Carta a Berenice

Ramin Talebi

Jugábamos, te acordarás, a probarnos nuevas vidas ante el espejo que cada una era para la otra. Habrá sido por finales de agosto; un viento vivo arrastraba nubes luminosas, echaba a volar las hojas enrojecidas del roble y, sin que lo supiéramos, se llevaba la infancia. Ya no sé si la idea fue tuya o mía. O de nadie, y simplemente nos la trajo un ramalazo de aquel aire adolescente. Acróbatas sin red, subidas a lo más alto de nosotras mismas, nos inventamos hermanas y, por añadidura, mellizas. Acaso recuerdes (yo lo olvidé) de cuál culebrón caribeño copiamos nuestro mito de origen. De pronto hijas de lo inconfesable, separadas a meses de nacer, asignadas a diferentes madres y padres, acordamos desechar los nombres heredados a cambio de otros, resplandecientes y arcaicos. Vos serías Berenice, yo Isolda. Así nos dijimos, entre risas, parodiando aquella pavada de «yo Tarzán, tú Juana». Encendidas por el recién encontrado poder nos abocaríamos a tramar desde cero la propia biografía. De un almanaque (veo la lámina: dos gatitos en una cesta) elegimos la fecha de nacimiento: febrero 17; el libro de Linda Goodman nos había convencido de ser acuarianas del tercer decanato, románticas, sensuales, ambiciosas. 

Así, renacidas en pegoteo de siamesas, nos dimos al juego de intercambiar las figuritas que a cada una habían tocado. De vos, Berenice, admiré la minuciosidad cruel con que diseccionabas cada uno de tus días. Las ausencias y desvíos paternos, las derivas sicóticas de esa mujer lacerada que tenías por madre y a la que probamos imaginar de las dos. Aunque me sedujo la posibilidad de una madre embravecida, preferiste (y yo no insistí, había aceptado tu jefatura) que hiciéramos de aquella infeliz, que yo veía languidecer en casa, la remota alimentadora de ambas. Llegaríamos a discutir, tontas y malvadas, si la teta izquierda a mí, la derecha a vos o viceversa. Entre las tentaciones y el miedo, el dolor y la farsa, la impostura y la búsqueda, aprendimos que mover una pieza cualquiera modifica en efecto mariposa todo el pasado y, por resonancia, prefigura lo que se cuece en el mañana. 

Sé (lo supe desde el comienzo) que en el afán por mostrarte incisiva, de a ratos fabulabas. A eso no opuse reparos; por el contrario, lejos de desmentirte, reforcé mi credulidad. Di por cierto que tu padre traficaba merca con Holanda, que tu madre había acribillado a dos sicarios en defensa propia, que estaban por hacerse cargo del principal cartel transoceánico… Al fin la común vocación novelera había favorecido el mutuo reconocimiento por más que fuésemos, sin embargo, cara y ceca. Vos, arrojada y lengua larga; te regodeabas en el recuento de males; en cambio yo, medrosa y reticente, no me atreví (y aún lo lamento) a confiarte crudamente lo que ocurría en casa, lo que me ocurría. Quizás fuese demasiado gravoso para volcarlo en palabras y no por lo que pudieras pensar o decir sino porque me hubiese horrorizado oírlo de propia voz. Por darle cauce delineaba atajos, ensayaba rodeos, me las componía para que distintas voces, procedentes de los sueños, las declarasen por mi boca. Sí, Berenice, era mi argucia de cobarde o desvalida espiarme con ojos cerrados en ese caleidoscopio de visiones huidizas, para después, en la vigilia, recomponerlos con cuidados de arqueóloga y poder contarlos, contármelos, contártelos.


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Traigo aquí estas palabras, algunas ya gastadas, casi todas redundantes, no por temor de que hayas olvidado sino para que, al escucharlas, recobremos algo de aquellos días fugaces. Los años, ¿ya cuántos?, ¿treinta? me hicieron entender que nuestra victoria, no importa si grande o pequeña, en todo caso para mí la única, fue aquella de recrearnos hermanas desde el útero. Y que a partir de allí, amparadas en la conciencia ambigua de que lo éramos a partir de una travesura, nos autorizáramos las astucias de un amor clandestino, sin culpa ni restricciones. 

Perdoná que me haya puesto un tanto nostálgica, sé que invitar al pasado, por precioso que haya sido, hiere o al menos rasguña. ¿A qué, te preguntarás, este palabrerío salpicado de confesiones retaceadas y tardías? ¿A santo de qué revivir las emociones que un día terminaron por pesarnos y en tácito acuerdo dejamos caer? Sucede que, como tantísimas veces antes, quisiera contarte otro de mis sueños, el último, el de anoche, el más desconcertante. Ya lo ves, no me basta ser la confidente de mi misma, vuelvo a necesitar que oficies de espejo…

Ernesto Tancovich

Ernesto Tancovich (Campana, Argentina, 1945). Entre otras distinciones, fue finalista con mención especial en el Premio Provincia de Córdoba con su poemario El niño stalinista. Finalista y mención especial en el Premio Bioy Casares con su poemario Radioterapia. Tiene publicaciones en revistas de Hispanoamérica, EE. UU. y España, entre ellas La gran belleza y Cuentos del Andén (Madrid), Nagari (Miami), Boca de Sapo (Buenos Aires), Espejo Humeante y Papeles de Mancuspia (México), y La astilla en el ojo (Colombia). Su libro de cuentos Factoría Acme (1° Premio Municipal de Córdoba) se encuentra próximo a ser publicado por la editorial de dicha ciudad. 

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