L.A. Rain

Dominik Martin

La lluvia sonaba como el galope de un caballo. Llevaba tanto tiempo en Los Ángeles, en una sequía de décadas, que me quedó más fácil concluir que lo que estaba escuchando era el ruido de cascos, no unas gotas de lluvia cayendo sobre el techo de mi edificio. Corrí hasta la ventana. El asfalto de la calle estaba cubierto de una capa de agua tornasolada, brillante por el aceite automotriz que se acumula en este clima tan árido, y los conductores de los carros que pasaban habían bajado la velocidad a cinco millas por hora. Nadie sabe qué hacer cuando llueve en Los Ángeles. La señora coreana del edificio de enfrente salió con su bolsa reutilizable bajo el brazo, lista para el mercado, pero apenas vio los arroyos que empezaban a correr calle abajo, se quedó con la chapa de la puerta en la mano y al instante cerró de un portazo. No volvió a salir en toda la tarde. Me consta, pues durante las tres horas que duró la tormenta, seguí mirando por la ventana. 

Los días de lluvia eran lo único que me habría gustado conservar de Bogotá. Los huecos en las calles, los ladrones en cada esquina, mi familia; de todo eso quise alejarme intencionalmente. De la lluvia, no. Disfrutaba perderme durante horas en el ruido blanco de los aguaceros bogotanos. Su traqueteo entumecedor me permitía concebirme a mí misma como un punto que flotaba en el silencio porque era superior al país que lo rodeaba, no como un bebé de veinticinco años que, como no pudo deshacerse del cordón umbilical en el momento adecuado, tendría que arrancarlo a punta de mordiscos rabiosos que causarían múltiples heridas. Mi mamá lloró de alegría y de pena cuando le conté que me había salido la visa de estudiante. El orgullo de la familia, la primera que lograría irse de un país sin oportunidades. El día de mi vuelo hicimos planes para desayunar al aire libre, una despedida que ninguna de las dos se atrevía a llamar así, pero llovió. Tuvimos que conformarnos con un café mocoso en el pabellón de salidas internacionales, cada una asegurándole a la otra que la nariz tapada y el lagrimeo eran el resultado de un resfrío, algo que seguramente habíamos contraído por habernos mojado mientras subíamos mis maletas al baúl del taxi. 

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Mis primeros años en Los Ángeles los invertí en cambiarlo todo de mí misma. Con la tozudez con la que antes había estudiado para lograr irme a Estados Unidos, me dediqué a pulir una personalidad que me resultaba apocada ahora que tenía tiempo de pensar en ella. Mi combo del doctorado eran los estudiantes internacionales, así que fui copiando sus rasgos dispares como quien compra camisas. De mi amigo francés aprendí que la crueldad puede ser una virtud si se le llama «honestidad», del alemán que una opinión controversial puede reemplazar una personalidad si uno la repite lo suficiente, de la australiana que las personas tienen derechos y que es normal esperar que el gobierno haga cosas por uno. A la niña tímida y estudiosa que entró a UCLA la reemplazó una doctora con una bocota tan grande como su ego, ese ego que por lo menos había mantenido escondido durante su sentencia en Colombia. Dos meses antes de mi grado, mientras disfrutaba de un paseo que hicimos con mis amigos a San Diego, le dije a mi mamá que no viniera a la ceremonia porque los tiquetes estaban caros. La verdad, que no me atreví a considerar sino ya tarde, era que me avergonzaba de su inglés machacado…

Diana Andrade

Diana Andrade (Bogotá, Colombia, 1987). Es doctora en Historia de la Universidad de Princeton. Ha trabajado como investigadora y profesora de secundaria. Sus cuentos han sido publicados en la antología XXIV Concurso de cuento Ramón de Zubiría y en la revista Crisopeya. Obtuvo el tercer lugar en el I Concurso Internacional de Cuento Due Passi de Logroño. Vive en Los Ángeles, California.

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