Una gran familia

Tobia Sola

Mamá siempre decía que no a todo, pero esa tarde no alcanzó a decir nada porque apenas dije:

—Hoy voy a hacer ski acuático.

Milton saltó:

—Yo también.

Y aunque Milton tenía la misma edad que yo, mamá me dejaba ir con él a cualquier lado como si él fuera un hermano mayor, el mejor, el más responsable, y yo una nenita bobita incapaz de cuidarme sola. Lo bueno de Milton es que enseguida se enganchaba en cuanto partido de fútbol, tenis o fútbol-tenis se le cruzara. Él se sacaba la remera para fanfarronear con su cuerpo de fisicoculturista, y yo me lo sacaba de encima a él. 

Una mañana Milton se sumó a un partido de waterpolo, y yo me fui sola a la playa. A mamá no le gustaba que anduviera sola por el hotel porque, aunque había seguridad por todos lados, decía que el lugar era demasiado grande y que ahí, entre los yuyos, podía encontrarme con algún animal salvaje y nadie escucharía mis gritos de auxilio. Pero yo no tenía miedo, más que iguanas en las paredes de las habitaciones y carpinchos en la zona del río, ahí no había nada peligroso. Así que bajé hacia el acantilado, algo apurada porque los escalones de piedra además de pinchudos estaban que hervían, y me encontré con Rodo sentado entre las dunas, una mano adentro de su malla. Apenas me vio, sacó la mano y la apoyó en la arena. El sol le hacía resaltar en las uñas un brillo de humedad. 

—¿Qué hacés acá? —dijo mientras hundía la mano de la vergüenza en la arena. 

Casi le digo vine a ver cómo te pajeás, boludo, pero  solo dije:

—Vine a patinar sobre hielo.

Él abrió la boca para decir algo más, aunque rápido volvió a cerrarla. Dudó un instante. 

—¿Y Milton? —dijo. 

Aunque no le contesté, él asintió, y mientras asentía se mordía la piel reseca del labio de abajo.

—¿Y el Mini-club? ¿No fueron hoy al Mini-club? ¿No iban a hacer arco y flecha hoy? 

Dije:

—Odio el Mini-club.

Y para que me dejara de joder, me puse a mirar fijo donde tenía hundida la mano. 

—Qué, ¿no hiciste amiguitas nuevas? —Me hablaba como a un bebé—. ¿No hay chicas de tu edad? 

Ni chiquitas, ni amiguitas, ni boluditas, quise decirle, pero solo levanté los hombros de un qué te importa, y él se sacudió como si de repente le hubiera cruzado un escalofrío por el cuerpo. Miró hacia el mar y me ignoró unos mil años más antes de decir:

—Hace calor, ¿no querés un juguito? —Y después, como iluminado, saltó—: ¿un Bahama Mama?

El Bahama Mama era el descubrimiento del verano, una mezcla perfecta de jugo de naranja, ananá y coco, más un chorrito de granadina para decorar el vaso como un atardecer. Los adultos, no las nenitas bobitas como yo, podían agregarle ron o vodka, y aunque yo no lo pedía con alcohol, para mí ese jugo era adictivo. No sé, podía tomar ocho mil vasos por día sin cansarme, pero:

—No —dije.

Rodo asintió, aunque empezó a exprimirse la frente como si buscara la solución a un problema de trigonometría. 

—¿Me traerías uno? —dijo con más duda que sed—. Porfa, sin alcohol.

¿Porfa? ¿Se hacía el canchero conmigo? 

Me hubiera gustado decirle no, ¿qué soy, tu sirvienta?, pero  solo dije:

—No, gracias. 

Y para ponerlo más nervioso me acomodé en la arena junto a él. En un momento, cuando sin querer le rocé la pierna con mi rodilla, él se movió hacia atrás como si yo estuviera hecha de aceite hirviendo, y entonces pude ver que, medio escondida, Rodo tenía la mochila de playa de mamá. ¿Qué hacía con la mochila de mamá? 

Los Romano, Rodo y Susy Romano, conocían a papá y a mamá de toda la vida. Papá y Susy fueron juntos a la facultad y juntos entraron a trabajar en el laboratorio de virología en Ciudad Universitaria, y aunque juran que entre ellos nunca pasó nada romántico, yo no les creo. Ningún tipo puede ser tan amigo de una tipa sin querer nada raro a cambio. Así que, aunque no lo admitan… Después, qué sé yo, se habrán aburrido de tanto manosearse entre el agar-agar y las placas de Petri, y se casaron con sus opuestos, personas bien distintos a ellos como mamá, que es decoradora de interiores, y Rodo, que es psicólogo de la no sé qué de la Gestalt o algo así. 

Cuando era chiquita, debía tener cinco, seis, años, papá y Susy andaban siempre de viaje. Que congreso de acá, congreso de allá, y entonces todos los sábados a la mañana Rodo y Milton pasaban a buscarnos a mamá y a mí, y nos llevaban al club, porque en ese entonces todos íbamos al mismo club deportivo en San Miguel. Por la tarde, justo antes de que se hiciera de noche, Rodo nos llevaba del otro lado de la cancha de golf a juntar moras de unos árboles que, aunque estaban afuera del club, extendían sus ramas hacia adentro. Rodo ni siquiera necesitaba saltar para mover las ramas y hacer caer las moras que Milton y yo guardábamos en unos táperes que le robábamos a Susy. A veces Milton llevaba su raqueta de tenis y también sacudía el árbol. Como yo era más bajita y no llegaba ni con cinco raquetas atadas, Rodo me alzaba con sus manos peludas y me sentaba sobre sus hombros, apretando sus dedos contra mis piernas para que no me cayera mientras sacudíamos. Para hacerse el canchero, movía la cabeza a los lados, la boca abierta, e intentaba atrapar las moras que hacíamos caer. Era divertido porque cuando atrapaba alguna y masticaba, el jugo violáceo chorreaba pintándole los labios. Además, él hacía una especie de bailecito en donde se sacudía de un lado a otro y yo, ahí arriba suyo, recibía las cosquillas de su pelo enrulado. 

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Se ve que justo le estaba sonriendo al recuerdo porque de la nada Rodo dijo: 

—¿Estás bien?

Volví a ponerme seria y señalé la mochila de mamá:

—¿Me pasás el bronceador? 

Él me miró con cara de perro callejero asustado por una tormenta eléctrica y me pasó la mochila. La abrí y revolví despacio, como si ahí pudiera encontrar las huellas de algún delito, hasta que saqué el pomo del bronceador, desenrosqué la tapa con lentos movimientos de inspector que espera la confesión del culpable, y apreté sobre mis piernas ese olor a aceite de coco podrido que me daban ganas de arrancarme la piel. También me froté en los brazos, en la panza, en el pecho, y cuando llegué a la zona de los hombros esperaba que Rodo se ofreciera a ayudarme con la espalda o qué sé yo, pero el bobo se quedó quieto, con la vista fija hacia el mar, sin decir una sola palabra. Ese día me tomé dos Bahama Mama seguidos, uno sin alcohol y otro con dos medidas de vodka, que pedí diciendo que era para papá. Después me acosté en una reposera y me quedé dormida, aunque todos hacían un ridículo baile de saludo al sol alrededor de la pileta, con la música típica del hotel a todo volumen. 

Esa música sonaba, a través de parlantes escondidos en piedras, plantas, faroles de luz, todos los días, a toda hora, por los rincones más insólitos del hotel. Incluso el día en que Milton y yo caminábamos hacia la zona del muelle para hacer ski acuático, la mujer, siempre la misma mujer de voz áspera, arrastraba las jotas del portugués entre la insoportable alegría de su axé. Como si fuera poco, el estúpido de Milton la tarareaba sin parar. Dije:

—¿No estás harto de esta musiquita?

Él enderezó la espalda, Susy siempre le decía que enderezara más la espalda porque sino iba a terminar como el jorobado de Notre Dame, y dejó de tararear.

—Eh… —Dudaba, no sabía si disculparse o no—. ¿Querés que nos tomemos unos juguitos, unos Bahama Mamas o…?

Salvo la vez en que Milton se bajó los pantalones para mostrarme qué tan distinto de mí era él ahí abajo, siempre me pareció un estúpido, la clase de chico que nunca contradice a otra persona con tal de caer bien. El Milton pajero y con granos de ahora es todavía más estúpido que el de antes, como si la adolescencia le hubiera tirado encima unos cuántos baldazos más de estupidez, pensaba yo mientras cruzábamos el puente, por encima del río de los carpinchos, hasta que vimos que los del Mini-Club estaban por empezar un partido de fútbol-tenis. Lo empujé:

—Corré, dale.

Milton, confundido, no hizo más que dar unos pasos adelante. Me acerqué a él, y mientras le tiraba la remera hacia arriba como para sacársela, le dije:

—Dale, pelá esos musculazos de superhéroe.

Pero él seguía como estatua, con la vista fija en la puerta del spa donde un empleado de animación le tocaba el culo a una empleada, una rubia tetona que, al recibir la mano en la raya, se reía divertida, sin pudor. Cuando vieron que los mirábamos, que Milton no podía despegar sus ojos de la mano sobre el culo, el empleado hizo un gesto de animal carnívoro:

—Oh, ¿esto? —Extendió la mano para abarcar la mayor cantidad de cachete—, nos somos todos uma grande familia aquí —dijo en un esforzado español mientras, de un envión, pegaba el cuerpo de la chica al suyo.

Milton sonrió como se le sonríe a una vecina que se acerca a pellizcarte las mejillas, a decirte qué grande que estás, tesorito, y después de asentir siguió camino. Yo fui detrás de él al ritmo de un:

—Esperá, ¿no querías tomar un jugo?

Él iba rápido y a la vez algo incómodo, tambaleante, casi una réplica de Chaplin, con el cerebro que, seguro, se le había bajado a la entrepierna.

Yanina Rosenberg

Yanina Rosenberg (Buenos Aires, Argentina, 1980). Es farmacéutica y licenciada en Letras. Es autora de La piel intrusa (Páginas de Espuma, 2019), un primer libro de cuentos premiado por la Fundación El Libro. Traducidos al inglés, sus relatos han sido publicados en diarios, antologías y revistas literarias internacionales como Trampset, Granta, Iowa Literaria, Revista Ñ/Clarín, entre otras, y han sido premiados en Argentina, Perú y España. Su primera novela, Momento Estocolmo, fue premiada por el Fondo Nacional de las Artes de Argentina.

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