VIII

La biblioteca en cajas

 


La renovada muerte de la noche

en que ya no nos queda sino la breve luz de la conciencia

y tendernos al lado de los libros

SALVADOR NOVO


En todo este tiempo que llevo viviendo en México no he sido capaz de terminar algún libro de Alberto Manguel, en especial La biblioteca de noche en su sugerente edición de El Libro de Bolsillo de Alianza. Cada vez que leía unas diez páginas seguidas —y recuerdo momentos así yendo a Ciudad Universitaria en el metrobús— algo me picaba y me enfadaba, y rápidamente tenía que pasar a otra cosa, a otra lectura que siempre llevaba encima, una novela policiaca por lo general. Inicialmente, desconocía el porqué de estas sensaciones, pero a finales de 2022, cuando ya el libro llevaba varios meses en la estantería con el marcapáginas a la mitad, entendí lo que sucedía: me superaba, directamente me superaba que el escritor bonaerense no parara de hablar de su biblioteca, localizada en un pequeño pueblo de Francia, mientras que mi biblioteca, o la mayor parte de mi biblioteca estaba —y allí sigue— metida en cajas, allá en Periferia, o repartida por los dos pisos de mis padres, también en Periferia. Hablo aproximadamente de unas treinta cajas de libros en una bodega rentada y en el trastero del bajo donde vive mi madre, y de unos trescientos libros doblando las baldas de contrachapado de las estanterías del IKEA que mis progenitores han conservado después de varias mudanzas, tanto mías como suyas. Hablo, realmente, de veintiocho años de vida a los que ahora no tengo acceso. Si bien Weselina y yo hemos adquirido un número nada desdeñable de libros en México, el grueso de nuestra biblioteca está en otro país y en otro continente. Y esto no es que duela, es que jode como pocas cosas pueden joder en esta vida. Una jodienda tan notoria la de la biblioteca en cajas que no he logrado hablar de ello hasta haber pasado la frontera de los dos años en el extranjero. El trasiego transatlántico de cajas enviadas por Correos, de un viaje que realicé a Madrid y de las idas y venidas de una amiga de mi madre me han permitido ir paulatinamente recuperando parte de aquella biblioteca, pero una parte nimia que no me quita la pena ni el escozor. Si bien en los poemas que he venido escribiendo desde Ciudad de México el heptasílabo «la biblioteca en cajas» se ha convertido en un leitmotiv de mi ideario literario actual, no he sido capaz o, mejor dicho, no he logrado procesar lo que me supone tener tan lejos mi queridísima biblioteca más allá de maldiciones y cabreos puntuales o alusiones tristes e inútiles. La biblioteca en cajas es indudablemente una facción enorme del conflicto.

El anhelo por la biblioteca en cajas se expande a otros espacios del mundo de los libros: las bibliotecas públicas y las librerías españolas, así como los sueños donde se me aparecen libros que no existen y que denomino «los libros imposibles»; todos estos lugares, reales o recreados inconscientemente, son también bibliotecas. Y aquí podría ponerme como Manguel y decir que percibo las bibliotecas públicas como la biblioteca ajena, las librerías como la biblioteca del futuro, los libros imposibles como la biblioteca del deseo y mi biblioteca en cajas como la biblioteca de la memoria.

Este elenco de nuevas añoranzas está indudablemente casado con mi situación vital, con mi condición de extranjero. Añoro las bibliotecas y las librerías españolas y no otras porque en España es donde se ha gestado mi sentimentalidad y mi vínculo con los libros y con la literatura, me guste o no. No es que sean mejores ni peores que las mexicanas o las de cualquier otro país, sino que en ellas, simple y llanamente, he desarrollado y construido veintiocho años de vida, teniendo en cuenta que escribo esto a los treintaiún años de edad. Cuando sobrepase los cincuenta seis años y, si eso, siga viviendo en México, posiblemente la cosa cambie, o quizá no, pero no me parece productivo divagar sobre estas cuestiones cuando ni siquiera le encuentro sentido a mi añoranza en este preciso momento. Por ello, añoro con vehemencia la Biblioteca de Humanidades de la Universidad Autónoma de Madrid, la Biblioteca Nacional de España, la biblioteca de la AECID y la biblioteca municipal de Puente de Vallecas. En 2021, cuando me peleaba con la dificultad de escribir poesía en un país que no era el mío, desarrollé una serie de textos donde intenté hablar de un día de mi vida defeña a través de las horas canónicas. Se me hacía extraño escribir sobre mi rutina y no incluir nada de ninguna biblioteca —en aquel tiempo, la única biblioteca a la que tenía acceso, la del Instituto de Investigaciones Filológicas (hablar de esta biblioteca daría para un texto aparte...), se encontraba cerrada—, por lo que dediqué precisamente la hora tercia a estos espacios:


Añorar las bibliotecas,

sus salas de lectura y sus lámparas altas,

los descansos propicios para liar un cigarro,

el tedio que acompaña al paso de las horas,

las hojas salpicadas de tropiezos y frutos,

los bocadillos fríos de tortilla,

la distracción de los tejuelos.

Y recordar aquel escritorio prestado

sobre el que desplegar carpetas y papeles

para armar el taller de una sola jornada

y materializar la profesión,

el oficio callado

de perderse entre las estanterías;

leer y teclear, mirar y comprender.


Comencé a ir a las bibliotecas con bastante asiduidad en mis años de estudiante de Filología, no solo porque allí podía encontrar los títulos que debía de leer semanalmente, sino porque me gustaba muchísimo una chica asturiana —de Avilés si no me equivoco— que estudiaba lenguas o traducción y que había conocido en el grupo de teatro universitario. Esto me recuerda ahora a un cura de Periferia, que me contó una vez que él comenzó a ir a la iglesia porque le gustaba una chica, y que allí, sin quererlo ni beberlo, le llegó la vocación sacerdotal. Algo parecido me sucedió a mí: de ser inicialmente una excusa o un lugar que albergaba un determinado fin, la biblioteca pasó a ser un fin en sí mismo, y, al igual que a aquel cura periférico, el amor por las bibliotecas se sobrepuso a aquella juvenil —y petrarquista— atracción por la joven avilesina, y todavía no se me ha ido. A esta pasión le debo añadir que hasta que no me vine a México no tuve como tal, o no lo sentí, un lugar definido de trabajo: un escritorio, esa parte tan indispensable del taller del escritor. El tedioso escritorio adolescente en el piso de mis padres, en aquel Paseo de la Chopera periférico, y situado a cincuenta centímetros de mi cama adolescente, nunca fue un lugar idóneo para expandir y cultivar esta pasión por los libros con la que me topé en la universidad. Funcionaba cuando me quemaba los ojos memorizando durante la secundaria y, sobre todo, el Bachillerato —no obstante, a aquella mesa le debo el descubrimiento de que uno puede ser feliz con el estudio y en compañía de su soledad—, o cuando esbozaba mis primeros poemas, pero no en mi presente de aquellos años universitarios, porque a uno, como a todas y a todos los jóvenes, le terminaba cansando trabajar donde dormía. Cuando me independicé y viví primero en Lavapiés y luego en Puente de Vallecas, mis escritorios eran mesas de comedor, con unas sillas de madera que a uno siempre le dejaban destrozada la espalda. Al no ser espacios exclusivos aquellas mesas —quizá la del piso compartido de Vallecas sí que lo fue un poco—, mis cosas nunca podían quedarse allí permanentemente, ya que, según mi concepción de lo que debe ser un escritorio, este es un lugar perpetuo, fijo, inamovible, donde si las cosas cambian es porque yo decido cambiarlas; en otras palabras, el escritorio (el taller) debe ser como una casa propia. En ese sentido, en mis años españoles me sentía como un caracol: llevaba mi casa a cuestas en mochilas, maletines y bolsas, y el único lugar que acogía aquella errancia mía de joven filólogo que anhelaba un escritorio propio eran las bibliotecas públicas. A la hospitalidad de las bibliotecas se sumaba su propia naturaleza, esto es, su condición de mundo: no solo me proporcionaban lo que necesitaba, sino que me permitían perderme entre sus estantes, jugar a descifrar los tejuelos y descubrir hallazgos y títulos gracias a un azar que nunca me hubieran proporcionado los catálogos digitales. En esencia, las bibliotecas podrían asemejarse al país de acogida de aquellas y aquellos que migramos: se nos permite estar ahí y nos acoge un mundo entero que aspira a ser una casa, como las cosas de uno que se convierten en escritorio dentro de las bibliotecas. El problema de aquella etapa mía de usuario de bibliotecas es que nunca podía quedarme en ellas de forma permanente, lo cual hacía que las bibliotecas adquirieran la clasificación de subterfugio, deseo y ajenidad, igual que un hotel, y uno ama profundamente los hoteles —«hallar la intimidad pasajera en lo ajeno, / acomodar los libros que al viajante acompañan, / probar la cama, quejarse de la ducha, / imaginar que es casi posible / habitar en la alteridad», escribí, por cierto, en un mal poema el año pasado a propósito de los hoteles durante un viaje a San Luis Potosí—. Y al amor por las bibliotecas se le suman los momentos dichosos que todas y todos hemos vivido en ellas, y yo en una biblioteca, precisamente en la de Humanidades de la UAM, fue donde contemplé en una ocasión, hace ya más de diez años, a la persona que terminó siendo mi mujer. Allí —y no se me olvida— fue donde pensé qué bella, posiblemente sea la mujer más bella que haya visto nunca.

Con las librerías españolas sucede tres cuartos de lo mismo. En España se han quedado, al igual que mis bibliotecas, mis librerías, aquellas donde me sentía realmente feliz y donde habitaba el futuro: todo lo que podía leer y, al mismo tiempo, todo lo que podía llegar a ser. Primero, la librería del campus de Cantoblanco, regentada sobre todo por Santiago, vecino de Periferia, con aquellos descuentos maravillosos de los que disfrutaba por ser empleado de la universidad —y en cuyo registro figuraba con tres apellidos (García García Conde), ya que tenía en la UAM varios homónimos—. Los libros allá se encontraban clasificados por editoriales dentro de estanterías blancas, y eso a un filólogo le entusiasma. En mi primer año de carrera, la librería estaba en un sótano entre la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Formación de Profesorado y Educación; siempre me imaginé que así debía de ser la cueva de Zaratustra de Luces de bohemia, y allí compré, sin saber qué compraba, Los detectives salvajes en su edición de Anagrama, la de las cubiertas rojas. Luego la trasladaron a esa suerte de cárcel de precuela de Star Wars que parece el edificio de la Plaza Mayor y que construyeron para albergar en un solo lugar todos los servicios universitarios. Lo bueno de aquella nueva localización era el local que ocupaba, que era enorme y que, ahora que lo pienso, me recuerda mucho a la Rosario Castellanos. En mi último periodo en la UAM, ya acabando el doctorado y trabajando allí, la cerraron repentinamente y echaron a todo el personal, y todas y todos nos quedamos perplejos, sobre todo desde Filosofía y Letras, porque a la rectoría le valiera madres que la universidad se quedara sin librería. Por suerte, otra empresa se hizo cargo y hubo recontrataciones —ahí fue cuando regresó Santi, el librero—, pero a la nueva librería le cedieron un local minúsculo; este nuevo periodo me pilló ya fuera de la UAM. Segundo, las librerías Ícaro de La Granja de San Ildefonso y de Segovia, regentadas por dos generaciones de libreras y libreros. Si alguien quiere conocer lo que es una auténtica librería independiente, que visite la Ícaro de Segovia. Allí, en ambas librerías, siempre me sentí tremendamente acogido —las librerías también pueden ser un hospedaje— como cliente, escritor y amigo. Tercero, la madrileña librería Alcaná, en la calle Marqués de Viana. Su catálogo digital de libros de segunda mano considero que forma parte del patrimonio emocional e intelectual de múltiples españolas y españoles. No habré ido yo allí veces a recoger mis pedidos, pues siempre era mejor ir a recogerlos que abonar los gastos de envío. Y no habré vuelvo veces a Periferia, Lavapiés o Vallecas en la línea azul del metro con bolsas cargadas de libros, expectante por llegar a la casa para ver una por una mis adquisiciones. En los agradecimientos de mi tesis de doctorado Alcaná tiene un lugar privilegiado y altamente justo. Y cuarto, la Librería Burma, la querida Burma, regentada por Chus y Alfredo y situada en la calle Ave María, en Lavapiés. En mi vida, Burma primero fue refugio cuando regresaba tantas noches de trabajar de la UAM con destino a aquel piso de la calle Amparo donde vivía por entonces y buscaba retrasar mi llegaba a partir de recomendaciones de novela policiaca —Burma ha sido uno de los bastiones del género policiaco en Madrid, y gran parte de lo que sé de este tipo de novelas y de su extraliteratura es gracias a Chus y Alfredo—; después se convirtió en una casa. En Burma siempre hubo libros que encargar, presentar y comprar; conversaciones que disfrutar; recomendaciones que escuchar; latas de Mahou verde que beber, y amigos con los que estar. Si todas y todos tenemos una librería, Burma sin duda fue la mía durante los últimos años en España. Hablar de Burma en pretérito perfecto es, al igual que la biblioteca en cajas, una jodienda enorme pues el 31 de enero de 2023 cerró definitivamente por motivos económicos. Ningún puto medio de comunicación español acogió la noticia. Ningún puto periódico de esos que se llenan las páginas culturales —por no decir la boca— cuando una librería histórica o de una población de provincias está en crisis habló de Burma. A mí aquello me llegó, y creo que nunca se me va a quitar la rabia, la impotencia y la mala hostia. Pareciera que en España solo importaran las pequeñas y centenarias librerías, esas que etiquetan «de toda la vida», cosa que me parece muy bien, pero mejor me parecería sí también se pensara y se hablara de todas esas librerías, como Burma, que son librerías de barrio y que tienen al frente a gente honrada y trabajadora, muy trabajadora, y que saben perfectamente lo que venden. Nadie, salvo las y los habituales, se rasgó las vestiduras por Burma. Llegados a este punto, la imposibilidad de regresar a Burma, abrazar a Chus y Alfredo y comprar sus novedades de novela policiaca es doble y doblemente dolorosa.

Sigo escribiendo y comienzo un nuevo párrafo, y caigo en la cuenta de la dificultad de escribir sobre la biblioteca en cajas sin irme por los cerros de Úbeda: al final, estoy hablando de mi relación con aquellos espacios donde habitan mis libros, propios o ajenos, presentes o futuros, pero todos en estos momentos imposibles, como aquellos con los que sueño. No es tarea fácil, como decía al comienzo —y no lo está siendo precisamente ahora que escribo estas líneas a finales del mes de abril, que es el mes más... Aaah, no voy a caer en el tópico eliotiano, aunque en México todos mis meses son crueles—, enfrentarme a la tarea de ahondar en esto de la biblioteca en cajas. La escritura se dispersa, como mis libros y mis deseos en torno a ellos, y se fragmenta y se distancia de su objetivo; pareciera que la omnipresente distancia no solo afecta a mi mirada y a mi vida, sino también a mis propias reflexiones. Quizá todo se pueda resumir en lo duro que es tener mis libros tan lejos, en la tristeza que me produce esta realidad, y que no va a cesar hasta que me reencuentre con ellos, si es que algún día esto se llega a producir. Desde que comencé a esbozar este texto, decidí volver a algunas notas —parcelas de un dietario, en definitiva— que desde finales del año pasado he venido escribiendo a mano en varias libretas a propósito de la biblioteca en cajas y mis anhelos librescos, justo cuando tomé conciencia de por qué nunca conseguía terminar los libros de Manguel. Llego a la conclusión de que posiblemente la mejor opción para abordar el siguiente párrafo y la continuación de este texto, asumiendo ya la condición fragmentaria de la escritura de la biblioteca en cajas, sea la transcripción de aquellos pasajes. Tal vez en la espontaneidad se encuentre algo de claridad, así como de cercanía.



***

Diciembre de 2022. Cuando viajé a Madrid un mes entre diciembre de 2021 y enero de 2022, gran parte de las horas que pasé en los alojamientos que nos habían cedido unos amigos en la Colonia del Pico de Pañuelo, en Arganzuela, y en un enorme piso en el Paseo de La Habana, 4, las invertí en la angustiosa planificación de qué libros sí y cuáles no podía llevarme de Madrid a Ciudad de México dentro de mis maletas.



Enero de 2023. Me sorprendo en una de las primeras mañanas de 2023 diciéndome a mí mismo «¿qué me ha pasado?»: descubro con mucha sorpresa que aquella novela, titulada Enero sangriento, del escocés Allan Parks que me recomendó Alfredo de la Librería Burma a comienzos de 2020 —justo antes de la pandemia— resulta que ahora se ha convertido en una serie policiaca y que cuenta con ¡tres títulos más! ¿Cómo no me he dado cuenta? Me siento, por un lado, cautivado con la noticia —aunque no cuente con dinero para hacerme con dichos libros—, pero, por otro, algo desorientado y confuso, especialmente porque ya no poseo, no la capacidad, sino la posibilidad de estar atento a estas novedades editoriales gracias a mis paseos por las mesas de novedades de las librerías madrileñas. Internet funciona peor que el descubrimiento casual durante las visitas semanales y sistemáticas a estas librerías. Antes presumía de mi atención y de mi actualización y conocimiento de las novedades editoriales, pero ¿y ahora?



Enero de 2023. ¿Acaso la lista final de referencias bibliográficas de cualquier texto que las haya requerido no es en sí misma una biblioteca concreta? Biblioteca especializada, biblioteca escogida —ordenada personalmente—, biblioteca de un momento puntual y, además, huella de otras muchas bibliotecas.



23 de enero de 2023. Estoy emocionado desde donde escribo. Tras terminar las clases de poesía de esta mañana —que han ido bastante bien, por cierto— y mientras espero a que salga Weselina de sus clases, he decidido acercarme a la biblioteca de la Universidad del Atrio de Sor Filotea, donde he empezado a trabajar como profesor, para registrarme como usuario, y aquí me he quedado. Desde que salí de Cantoblanco, allá por 2019, no he vuelto a pasearme tranquilamente por una biblioteca universitaria. Qué viva emoción reencontrarme con este olor al otro lado del océano. El olor de las bibliotecas es universal. Trastear entre los estantes y encontrar siempre algo que llevarme a casa. Qué sensación tan nueva esta del reencuentro. Y eso que parece que no estoy en la mejor biblioteca del mundo, pero es una biblioteca, y este simple hecho convierte todo esto ya en un mundo. La emoción de poder escoger un lugar entre tantos vacíos, sentarme, desplegar la vida de uno sobre la mesa y hacerla, por un breve tiempo —que es un rapto—, algo propio, y sentir así que yo soy ahora de esta mesa, de esta silla, de esta repisa.


Enero de 2023. Sueño tan apasionadamente —incluso fantasiosamente— con la llegada de mi biblioteca a México, igual que cuando era niño soñaba con crecer, ser adulto y pasear solo por las noches de Periferia.


Enero de 2023. Ya rara vez, solamente cuando me acuerdo, retomo la costumbre de revisar las novedades en la red, que antes hacía semanalmente, de las siguientes editoriales: Cátedra, colección Letras Hispánicas y Letras Universales; Alianza, colección El Libro de Bolsillo; Visor; Austral —siempre atento a las reediciones de Umbral y Josep Pla—; Penguin Clásicos. Cátedra, Alianza y Austral las encontraba rápidamente en la librería de la Universidad Autónoma de Madrid, incluso dos días antes de la fecha de lanzamiento que se anunciada en la web. Era delicioso gastarme el sueldo, cuando este era mucho y mis gastos eran pocos, en las novedades de estas tres editoriales siempre que visitaba la librería y saludaba a Santi; visitas que hacía mientras paseaba por el campus de Cantoblanco para darme un respiro del trabajo. Poder poner en práctica aquella vieja costumbre en mis días actuales es simplemente una quimera. / ¡Qué felicidad tener una librería dentro del lugar donde se trabaja, o si no tenerla cerca, muy cerca!


Febrero de 2023. Desde hace unos cinco o seis años tengo un sueño recurrente: los libros imposibles. Sueño concretamente con libros que no existen, publicados en editoriales imaginadas, de autores de tradiciones inexistentes, comprendidos en colecciones diferentes, tanto de bolsillo como de tapa dura, a su vez inventadas; algunos incluso pertenecen a un sello común, que en los sueños identifico con la ilustración de un ratón que agarra varios libros. Nunca recuerdo al despertarme los detalles y la información de aquellos títulos —sería tremendo acordarme— y no sabría decir con exactitud debido al olvido si siempre sueño con los mismos, pero esa es la sensación con la que me despierto siempre. Lo que sí tienen en común cada vez que aparecen en mis sueños es que los deseo y los necesito, igual que cuando voy a una librería y miro un libro y el antojo pasa a ser una necesidad. A veces sueño que los tengo en casa, colocados en un lugar determinado de las estanterías —así fueron los primeros sueños—, pero en otros —y estos son los más recientes— dichos libros están en una librería —a veces se me aparece la vieja Casa del Libro de la Gran Vía, en Madrid, no la de ahora, sino la de antes, aquella de tenía estanterías dobles que se desplazaban—, y algunos los puedo comprar pero otros no porque no tengo dinero, y sé de sobra cuáles son estos y retengo sus cubiertas —verdes, por lo general— y sus títulos y los nombres de sus autores, que forman parte de una tradición onírica que conozco perfectamente dentro del sueño, para adquirirlos en un futuro o quizá en otro sueño. Como no creo para nada en el significado o en la simbología de los sueños, no busco dobles lecturas cuando me vuelvo a encontrar por las noches con los libros imposibles. Lo que sí sé es que simbolizan la capacidad de salvación que tienen para mí los libros —quizá de ahí venga mi cada vez más confirmada bibliomanía—, pues los libros imaginarios o imposibles, en cuanto aparecen, enseguida me sosiegan y siento que me salvan.


Febrero de 2023. La biblioteca en cajas y las librerías imposibles, imposibles por la distancia: Burma, Ícaro, Alcaná, librería de la UAM.


18 de febrero de 2023. Sábado, mi día de descanso de toda la semana. No me apetecía mucho leer en casa por la tarde, así que me he ido a Porrúa, la que está en Insurgentes, cerca del metrobús de Campeche, para buscar Mil y un sonetos mexicanos, de Salvador Novo para mis clases de poesía. Lo he comprado y también he adquirido un volumen de cantares de gesta medievales y una novela policiaca de Martín Solares, la segunda entrega de una serie de fantastic noir. He decidido volver andando a casa por un rato: el clima era bueno y me apetecía fumar mientras caminaba sin prisas. A pesar de que llevo unos días gestionando, o intentándolo, mis enfados con México, en ese paseo de quince o veinte minutos por Insurgentes he sentido lo mismo que cuando paseaba solo por el centro de Madrid, Barcelona o Vallecas después de comprar libros. Una sensación que siempre he asociado con la paz, el presente y el sosiego, es decir, con mi casa. Mentiría si dijera que antes no me he sentido así por aquí, pero hoy por un breve momento he sabido que Ciudad de México es mi casa y que siempre lo será, y he sido muy, muy feliz; me he sentido además muy pleno. En otro orden de cosas, hoy han regresado a mis sueños los libros imposibles; eran varios y nunca antes los había visto: estaban publicados en Castalia, en un formato completamente onírico; recuerdo solo uno en concreto que era una antología de poetas españoles y olvidados del medio siglo, aunque tenían nombres extranjeros, entre árabes y eslavos. También, hoy hemos terminado la ver la última temporada de la serie británica Happy Valley, de Sally Wainwright. Wese y yo hemos llegado a la conclusión de que es la mejor serie policiaca después de The Wire.


20 de marzo de 2023. Escribo con desgana, pero no quiero que se pierda lo que soñé anoche. Quizá la desgana venga de haber vuelto a la realidad de la Ciudad de México y de no haber parado en toda la tarde —paré cuando se me rompió la tortilla de patatas que estaba preparando para la cena—, y de ver también a Weselina trabajando toda la tarde, sin ningún minuto para descansar. Ayer, sobre esta hora, tal vez un poco antes, estábamos comiendo churros ella y yo en el zócalo de Puebla. Aunque hoy escriba desde el Monstruo, donde no termina de empezar a llover, anoche soñé en Puebla con los libros imposibles, aunque estos eran distintos a los habituales. La escena transcurría en una habitación como esta desde donde escribo, en la misma mesa desde donde escribo ahora. En el sueño, no obstante, me asomaba a la ventana y la calle era otra a la mía: una avenida de dos carriles, llena de comercios a ambos lados de la acera. Esa calle la sentí propiamente latinoamericana, como si mi calle no fuera latinoamericana, pero el concepto de Latinoamérica era bien distinto en mi sueño, aunque al mismo tiempo fuera el mismo que tengo cuando estoy despierto. En el sueño, me asomaba a la ventana para ver si llovía, pero no, cosa que me extrañó, ya que encima de mi escritorio estaba cayendo agua y mis libros se estaban empapando. Y allí volvían a estar los libros imposibles, aunque esta vez eran ensayos y libros de consulta, igual que los que tengo ahora desplegados por la mesa. La nitidez sobre sus características y rasgos era mucho más clara cuando me desperté esta mañana en Puebla. Aun así, soy capaz de recordar que algunos tenían las cubiertas negras y las letras rojas, y estaban escritos por señores viejos, posiblemente ya fallecidos; y esto me parece curioso, porque nunca antes me había percatado de estos detalles en mis anteriores sueños. Lo que sí recuerdo con bastante nitidez fue cómo reconocí como míos a aquellos libros imposibles —como si ahora que escribo los tuviera aquí al lado— y cómo, incrédulo, miraba cómo se iban mojando y estropeando. En el momento de reaccionar, me desperté.


21 de marzo de 2023. Imposibilidad de nombrar la biblioteca en cajas: incapacidad sentimental de nombrar la pérdida. / Recibí esta mañana un correo electrónico de Santiago Urbano Sánchez, uno de mis profesores de la carrera, con quien de Pascuas a Ramos me escribo, pues el magisterio que nos une ha devenido en amistad. Santiago me enviaba escaneado un capítulo sobre la poesía de Vázquez Montalbán que Alfons Cervera había incluido en su último libro, Algo personal. ¿Te ha picado alguna vez una abeja muerta? En su anterior correo, mi antiguo profesor me había dicho que le había dado por leer a autores valencianos cuyo apellido comenzara por ce. El texto de Cervera planteaba en su parte final un reto a la lectora y al lector: localizar un poema montalbaniano, que Cervera dudaba si existía realmente, dedicado a la cantante Nico. Obviamente, retrasé el comienzo rutinario de mi día para buscar ese poema que no me sonaba mucho, la verdad. Llegué a la conclusión de que bien podría ser uno de esos textos tan eróticos de Vázquez Montalbán incluyó en la primera parte de su poemario A la sombra de las muchachas sin flor; si bien ningún poema contaba con una dedicatoria explícita a la alemana, esta mujer perfectamente podría haber servido de inspiración a alguna de las composiciones y, tirando de imaginación, bien Vázquez Montalbán se lo podía haber comentado a Cervera en su día, bien Cervera había llegado a esta conclusión motivado por algo que se me escapaba. El caso es que, aunque mi búsqueda no dio muchos frutos, me quedé pensando en el interés del escritor valenciano por la poesía del escritor barcelonés. Y ahí de repente recordé, y así se lo he contado a Santiago en mi respuesta de esta misma mañana: a Alfons Cervera lo conocí en 2015, en un congreso precisamente sobre Vázquez Montalbán celebrado en la Pompeu Fabra; me reencontré con él al año siguiente —recuerdo que se acordaba de mí— en otro congreso de literatura, esta vez en Alcalá de Henares, donde también hablé de Vázquez Montalbán. No sé en cuál de ambos encuentros Cervera me habló de su faceta como poeta, y me dijo que su primer poemario era prácticamente un plagio de Una educación sentimental, el primer poemario montalbaniano, debido a la enorme impresión que le causó la lectura de aquel libro. También me habló de su poesía completa, que existía únicamente gracias a que se la había editado un amigo suyo; una faceta de su obra a la que él no le daba mucha importancia, como si la poesía —y recuerdo que tuve esta impresión— fuera para él un pecado de juventud. No sé si fue en Barcelona o en Alcalá, pero me prometió que me iba a enviar un ejemplar de aquel libro, y así lo hizo. Cautivado por este recuerdo que no sé en qué galería interior había abandonado, quise levantarme del escritorio para ir a buscar el libro —veía en ese momento su lomo, su cubierta y su tipografía sans serif con total claridad— con el fin de materializar la memoria, de checar los primeros poemas que recuerdo que, efectivamente, eran muy montalbanianos y de rendirme ante esa pequeña presión o pulsión que a veces nos asalta de que ya es hora de leer ese libro, pues a todo libro, tarde o temprano, le llega su momento, aunque hayan pasado años desde que acabó en nuestras manos. Pero no. Imposible darle sentido a la anécdota, aportarle realidad al recuerdo, pues la poesía completa de Cervera vive ahora condenada a la biblioteca en cajas. Esta situación, no obstante, la llevo viviendo desde que emigré. Pienso en que determinados libros que tengo me van a venir maravillosamente bien para la preparación de mis clases presentes y futuras, y me dispongo a buscarlos... Hablo con Weselina sobre el programa de sus clases de literatura hispanoamericana o teoría literaria, o sobre cualquier cuestión literaria que aparezca en nuestras conversaciones, y recuerdo que cuento con unos libros propicios para estos temas, y me dispongo a buscarlos... Se me antoja leer a equis autora o autor y recuerdo que tengo algunos libros suyos —me pasó hace poco con Pablo Neruda, por poner un ejemplo, y rápidamente me acordé de aquella estupenda antología de su poesía en dos tomos publicada en Alianza y que conseguí, con mucho esfuerzo, de segunda mano—, y me dispongo a buscarlos... Me dispongo a buscar todos estos libros y lo que me sucede es que, al dirigirme a las estanterías, me doy un tremendo hostión con una pared invisible, que no es otra cosa que la distancia y la evidencia de que mi biblioteca está metida en cajas en mi país natal.


Abril de 2023. Los libros de mi biblioteca son posmemoria. Podría hablar y saber de mi pasado, pero no solo de lo vivido y lo sentido, sino también de lo deseado, a través de los libros de mi biblioteca. Y luego está el secreto (el tesoro) de las líneas subrayadas en mis libros, que primero olvido y luego, y qué belleza, descubro sorpresivamente. / Intento reconciliarme con Manguel, buscando comprensión y posiblemente algo de consuelo. Agarro por segunda vez desde que lo compré Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones, publicado por Almadía en cubiertas de cartón. Lo abro al azar y leo: «Con frecuencia he sentido que mi biblioteca explicaba quién era yo».


Abril de 2023. Al salir del MUNAL, a los pies de la estatua ecuestre (y cesárea) de Carlos IV, le he comentado a Weselina por enésima vez lo mucho que me han gustado las pinturas que hemos visto de José María Velasco. Es que el XIX te gusta mucho, ha contestado ella. Recordé entonces la colección del Prado del XIX, que era lo único que visitaba en aquellas tardes madrileñas en las que iba al museo aprovechando la entrada gratuita, y siempre solo. En mi última visita, compré un catálogo con todo ese siglo pictórico, para así tener esa planta baja del museo siempre a mano. Se lo he comentado a Weselina y le dicho que ese libro, que ojalá le pudiera enseñar al llegar a casa, está en Madrid, en la biblioteca en cajas.


***

Ha comenzado mayo y no sé todavía cómo terminar este texto sobre la biblioteca en cajas. Me resisto a que su punto final sea la melancolía que me produjo —y que, si lo pienso ahora, me sigue produciendo— un catálogo del Prado metido en una caja. Sería muy injusto terminar sin referirme a las dichas que me produce el mundo editorial mexicano, que daría sin mucho problema para otro texto. A estas alturas de la película, por ejemplo, puedo reconocer en mi vida capitalina una rutina libresca de la que no sabría desprenderme: el descubrimiento de las novedades de Fondo de Cultura Económica en la tienda virtual de la editorial, materializadas al poco en la entrada de la Rosario Castellanos; tantos clásicos descatalogados en España pero editados, y tan económicamente, en Porrúa; los maravillosos saldos de libros —algo que no existe en Europa, pues allí hay guillotinas— en las librerías de Fondo y especialmente en la entrada de la sucursal de El Péndulo de La Condesa; el recorrido por las librerías de Miguel Ángel de Quevedo, con las obligadas paradas en la Gandhi, donde siempre hay alguna oferta, y en la planta baja de la Octavio Paz. La búsqueda y la compra de libros se han convertido en una excusa para ir alcanzando una rutina que huela a hogar, ¿o es al revés?

A su vez, la biblioteca mexicana, la que venimos construyendo desde septiembre de 2020 a partir de los 30 o 40 libros que trajimos de España, va poco a poco adquiriendo cierta autonomía, aunque al contemplarla, al utilizarla o al ordenarla se descubre que es inherente a ella la sombra de la biblioteca en cajas.

A finales de abril, le compré en la puerta de El Péndulo a Weselina tres títulos de literatura árabe contemporánea editados en la colección Kitab de la editorial Turner, a $80 el ejemplar; ¡ojo, a $80! Aunque a Weselina le entusiasmaron, rápidamente me confesó, a propósito de todo lo que tiene acumulado en Madrid de sus viajes a Oriente y sobre el mundo árabe, que echaba de menos sus cosas, sus libros, que forman parte también de la biblioteca en cajas. Weselina y los libros son dos elementos que, además de en mi vida, aparecen en uno de los poemas de mi libro Geometría y compasión. Me acordé de este texto hace no mucho, cuando, tras tomar un café en El Desastre con el poeta peruano Mateo Díaz Choza y charlar con él sobre la escritura de cada uno, subí a casa y releí algunos poemas de dicho libro, que considero además mi mejor poemario. Uno de los poemas al que volví justo en aquel momento —ese al que me refiero más arriba—, donde fantaseo con habernos encontrado Weselina y yo en el Berlín de entreguerras, y que escribí todavía en Madrid y sin saber que iba a terminar en México, concluye de la siguiente manera:


[...] que viene el mundo rápido

y va derecho a derrumbarse,

mas no tú y yo, tampoco los percheros,

las sillas, la humedad escondida

y los planes, esquemas, garabatos

sobre el orden de nuestra biblioteca

tras volver del exilio.


Mi amigo Diego Medina Poveda, cuando ambos vivíamos en Madrid y salíamos tanto por las noches, siempre me hablaba de los vates y de la capacidad adivinatoria que tienen —que tenemos, me decía— los poetas. Pienso entonces en la biblioteca en cajas y en su posible relación con estos versos. Y me quedo rumiando esta idea y temo continuar y que, al igual que con la escritura de la biblioteca en cajas, la nostalgia me lleve de nuevo por los cerros de Úbeda.

 

Sesi García

Sesi García (San Sebastián de los Reyes, Madrid, España, 1992). Es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de los poemarios Tabaco de liar (Canalla Ediciones, 2012), Otro perfume de hablar (Eirene Editorial, 2014), ¿Quién me compra este misterio? (La Isla de Siltolá, 2017), El octavo día de la semana (Baile del Sol, 2018), Rubayat del DYC (Ojos de Sol, 2020), Geometría y compasión (Premio Álvaro de Tarfe de Poesía, Ápeiron Ediciones, 2020) y Breve antología de la poesía periférica contemporánea (Eirene Editorial, 2021). En la actualidad, reside en Ciudad de México dedicado a la investigación literaria.