos problemas que vivió para obtención de las revalidaciones, proceso que invirtió en dos tardes sufridas: procedimientos antiguos, páginas web que no existían, etc. Sin saber muy bien qué eran exactamente las cédulas profesionales —semanas después ya lo supo—, quiso solicitar solo la de su doctorado, que se realizaba a través de una institución dependiente de I3, que llamaré I5, pero ahí se truncó este nuevo camino que, según le habían contado, era fácil: al ser un título emitido en el extranjero, no solo necesitaba la revalidación de este, sino un nuevo certificado, emitido a su vez por I5 y al que llamaré N4, que acreditara que sus antecedentes académicos (la licenciatura y la maestría) estaban revalidados y que contaba con cédula profesional de ellos. En resumen, para obtener la cédula profesional de su doctorado necesitaba la revalidación de su licenciatura, su maestría y su doctorado por parte de I3, así como las cédulas profesionales de la licenciatura y la maestría revalidadas y emitidas por I5 y acreditadas en el N4. En este punto de su relato, S me señaló que la solicitud de cada cédula profesional costaba lo mismo que tres ejemplares del libro de la Dra. Kerik ya referido y que la solicitud de N4 equivalía a la compra de un ejemplar de dicho libro. Asimismo, S me señaló que la solicitud de N4 se debía realizar con cita previa y que la página web de citas de I5 no funcionaba. Con la cabeza del tamaño del LZ 129 Hindenburg a punto de arder, S preparó toda la documentación y salió derecho a I5, con la idea de solicitar la cédula profesional de su licenciatura, para lo cual, obviamente, no necesitaba el N4. Una vez en I5, resultó que S hizo mal el pago y tuvo que repetirlo en el banco situado en la plaza comercial enfrente de I5. De vuelta en I5, S consiguió tramitar la solicitud de la cédula profesional de su licenciatura; descubrió que aparentemente la culpa de que la web de I5, donde debía obtener la cita para solicitar el N4, no funcionara, no era de I5, sino de su computadora personal (¡?), y descubrió también que I5 no era precisamente I5, sino algo que podríamos llamar I5.2, ya que, cuando S expuso a las funcionarias del ahora redescubierto I5.2 su gran problema (la imposibilidad de revalidar su maestría, que impedía por tanto la obtención de la cédula profesional de esta, y etc.), el Hindenburg parece que se instaló en las cabezas de dichas funcionarias y le sugirieron que acudiera a la sede central de I5, que sería I5.1, y hablara con una funcionaria en concreto; ella, tras haberle expuesto S su problema, le debería decir cómo operar en adelante. En aquel momento, S, cansado, resignado y hastiado, decidió dejar la visita a I5.1 para otro día, regresar a su casa y acudir al Pinche Venancio esa misma tarde.

***

Llegando al final de la narración de S, Richi y Juan Jimeno se habían acercado al patio del Venancio: el primero para orinar una planta y el segundo para ver qué hacíamos tanto tiempo ahí. Juan, tras compartir con S y conmigo las carcajadas a propósito de que las peripecias administrativas de S podrían ser perfectamente una novela de Ibargüengoitia, dijo lo siguiente: Estando yo un día en el bazar de libros de San Fernando, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con poemas escritos, y de entre ellos me llamó la atención un ovillejo al modo cervantino, aunque asonantado, que considero que viene aquí pintiparado. Y Juan sacó su celular y nos mostró una foto del citado poema, titulado «Ovillejo del extranjero que vive en México», y que reza lo siguiente:

¿Quién legaliza mi vida?

La Migra.

¿A quién le debo pagar?

Al SAT.

¿Quién rubrica mi saber?

La SEP.

De este modo, en mi deber

ningún destino se alcanza,

pues me matan la esperanza

la Migra, el SAT y la SEP.

Las risas regresaron a nuestras bocas, y parecía que a Richi también le hizo gracia aquel poema, pues movía sin parar el rabo mientras yo lo recitaba. Decidimos pasar adentro del Venancio a pedir más cerveza, y estuvimos en la barra disertando acerca de la moda que suponía la autoficción en la narrativa escrita en español de nuestros días hasta que Miguel decidió poner a todo volumen la canción Nocilla ¡Qué merendilla!, de Siniestro Total.

El pinche Venancio

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.