La pintura, la niebla y su trazo
El nervio óptico, de María Gainza
Si la novela, como parece hoy ocurrir cada vez más, deja caer la memoria de su ambigua relación con el misterio, si, cancelando toda huella de la precaria, incierta salvación eleusina, pretende no tener necesidad de la fórmula o, peor aún, dilapida el misterio en un cúmulo de hecho privados, entonces la forma de la novela se pierde junto con el recuerdo del fuego.
El fuego y el relato, GIORGIO AGAMBEN
Giorgio Agamben señala que las novelas del yo de los últimos años han comenzado a volcar la vida en la literatura —en lugar de la literatura en la vida— sin un estilo conformado y un pensamiento profundo, alejándose del misterio que vive y se destruye a través de la literatura, de la atención por la palabra. No obstante, El nervio óptico, donde la narradora en primera persona nos habla de sí misma, no incurre en este error, sino que, ayudada de otras artes, se desliza hacia otros lugares y tiempos, fragmenta la historia, la colma de múltiples voces, se rodea de esa niebla que cubre las ciudades y que nos hace descubrirlas por primera vez, envolviéndolas en «una espesura fantasmal». Así en esta sección, inaugurada hoy, trataremos de seguir en los autores y las autoras de nuestros días el rastro del fuego, de buscar su reminiscencia en la literatura de nuestro tiempo, con esperanza o sin ella, con éxito o con fracaso.
El nervio óptico es una maravillosa novela autoficcional, que coquetea con lo ensayístico, escrita por la autora argentina María Gainza en 2014. Esta novela de ciento sesenta páginas es ideal para los amantes del arte, pues con su sabiduría nos pone en contacto con pintores más o menos conocidos desde una visión radicalmente nueva, que nos hace disfrutarlos como si los contemplásemos por primera vez. Es a esto a lo que me refería en el párrafo anterior con la idea de misterio. Misterio no en el sentido de la estructura de la novela, sino el misterio que nos aleja por medio de la palabra de las cosas ya conocidas. Es hacia ese extrañamiento o nuevo-mirar al que debe conducirnos la literatura, a esa reconstrucción necesaria del mundo. Así ocurre en esta novela en donde los pintores se van sucediendo, no simplemente por decisión estética, sino con una función concreta: reformular la identidad y el arte que colma el relato y lo llena de significados. Del mismo modo que se refunda el arte cuando un cuadro es observado por primera vez, en esta novela se refunda la identidad, la infancia, la amistad, la memoria, el miedo, la vocación... Esa es la belleza de la literatura, su capacidad de refundación, de sumergirnos en un misterio que desconocemos, aunque sea el mismo lugar de siempre, los cuadros y conflictos ya conocidos, pero expuestos de una forma intrigantemente nueva.
El nervio óptico se distribuye en once capítulos que, aunque interconectados, no siguen una linealidad marcada, de hecho, podrían funcionar de manera autónoma. Hay un intento mimético de recrear la forma del pensamiento, al fin y al cabo, el libro es un adentrarse y pasear a solas por los museos, esa experiencia ya estaba allí y nosotros acudimos como huéspedes. Así ocurre con el pensamiento, que se inicia y se detiene, que deambula reparando sin seguir un orden lógico. Esto es lo que articula el discurso de la novela: el pensamiento, el recuerdo, la vivencia… todo impulsado por el arte, por la experiencia estética de la protagonista que la conduce desde su cuerpo a otros muchos, desde su voz a otras voces, desde su vida a otras vidas. Es interesante contemplar cómo se desboca esta suerte de multiplicidad de voces, de heteroglosia. ¿Pero si realmente se trata de una novela del yo, en la que todo nace del pensamiento de la narradora, no debería olvidarse del resto? ¿Cómo podemos encontrar una serie de voces o perspectivas tan diferentes? Esto, aunque parezca contradictorio, es un rasgo habitual en la autoficción, pero aquí se ve impulsado, además, precisamente, por el empleo del arte. El arte es la puerta hacia el otro, es el reflejo del cuerpo alterado, es el espejo que nos profundiza. A partir del arte la narradora se enfrenta con otras alteridades como son los artistas, los modelos retratados o incluso personas de su pasado que reaparecen en su pensamiento a partir de su contemplación.
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La estructura del libro funciona así: el discurso va oscilando desde el pensamiento de la narradora sobre hechos pasados, hacia sucesos de su presente, hacia datos bibliográficos de los pintores, hacia episodios que extralimitan su conciencia. Esta disposición formal de la narración nos recuerda, como digo, a la destrucción de la linealidad temporal de la narración clásica, imitando más bien el rumbo errático del pensar. Un encadenamiento erradizo, así como lo expresa la narradora: «y tampoco sé por qué lo estoy contando ahora, pero supongo, que siempre es así: uno escribe algo para contar otra cosa», pero que no resulta desordenado, ni caótico; sino que logra hacer la narración ligera e intrigante.
También esta disposición ayuda a que todas las perspectivas se entremezclen, así es como la monoglosia del discurso del yo —que en otras novelas autoficcionales o biográficas puede pecar de introspectiva y solipsista—, se transforma a partir de las alteridades en una heteroglosia donde otras perspectivas tienen cabida y se entrelazan. Esta suerte de alternar los párrafos y capítulos con diferentes personajes y tiempos distintos sin establecer un aviso, ni una marca —más alejada del punto y aparte—, crea un efecto de diferentes reflejos, que recuerdan a la disposición especular de alteridades que construía Cortázar en «La noche boca arriba». Así es como la narradora toma la voz y la experiencia de los personajes que incorpora en su discurso, en su mayoría pintores y amigas del pasado, pero que en ocasiones va más allá, detonando en cierta confusión. Esta obra me recuerda, perdónenme la banalidad, a cuando en el Mario 64 se realizaba una inmersión total a los cuadros del castillo para descubrir qué mundo e historia albergaban. Pero es que es así como funciona la contemplación del arte, es así como el receptor deja de ser quien es, para recordar quién fue o quién podría ser, quién lo acompañó o quién lo espera. Es así como el arte es un espejo que muestra diferentes reflejos para quien lo contempla. «¿Usted ve lo mismo que yo?», pregunta absorta la protagonista ante La niña sentada de Schiavoni, para verse segundos más tarde decepcionada por la respuesta del hombre de su lado.
El primer capítulo, titulado El ciervo de Dreux, la narradora se centra en los cuadros de caza del pintor parisino y en la experiencia estética de la protagonista. «Y aunque la descripción de cuadros sea siempre un incordio, no tengo otra opción», así nos los advierte la narradora. Pero es una falsa disculpa, pues no se trata de una descripción, sino de su experiencia estética. Así la biografía del autor, las reflexiones de arte y de estilo, los recuerdos alternados rompiendo un eje temporal claro, recreando esa falta de linealidad del pensamiento; lo hacen tan intrigante y ameno, que estas disculpas solo se pueden atribuir a una falsa modestia.
En Gracias, Charly se sumerge en una espesura fantasmal, como si ocurriese en un paréntesis. Fruto de esta desolación la narradora enuncia una de las confesiones más bellas que atesora este libro: «no sabía bien adónde ir, pero mi instinto de supervivencia me lleva siempre a los museos, como la gente en la guerra corría a los refugios antibomba». Aquí se nos transmite la importancia del arte, donde otras experiencias, como la de un guardia de seguridad con los cuadros de Cándido López, cobran importancia.
En El encanto de las ruinas, toma—como advierte el título— la principalía Hubert Robert, su poética de la ruina y la estética del colapso. La fascinación romántica por las ruinas se articula junto con el recuerdo por las casas que albergaron la niñez y poco a poco van convirtiéndose en lugares inhóspitos y perdiendo su significado. Aquí nos sorprendemos porque este capítulo muestra un lector implícito, un narratario —familiar de la narradora— a quien se dirige explícitamente: «La primera mitad de tu vida fuiste rica; la segunda, pobre». Adoro este tipo de desconciertos.
En Refucilos sobre el agua y El buen retiro aparecen pintores del calibre de Manet y Courbet y otros menos conocidos como Amuchástegui. Pero gira en torno a la figura de Foujita, alrededor de quien intercala el enternecedor relato de su amiga. Esta novela no solo orbita en torno al arte, sino que abundan las referencias a la cultura popular como La naranja mecánica o Point Break. Esto es lo que me fascina de Gainza, que pese a su conocimiento y cualidades narrativas no tiene el más mínimo reparo en hablar del mar haciendo referencias a Courbet o a Point Break, la extraña película de Kathryn Bigelow, donde Patrick Swayze y Keanu Reeves, son surferos atracadores de bancos. Sí, esta película existe y María Gainza decide incluirla. Pero es que así funciona el abolengo cultural de cada individuo —o semiosfera si queremos ponernos más académicos—, todo se entremezcla en nuestro pensamiento y funciona como referencia en cualquier caso, independientemente de su jerarquía cultural o su posición respecto al canon.
Las gateras, para mí, fue un conmovedor encuentro con la biografía de Toulouse-Lautrec. Siempre se nos muestra el lado más humano de los pintores. Esta novela hace disfrutar más del arte en tanto que conocemos al individuo que hay detrás de las representaciones y una vez lo conocemos estamos más cerca de su mirada, mirada plasmada sobre el lienzo, ahora más accesible. Diré además que es en este capítulo donde se encuentra la explicación al título de la novela.
Una vida en pinturas nos descubre el rojo de Rothko, advertido en una salita de espera, pues el arte invade cualquier inopinado rincón. Aquí se van entremezclando los relatos —característica durante toda la obra—, pero de la manera más magistral posible, sin desmerecer al resto. Y es que al final de este capítulo, los espectadores de Light red over the dark red muestran sus vivencias de una manera tan desgarradora que entiendo por qué Rothko es el elegido para tomar protagonismo.
En Las artes de la respiración se nos presenta la figura del tío Marion, y una vez más, aunque de manera más ostensible, la linealidad cronológica es desordenada. Que comience con su muerte nos indica cómo el pensamiento, acuciado por estímulos de dudosa procedencia, reconstruye a partir de un eje principal sin importar su localización en el tiempo y a partir de ahí va completando sin una lógica secuencial exacta. Partiendo de este familiar y la decoración ampulosa de su boudoir nos introduce precisamente a la obra homónima de Sert y a su historia. «Les confieso que contraté a Sert solo para tener algo de Misia», confiesa el tío Marion. Y es que en este capítulo la musa de Sert, esta casi femme fatale, es quien nos muestra la mirada masculina del arte, tanto en su creación como recepción. Esta representación de Misia aparece como una puerta a la tristeza y la caducidad. Ofreciéndonos una visión melancólica y desgraciada, sentimientos sobre los que orbitará el capítulo.
De nuevo, en El cerro desde mi ventana reaparece el lector implícito de la novela, que ahora es su amiga. Una amistad tibia y extraña que se mantiene únicamente por la lejanía y un cariño primigenio prácticamente olvidado. Se rescata a Courbet y se nos introduce la interesante figura de Rousseau, que, para los interesados en la vanguardia pictórica, va a constituir un interesante eslabón sobre el que indagar. Con este artista va a establecer la autora un paradójico reflejo especular, pues trata su recurrente miedo a las alturas y vuelos a partir de este pintor obsesionado con la ascensión. Será también a partir de la figura de Rousseau y las selvas por quien indagaremos en una visión poscolonial que establece la narradora, necesaria para el entendimiento de fijaciones como la de Verne, Darwin o Gauguin. No hemos de olvidar que el arte bebe del colonialismo y ciertas miradas exigen una relectura.
Tras leer Ser «rapper» creo que todos los lectores colgaremos de nuestra pared La niña sentada de Schiavoni. Es esto lo que esperas cuando alguien te dice que contemples un cuadro. Cuando alguien te asegura que se ha encontrado a sí mismo. Este capítulo es maravilloso, un ejemplo de lo que puede ofrecernos el arte. También he adorado adentrarme en la vida de un pintor como Shiavoni y contemplar su relación con el ocultismo, así como con una vidente de pecho atravesado llamada Naná. Y no quiero decir que en los otros pintores no se ahonde, descubriéndose personajes increíbles extraídos de sus vidas. Sin embargo, el personaje de Naná me ha maravillado tanto que me he visto obligado a incluirlo, aunque de forma trasversal, en esta crítica. Esta vidente es uno de los personajes más cautivadores que me he encontrado en las lecturas de este año. Es uno de esos personajes envueltos de misterio y, por tanto, envueltos de verdad.
A través de Los pitucones, el último capítulo, «recordé que mirar la pintura del Greco es pelearse con uno mismo». Del mismo modo que se nos advierte de las desavenencias del Greco y Miguel Ángel y su historia, se atiende y explica la cosmogonía personal del pintor acogido por Toledo. En este capítulo queda a su vez expuesto el conflicto familiar que se hará patente a partir de la figura del hermano. Ocurre, del mismo modo que pelearse con una misma —como antes indicaba la cita—, el reencuentro familiar tras la diferencia, ese amor de vínculo profundo pero que resiente la disparidad. En este capítulo, que da cierre al libro de la mejor manera posible, la familia es introducida de la mano de la experiencia estética a partir de los cuadros de este pintor, envuelto todo entre el bosque de las secuoyas donde alcanzan —como troncos cortados diametralmente— el centro original de ellos mismos.
El nervio óptico es un magnífico trabajo de sutileza: nada se nos impone, todo se nos ofrece. Ese es el papel que juega el misterio, la niebla que sumerge a la protagonista es la que nos invade. Así ocurre también cuando se contempla el mar brumoso, que es «una malaquita partida al medio», de Courbet; ese rojo y negro de Rothko: «la zarza ardiente de la historia bíblica, […] un arbusto que arde pero que nunca se quema»; o el blanco atrapante de Foujita. Para los amantes del arte puede ser una lectura que recuerde ese amor del mismo modo que se recuerda el fuego.
Un fallo, no obstante, que le encuentro a la novela es que, dado los amplios conocimientos de la autora, esperaba que nos hubiera descubierto más artistas femeninas que muchas veces son desestimadas por la Historia del Arte, aprovechando así el papel igualatorio de la literatura. La literatura siempre tiene el poder de donner à voir, desenmascarar las figuras de la realidad que permanecen ocultas, como podría haber sido en este caso la artista o la creadora femenina. En el arte la mujer constituye, por desgracia, el objeto inmóvil, la musa retratada, radicalmente apresada. El hombre es Pigmalión y la mujer es Galatea, el hombre es quien mira y la mujer lo que es visto. En los ejemplos de obras literarias ecfrásticas, es decir, donde el arte ocupa uno de sus temas principales, es frecuente encontrarse con pintores únicamente masculinos, pues si la ficción tiene una naturaleza igualatoria, la historia siempre se ha fundamentado en dicotomías excluyentes. De este modo es habitual encontrarse con ejemplos únicamente masculinos, pues son los proporcionados por la Historia del Arte. Esto entraña otro problema de reincidencia, y es que la mujer debe verse identificada con las modelos pacientes, como ocurre con La niña de Schiavoni, y el hombre de nuevo con las autoridades creadoras, cayendo en una especie de «fetichización de la fetichización». Esperaba de esta autora, que creo que conoce tan profundamente la Historia y la no-Historia del arte, que nos hubiese dado a ver ciertos ejemplos femeninos que han sido silenciados por la evolución patriarcal. Al fin y al cabo, esta novela no deja de tratar a la mujer en sus clásicos arquetipos literarios, la mujer modelo, la mujer fatal, la mujer mística… que, aunque abordados con más profundidad, son una larga letanía de ejemplos que encasillan y limitan a la mujer en la tradición masculina. La protagonista quizás sea el personaje que mejor logra escapar de esta dicotomía. Sin embargo, la autora, aunque mujer que se proyecta sobre la narradora, incurre, a mi juicio, en estas dinámicas: situando a la mujer en un lugar pasivo y al hombre en un lugar activo, por su mirada respecto al arte y la elección de los artistas incluidos. Me voy con muchos pintores y obras anotadas, deslumbrado por la sabiduría de la autora, pero tristemente contemplo como no cuento con ninguna voz femenina.
Otro desacierto que le encuentro es que, pese a adorar los cambios de voz y ser uno de los puntos fuertes de la novela, durante el final del segundo capítulo –Gracias, Charly–, me resultaron demasiado abruptos, discontinuos y, quizá, confusos. Está bien no entender, el afán humano por comprender en ocasiones sobrepasa los límites y se convierte en un estorbo ante el paradójico conocimiento del no comprender las cosas del todo. Pero resulta evidente cuando en un libro se produce una ambigüedad o duda deliberada o no. En este caso los cambios constantes del tiempo y el espacio resultan tan frenéticos y los personajes tan imprecisos que, entre párrafo y párrafo, señal formal de la variación; se hace indistinguible sobre qué está enfocada la acción. Esto me extrajo por completo de la inmersión que se logra magistralmente —exceptuando, como digo este momento— en la novela.
Sin embargo, no quisiera que estos puntos negativos empañasen la sensación global de la novela, que ha sido tremendamente positiva, logrando que quiera continuar indagando en el arte —de hecho, me he visto obligado a coger un autocar y buscar un museo a modo de refugio tal y como me enseñó la autora— así como en la maravillosa obra de María Gainza.