IX

El subterfugio mexicano



La nostalgia tiene sus momentos, sus etapas, o por lo menos así la siento yo. Aunque la nostalgia hacia Europa, e incluso hacia el pasado —esos lugares, esos espacios, esas personas, esos sucesos que han configurado la sentimentalidad de uno—, sea una constante en mí desde hace ya bastantes meses, igual que un charco de agua estancada que no se va de lo más profundo de mis galerías interiores, mi nostalgia, como el capitalismo, tiene sus altos y sus bajos. Y cuando este sentimiento ha alcanzado su cénit y ya he superado los enfados y la búsqueda de culpabilidades, lo que más me sosiega es interesarme y embeberme, a modo de subterfugio, por todo lo que me es ajeno en esos momentos, es decir, por todo lo que no tenga absolutamente nada que ver con México. Este ejercicio de evadirme de México y evitarlo a toda costa por algunos momentos del día no solo me permite revisitar de otra manera aquellos lugares que inundan mi nostalgia —españoles, por lo general—, sino también reconciliarme con México, ya que no podría estar siempre con México encima; si así fuera, hace tiempo que ya no viviría aquí. México, por lo menos para mí, es mucho México, y he aprendido lo sano que es olvidarme de México de vez en cuando para acordarme al rato de que existe y disfrutar de todo lo que me aporta vivir aquí. Tómense como ejemplo mis lecturas: como siempre tengo que andar con alguna novela policiaca entre ellas, cuando la realidad mexicana se me hace bastante pesada, hago todo lo posible porque la novela que elijo durante ese periodo no tenga nada que ver con México. Si bien mi colección de noir mexicano no es poca cosa, intento también que mi librero de novela policiaca albergue otras nacionalidades y otras realidades, ajenas también a la española, pues asimismo España se me suele atragantar de vez en cuando. En este momento de mi vida, para desintoxicarme de mi último semestre en la Universidad del Atrio de Sor Filotea, que ha sido extenuante, la novela policiaca de turno es El hombre de Calcuta, de Abir Mukherjee, una historia que se desarrolla en 1919 en el Raj británico, y que ahora mismo compagino con el Antinoo, de Pessoa y los poemas del salmantino Aníbal Núñez, que no tienen absolutamente nada que ver con México.

 

Ese subterfugio, que parte de la nostalgia y que es tan terapéutico, ha ido ganando espacio en mi tiempo libre, que últimamente se reduce a esos instantes en los que el trabajo me deja la cabeza frita y saca de mí las ganas de hacer cualquier cosa, y así, en lugar de leer, escribir o pasar tiempo con mi mujer y con el Richi, me he venido dedicando en estas últimas semanas a perderme por territorios e historias situadas en las antípodas de lo mexicano. Me intereso, por lo general, por algo que no me lleve a ningún sitio y con lo que acostumbro a no hacer nada —salvo relatarlo, como hago ahora—; simplemente me distraigo con algo que me saca de esta realidad para meterme en otra. El último de este tipo de mis subterfugios ha sido la novela policiaca polaca del periodo socialista, esto es, aquello que se escribió en la República Popular de Polonia. Se me presentó este tema de manera nada premeditada el pasado 26 de mayo, hace casi un mes, al finalizar un coloquio de antiguas y antiguos posdocs del Instituto de Investigaciones Filológicas, durante la comida de rigor en la UNAM. Entre los comensales se encontraba el profesor Héctor Fernando Vizcarra, uno de los mejores especialistas de novela policiaca que tiene México, y no sé cómo llegamos a ese punto, pero, en medio de una plática con un colega siciliano, nos preguntamos qué nomenclatura recibía la novela policiaca en los países de la Europa del Este, cuestión que nos llevó a su vez a preguntarnos sobre la existencia o la inexistencia de una tradición policiaca en las antiguas repúblicas socialistas europeas, al estilo de Cuba antes de que irrumpiera en el panorama Leonardo Padura. Obviamente, al llegar a casa, le pregunté a Weselina, sobre todo por lo concerniente a Polonia, y me confesó que no tenía ni idea. Me apoyó, eso sí, buscándome información en Google, y descubrió una página en Wikipedia dedicada a la novela policiaca polaca del periodo de entreguerras, etapa —tal y como pude leer en la traducción automática al español— durante la cual este género vivió un notable desarrollo que terminó, por cuestiones políticas, con la llegada del socialismo tras la Segunda Guerra Mundial. Como había dado con una veta maravillosamente distanciada de México, no me quedé conforme ni satisfecho con la información que me proporcionaba la Wikipedia; es más, me negaba a pensar que Polonia careciera de una novela policiaca socialista, un hecho que me había imaginado incluso con algo de ardor y quizá demasiada fantasía en el metrobús de camino a casa y, muy especialmente, después de haber visto la serie polaca En la ciénaga, de 2018, que debe de seguir disponible en Netflix. Por todo ello, le insistí a Weselina que me indagara más sobre el tema, ya que algo debía de haber. Ahí fue cuando ella me sugirió que le preguntara a Julio Cerezo Varona, poeta y traductor del polaco, que para eso había vivido las dos últimas décadas del socialismo polaco.

Tras varios intentos, concretamente al tercer día de marcarle al fijo de su casa en Periferia desde el fijo de mi casa en Ciudad de México —estas llamadas internacionales son gratuitas para nosotros, ya que van por internet—, Julio me atendió al teléfono y estuvimos hablando casi dos horas. Me habló del collar de achaques que le obligan a estar cada vez más metido en casa, cosa que no disfruta mucho a pesar de sus 81 años, y también me habló de su reciente paso por la Feria del Libro de Madrid, donde ha estado firmando su poesía reunida, Ladrillos y casas —curioso nombre ahora que estoy escribiendo desde la biblioteca de la Universidad Iberoamericana y me rodea el ladrillo visto, tan inusual en México—, que sacó el pasado abril Puig Ediciones, donde ha publicado casi todos sus últimos poemarios; me prometió que enviaría a casa de mi madre un ejemplar para que ella me lo hiciera llegar a México, pero me corté en decirle que ya lo había comprado y que venía de camino en la última caja de libros que mi madre me acababa de enviar. Tras un buen rato poniéndonos al día, le pregunté directamente por el tema que me inquietaba. A modo de inciso, debo decir que Julio, a quien antologué en mi Breve antología de la poesía periférica contemporánea, vivió en Polonia desde 1976 hasta 1994, donde acabó por sus conocimientos del idioma y por hartura del franquismo. Lo curioso de Julio, y de ahí nuestra sólida relación, es que fue lector y después profesor de español en el Instituto de Lenguas Romances de la Universidad de Silesia, donde precisamente estudió Weselina su licenciatura, y que todos sus años polacos los pasó viviendo a caballo entre las ciudades de Katowice y Wrocław, en la región de Silesia, de donde es Weselina y toda su familia. Naturalmente, lo que más le interesa a Julio de mi persona no es que haya dedicado algunas comunicaciones en congresos a su obra poética y que no pare de reivindicarla —Julio es uno de los muchos poetas olvidados de la generación del 68—; lo que más le interesa es que esté casado con una silesiana. Además, la ideología y el compromiso político del Julio recién mudado a Polonia estaba en bastante sintonía con el que se respiraba —y vivía— en aquel país durante aquellos años, por lo que nadie mejor que él para platicarme sobre esa posible novela policiaca polaca y socialista.

 

Julio me dijo que él de novela de quiosco no sabía nada, y ahí fue cuando recordé por qué no tenía yo la costumbre de hablarle de novela policiaca; en más de una ocasión me había reprochado que hubiera dejado un poco de lado el estudio de la poesía para interesarme «más de lo que debería» por lo que a él le parecía un género literario menor. Me dijo que no tenía noticia de que la «novela de quiosco» —y aquí chascó la lengua, como si le diera asco hablar de ello— se hubiera escrito en Polonia antes de la caída del Muro. No obstante, se quedó callado un buen rato, en el que yo creí que la conexión se había perdido —el precio que hay que pagar cuando el servicio de llamadas internacionales es gratuito—, pero enseguida me dijo que me iba a contar una historia, que se acaba de acordar de la historia de Aniela Krauze, su profesora de serbocroata en Polonia.

 

A los pocos meses de llegar a Polonia, me contó Julio, y como el tiempo libre que le dejaba la preparación e impartición de sus clases de español era demasiado, se apuntó a un curso de serbocroata, para matar el tiempo más que para otra cosa, ya que tampoco es que conociera a mucha gente en Katowice, donde residía. Rápidamente, quizá por el exotismo que despertaba la presencia de un español, y además poeta y con un polaco perfecto, en la Polonia socialista, la señora Aniela Krauze lo invitó a unas reuniones verpertinas que organizaba en su casa de Mysłowice cada dos semanas con aquellas y aquellos estudiantes suyos que ella consideraba más aventajadas y aventajados, aprovechando que su hijo mayor y sus dos hijas pequeñas ya se habían independizado. Básicamente, aquellas reuniones consistían en compartir tarta y café y en discutir sobre todo tipo de temas. De vez en cuando, se tomaba también vodka, una iniciativa que comúnmente llevaba a cabo el esposo de Aniela, Janusz Krauze, que había sido capataz minero y director de la orquesta de la mina; el señor Krauze en aquel entonces ya llevaba algunos años retirado por padecer neumoconiosis («enfermedad del polvo», en polaco), padecimiento que lo terminó matando diez años después. Durante aquellas tardes en el piso de la profesora Krauze, donde ni cabían los libros ni los pelos del perro del matrimonio, de nombre Ryszard, Julio se enteró de que su anfitriona había nacido en aquel mismo pueblo silesiano en 1926 y descubrió que, además de algunos avatares más de su biografía, un tanto anodina, aquella pareja de cincuentones nunca hablaba de política, ni para mal —cosa obvia— ni tampoco para bien, y eso que el viejo Krauze había pasado dos años en España, entre 1937 y 1938, como miembro del Batallón Dąbrowski. En cuanto el señor Krauze sacaba el tema delante de Julio, su mujer le chistaba y le ponía tal cara que el hombre bajaba la vista para perderla en su vasito de vodka. Julio sabía de las hazañas bélicas de Janusz por sus encuentros en la cocina: cuando el joven poeta español se ofrecía a ir por tal o cual cosa a la cocina, el marido de su profesora le seguía con dos vasos recién servidos y le hablaba, con unos ojos encendidos por la mezcla del alcohol con la memoria, alterados también por su chapurreo del español, del frente de Teruel, de los pueblos de España que visitó —el viejo Janusz tenía una pena enorme por no haber conocido la cuenca minera asturiana— y del cabreo que él y sus compañeros se cogieron al verse obligados a abandonar España en medio de la Batalla del Ebro. Aun así, le confesó una vez el brigadista, siempre pensó que si se hubieran quedado hasta el final de la batalla, nunca hubieran regresado a Polonia. Aquellas batallitas —nunca mejor dicho— se terminaban en cuanto Aniela se asomaba y les invitaba con su rostro a volver al salón. Lo cierto es que Julio nunca se implicó demasiado en aquellas veladas; me contó que continuó yendo un año más —lo que duró su interés por el serbocroata— por mero aburrimiento y porque se habían convertido en algo que ya formaba parte de su rutina, y también, y aquí es donde la historia adquiere interés, porque le daba bastante curiosidad los rifirrafes sobre política que se traía el matrimonio y por la recurrente imagen que se encontraba al ir al baño dentro de una de los antiguos dormitorios infantiles, convertido en estudio: siempre se quedaba mirando, cuando abría un poco más aquella puerta que habitualmente estaba entornada, un pequeño escritorio con una máquina de escribir atiborrado de papeles y de pequeñas notas clavadas en la pared con chinchetas. Lo que le llamaba la atención de aquella imagen es que cada vez que acudía a aquella casa la disposición de los papeles y las notas era otra, y que además aquella mesa no parecía la de una profesora de serbocroata, sino la de una escritora, y en el piso socialista de los Krauze, si bien había mucho libro, de literatura, y mucho menos de literatura polaca, casi nunca se hablaba.

El nombre Aniela Krauze no volvió a la vida de Julio hasta 1992, cuando todavía le quedaban dos años de seguir viviendo en Polonia. Ahora el cincuentón era él y vivía en Wrocław, aquella ciudad que le inspiró uno de mis poemas favoritos de toda su obra: «Melancolía en Breslavia». Era invierno y había quedado para comer con su amiga Joanna Kruszyńska, profesora en Silesia de literatura española y a quien precisamente había conocido en casa de los Krauze. Nada más quitarse el abrigo, Joanna le tendió un libro que parecía nuevo. Śmierć na kopalni se titulaba —Weselina me ha ayudado a escribirlo—, es decir, Muerte en la mina, y estaba escrito por Aniela Krauze. Recién sacado de la mesa de novedades, le dijo Joanna, aunque la primera edición se publicó en 1954. En la faja de la novela rezaba algo así como «la primera novela policiaca silesiana perseguida por el socialismo». La profesora de español le explicó que su antigua profesora de serbocroata, efectivamente, escribió y publicó la que hubiera sido la primera novela policiaca polaca ambientada en Silesia a comienzos de los cincuenta si el gobierno no la hubiera secuestrado a las tres semanas de aparición. Al parecer, si bien fue aprobada por la censura, a algún pez gordo de Varsovia alguien le debió de decir que la novela era más regionalista de lo esperado y al poco tiempo se secuestró la edición. «¿Nunca escuchaste el rumor de que a la vieja Aniela el gobierno le había prohibido su primer libro y que por eso nunca hablaba ni de literatura ni de política?». Julio no recordaba nada de ese rumor, aunque de repente le vino la imagen de aquel escritorio que espiaba en el piso de los Krauze cada quince días. Me contó que aquel libro solo les sirvió para rememorar alguna anécdota de finales de los setenta, pero que Joanna, después de la comida y mientras paseaban por la ciudad, entró corriendo en una librería y le compró un ejemplar de Muerte en la mina. A las semanas lo leyó, por curiosidad más que por interés, ya que Julio no es nada aficionado a la novela policiaca; según Joanna, a quien sí le interesaba el género, se notaba mucho la herencia de Edgar Wallace, bastante traducido al polaco, y algo tenía, por la violencia, de Hammett y Chandler; no era un secreto para nadie, pues era algo bastante extraño en la época, que Aniela Krauze contaba con un excelente dominio del inglés, así como con «una secretísima sección en su biblioteca llena de libros inencontrables en Polonia», opinaba Joanna. Le pregunté a Julio sobre la historia de la novela; me dijo que no se acordaba, pero que en la sinopsis decía que la pareja compuesta por los jóvenes Zygmunt Bauer, miembro de la Milicia Ciudadana —le pido a Weselina que me escriba en polaco el nombre de la policía socialista: Milicja Obywatelska—, y Marta Krawczyk, estudiante de economía, investigan el misterio asesinato de político local del PZPR —Julio me aclara que son las siglas en polaco del Partido Obrero Unificado Polaco— que ha aparecido degollado y sin manos en una de las galerías de la mina de Mysłowice. Me dijo que la novela, en su flamante reedición capitalista, fue un auténtico fracaso de nuevo a causa de su regionalismo, y también que cuando volviera de visita a España que me daba el libro, que aún lo conservaba, «aunque no vayas a entender nada, muchacho», me soltó tras una carcajada. Me jode bastante que me llame «muchacho»; solo lo hace cuando se pone paternalista, cosa que me jode aún más. Eso sí: Julio recordaba que la extraña y socialista pareja detectivesca eran vecinos del mismo bloque de viviendas y bastante «pipiolos» —así dijo—, y que en dos novelas más adelante se casaban. «¿Cómo que en dos novelas se casan, Julio?», debí de preguntarle, algo excitado, y el poeta sesentayochista, a modo de respuesta, continuó su historia.

 

Aniela Krauze murió de covid-19 en 2020, a los 94 años. Julio se enteró por Joanna, pero un año después. En una de las llamadas telefónicas que tenían por costumbre hacerse cada cuatro o cinco meses, ella le informó de la muerte de su vieja profesora y también de que su producción literaria no se había limitado a Śmierć na kopalni, sino a varias novelas más: toda una saga policiaca protagonizada por Zygmunt Bauer y Marta Krawczyk, y escrita entre mediados de los cincuenta y 1995, cuando Lech Wałęsa dejó el poder. Una suerte de historia literaria del nacimiento y la muerte de la República Popular de Polonia a través de las investigaciones de dos silesianos. Joanna supo de todo aquello por los hijos de Aniela Krauze, quienes la contactaron para ver si se podía dar salida a todas esas novelas inéditas que habían encontrado cuando revisaron las cosas de su madre muerta. Igual que Soledad Cruz Pastor, me dijo Julio, o igual que Pessoa, apunté. A los hijos de Aniela lo único que les interesaba era la potencial ganancia económica que veían en la publicación de las novelas de su madre, amparándose en que, tras el secuestro de su primera novela, se sintió una escritora silenciada por el socialismo que renunció a la idea de publicar, pero no a la de continuar escribiendo. Aseguraban que detrás de esa historia había dinero, mucho dinero, y más teniendo en cuenta el momento que vivía y que sigue viviendo Polonia —muy nacionalista y muy revisionista con su pasado—, pero necesitaban a alguien, como Joanna, que supiera determinar la calidad de los textos y que conociera el mundo editorial. Joanna aceptó que le enviaran copias de los manuscritos —mecanoscritos realmente—, me contó Julio, más por interés como lectora de policial que por subirse a bordo del pretencioso proyecto de los hijos de Krauze. Así que, muchacho, me dijo Julio, ahí tienes tu novela policiaca polaca de la época del socialismo. Como el viejo poeta no sabía más de lo que me había contado, me sugirió que hablara con Joanna, quien, según él, había leído con un interés inusual los mecanoscritos de Aniela Krauze al tratarse de la primera autora policiaca de Silesia. Contactar con la profesora Kruszyńska fue bastante sencillo, ya que Weselina la tuvo como profesora —concretamente, de la generación del 98— durante la licenciatura, justo antes de jubilarse, y no sé cómo pero dio con su correo. A la semana ya estábamos Wese y yo conectados por Zoom con Joanna Kruszyńska, quien se apañaba bastante bien con esto de las nuevas tecnologías. Toda la historia que me había contado Julio por teléfono nos la corroboró la profesora, añadiendo que la pobre Aniela Krauze no se merecía lo hijos que le habían tocado en suerte, tan «peseteros» —así dijo—, que no veían, o no sabían ver, la calidad literaria de la que debía considerarse no solo la primera manifestación del género policial en Silesia, sino la gran novela policiaca polaca del socialismo. Wese y yo tomamos notas del breve repaso que Joanna nos hizo de la obra inédita de Aniela Krauze.

 

A Śmierć na kopalni (Muerte en la mina), le siguió Psy z Nikiszowca (Los perros de Nikiszowiec), escrita entre 1954 y 1957, donde Bauer y Krawczyk investigan el asesinato de unos ancianos que viven en Nikiszowiec, un barrio de Katowice —ahí precisamente nació Weselina—, y cuyo hijo es un dirigente bastante importante en Varsovia. El siguiente título, escrito entre 1960 y 1964, fue Tajemnica Mysłowic (El secreto de Mysłowice): los protagonistas detectivescos ya aparecen aquí casados y con una hija pequeña y se dedican a investigar la extraña muerte de siete mineros de la mina de Mysłowice, un misterio acontecido en 1919 y que nunca se resolvió. La novela recupera algunos personajes y lugares aparecidos anteriormente en Muerte en la mina, y la mitad de la trama está ambientada en 1919, es decir, se combina la novela policiaca con la histórica, igual que lo que viene haciendo Leonardo Padura con las novelas de Mario Conde desde Herejes. El que sería el cuarto título, Praski bruk (Los adoquines de Praga), si bien está escrito entre 1970 y 1974, está ambientado en 1968 y sitúa, por un lado, a Zygmunt Bauer en la invasión del Praga por parte del Pacto de Varsovia y, por otro, a Marta Bauer en Katowice, investigando la desaparición de la hija de una de sus amigas, una trama donde la Iglesia tiene un papel algo vergonzoso. La siguiente novela de la que nos habló Joanna fue Pył ciszy (El polvo del silencio), escrita entre 1985 y 1986, y ambientada en este último año: aquí al parecer fue donde Aniela desplegó un enorme contenido autobiográfico y elaboró una trama en torno a un grupo de escritores censurados a mediados de los cincuenta; al final de la novela se relata la muerte de Zygmunt Bauer a causa de un cáncer. Situada encima del mecanoscrito de la que sería la última novela de la serie, Joanna encontró el mecanoscrito de un libro de cuentos, bastante grueso, con un colofón que abarcaba desde 1965 hasta 1991 y con la palabra «cuentos» por título: se trataba de un total de doce textos que narraban breves investigaciones de Zygmunt y Marta desarrolladas a partir de Los perros de Nikiszowiec. Lo curioso de este volumen es que uno de los cuentos, el único que no debería categorizarse como policial, está dedicado a la boda de la pareja protagonista —un claro homenaje a Wyspiański, nos dijo Joanna—, y que el último de ellos es una investigación realizada en solitario por Marta Bauer, tres años después de la muerte de su marido. Y con el título de Noc początków (La noche de los comienzos), la última novela de Aniela Krauze, escrita entre 1993 y 1995, se sitúa en una Polonia donde el socialismo está prácticamente desaparecido y la trama se encuentra protagonizada por Jolanta Bauer, la hija de Zygmunt y Marta, quien pertenece a la policía de Katowice y debe investigar el asesinato de un afiliado a Solidarność. Sin duda, este era el mecanoscrito más grueso, unas mil seiscientas páginas, y más que una novela policiaca, el texto se presentaba como un retrato de la sociedad polaca de comienzos de los noventa, desarrollándose gran parte de la acción en los espacios urbanos de Katowice, Wrocław y Cracovia.

Joanna dejó para el final la noticia de otra novela, que, según la cronología que sugerían los papeles de Krauze, se situaba entre Los adoquines de Praga y El polvo del silencio: el libro, escrito entre 1981 y 1982, se titulaba Pocztówki z przeszłości (Las postales del pasado) y estaba ambientado, por un lado, en 1979, en Polonia obviamente, y, por otro, en España y ¡en México! entre 1937 y 1946. Ya me chingué, pensé; apareció México. Joanna, quien andaba fascinada porque una de sus antiguas alumnas viviera en México, nos dijo que le iba a pedir a su nieto que escaneara este libro y que nos lo iba a enviar para que lo leyéramos —bueno, para que lo leyera Weselina, porque yo el polaco aún no lo entiendo—, ya que la trama, tan española y mexicana a partes iguales, nos iba a interesar mucho. Aun así, nos explicó que esta obra volvía a jugar con la cuestión de la novela histórica, al estilo de El secreto de Mysłowice, y que la historia se centraba en un personaje polaco, de Silesia, que había luchado en la guerra civil española como brigadista del Batallón Dąbrowski, que se había quedado en España hasta 1939 y que se había exiliado a México como tantos republicanos españoles, y que allí se había quedado a vivir hasta que decidió regresar a Polonia en 1979; a la semana de estar en Polonia, desapareció, y eran Zygmunt y Marta los encargados de resolver el misterio. Ahí estaba el viejo Janusz Krauze con sus historias, pensé, y ahí estaba México de nuevo en una historia que, por ser la cosa menos mexicana del mundo, había atrapado mi atención durante unos cuantos días de junio. A Weselina y a mí nos hizo gracia especialmente esta última novela de Aniela Krauze. Ese mismo día, a eso de las siete y media de la tarde, tomando unas cervezas en la cafetería Dembo, fantaseamos ingenuamente con que Weselina tradujera la novela y que se publicara en México por Nitro/Press en coedición con el Atrio de Sor Filotea, y que estuviera acompañada de algunos textos críticos de Joanna Kruszyńska, Héctor Fernando Vizcarra, Atzin Nieto, Szczepan Twardoch y un servidor, por ejemplo, al estilo de la edición conmemorativa de Crimen de color oscuro, de Ana María Maqueo; todo para justificar una relación literaria y policial entre México y Polonia. A pesar de las risas entre tarros y de los proyectos imposibles en torno a lo que debe considerarse como uno de los hitos de la literatura polaca contemporánea, en el fondo aquella tarde-noche yo andaba algo consternado, ya que mi subterfugio de México me devolvía a México, como si la vida no quisiera que me evadiera de México, ni siquiera al pensar en la novela policiaca polaca del periodo socialista.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.