La odisea del abandono

Simpatía, de Rodrigo Blanco Calderón

 

Soy Ulises, hijo de Laertes, […] Habito en Ítaca, insigne en el mar […] Yo no puedo hallar cosa alguna que sea más dulce que mi patria. Calipso, divina entre las diosas, me detuvo allá […] y de la misma suerte la dolorosa Circe, la hija de Eeo, la engañosa […] Mas ni una ni otra dobló el corazón en mi pecho, porque nada es más dulce que el propio país y los padres.

Hallole sentado en la playa, que allí se estaba sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce vida suspirando por el regreso.

La Odisea

¿Qué sería del Ulises homérico en la posmodernidad? ¿Qué sería de este navegante si fuese privado de la consumación de su viaje, si tan solo pudiese aferrarse a un rumbo tan interminable como incierto? Esta es la gran metáfora de la posmodernidad. Ya no somos peregrinos sostenidos por la fe de la llegada o el retorno, sino que ahora somos nómadas —o vagabundos o turistas, términos por los que opta Bauman en La ética posmoderna—, que únicamente pueden vagar por un espacio junto con unas compañías que siempre le resultan ajenos, como una espiral que jamás logra consumarse en su vórtice. Ítaca no era su verdadera añoranza, ni su imagen la que fortalecía el anhelo de regreso; era el reencuentro con Penélope y Telémaco, pasear por la tierra donde habita el recuerdo de sus antepasados.

Partiendo de este pasaje y su reflexión, nos adentramos en Simpatía (2021) de Rodrigo Blanco Calderón, pudiendo comprender el porqué del nombre escogido para su protagonista: Ulises Kan. En él observamos el cambio sobre el rumbo del ser en la posmodernidad, ya en su nombre compuesto por la naturaleza mítica y una referencia al cine a través de James Caan, actor al que venera. Un Ulises que, en nuestro tiempo, como bien señala la sinopsis, ha quedado transformado en «un perro callejero que va recogiendo las migajas de la simpatía». Así, gracias principalmente a este protagonista, podemos contemplar los rasgos más desalentadores que rigen nuestro tiempo. Y más en el caso de Ulises, un hombre de apellido impostado ya que el verdadero no significa nada para él, que simplemente puede vagar por espacios donde otros ya habitan o habitaron y que nunca resultan ser suyos por completo. Un «vagabundo» que se cuestiona si «a lo mejor en eso consistía un hogar. Tener ganas de marcharse de un sitio solo para poder regresar». Pero que finalmente no encuentra ningún regreso sino partidas.

Esta novela, publicada por Alfaguara, nos ofrece una mirada sobre la frialdad de las relaciones, sobre ese espacio de moral desgastado que nadie requiere, y que se ve sustituido por un espacio social dependiente en su entereza del interés y el dinero. En una búsqueda de afectos que resultan tan insaciables como adictivos. Todo esto se articula a partir de la situación de los perros en la Venezuela despoblada. Un tema ciertamente interesante que funciona como pretexto para desarrollar el argumento o, que incluso podríamos comprender como apólogo —en términos retóricos. Así el argumento de la novela se centra y se expande desde la condición de los perros en una tierra en crisis, concretamente la ciudad de Caracas. Es precisamente a través de estos animales por los que comprendemos aquella sensación de abandono y errancia que invade las calles y el espíritu.

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La crítica expuesta en Simpatía se desarrolla precisamente a partir de cómo afecta la crisis social venezolana a los perros. «Y al final fueron los perros. Los callejeros, que más de algún loco había empezado a matar y a comer en plena vía pública. Y los domésticos, abandonados por sus dueños en un parque o amarrados, sin comida ni agua, […] aprovechando la soledad mortecina de los fines de semana». Y al mismo tiempo da pie al resto de la trama, principalmente con la figura de Thor, un perro fallecido, fruto de uno de los muchos asedios y allanamientos del ejército en busca de los Consejos Comunales de la Revolución, un subterfugio en ocasiones, como se da a entender en el libro, para el libre ejercicio de la violencia.

Es a partir de la muerte de Thor que se pone en escena la corrupción del dispositivo político. La fragilidad del individuo ante un sistema que, como los animales salvajes, es preferible que te ignore a que te advierta. La crítica en la novela también se dirige a la policía, en su falta de vocación al servicio público y su caciquismo. «Lo hacen porque les divierte. Lo hacen porque pueden. Por eso lo hacen». Así como al nepotismo y los amiguismos en los procesos legales: «Además mi informe —habla en esta ocasión Miguel Ardiles, un psiquiatra forense— es parte de la pantomima. El caso lo gana quien tenga mejores contactos allá arriba. Tú o tu mujer». Una crítica que es más afilada que en The Night —novela anterior de Rodrigo Blanco Calderón. Esto puede justificarse por el cambio de residencia del autor, lo que le permite verdaderamente decir y señalar con tristeza: «Aquí, en cambio, uno siente una guerra pero no la ve. Y son los mismos desplazados, la gente misma, los que abandonan a sus perros. Eso es peor que colgarlos de un poste. Los abandonan para anunciar que se marchan de este infierno». Precisamente es a través de los perros, como expresa Mariela, es a través de ellos que puede señalarse el infierno.

No obstante, toda esta crítica social aparece encarnada en dos personajes efímeros pero contundentes.  En el capítulo dieciséis, donde se expone la inestabilidad de la conexión a internet y sobre todo del transporte por medio del personaje de Franklin, un cerrajero de unos sesenta años que recorre distancias desorbitadas a pie por la escasez o la baja calidad de las conexiones, o más adelante desde la figura del vigilante de la finca que apenas puede mantener su atención por el hambre. «Llevo tres días que solo como un poco de arroz en la mañana».

Un punto positivo de la novela es precisamente que no entra en una solidaridad inverosímil, sino que explota el solipsismo de la posmodernidad: «Ulises se detuvo en la foto de la madre del muchacho, que lloraba a mares, pero solo pudo pensar en las lágrimas de su propio despertar». Recurriendo nuevamente a Bauman y su aporía del extraño, «el problema de la sociedad moderna no es cómo eliminar a los extraños, sino cómo vivir en su constante compañía» (La ética posmoderna). Es esto lo que caracteriza nuestra era, la cercanía con extraños que nunca dejan de serlo —he ahí la paradoja. Todos los personajes están envueltos para Ulises de esa extrañeza, desde su mujer hasta el abogado con el que se reúne esporádicamente. Esto favorece las constantes vueltas de tuerca que hacen de la trama una incerteza constantemente sorprendente, sin duda uno de los puntos fuertes de la novela. El misterio y las reiteradas peripecias alteran el argumento y lo dotan de un interés constante, al mismo tiempo que de una serie de ambigüedades que enriquecen la lectura, como la demencia del general, la relación entre la Señora Altagracia y su perro Nevadito, el sonambulismo de Nadine, el carácter nazi de Don Paco; así como otras muchas circunstancias —que me privaré de mencionar para no destaparlas— desarrolladas a medida que la obra avanza.

Se retrata de esta manera una sociedad cada vez más individualizada y anclada en su propio silencio, plasmado en esos diálogos que van devanándose con resistencia y esas palabras que permanecen sin decirse. Aunque el fin sea solidario, cada persona aguarda por su propio interés. En ocasiones el interés se mueve en la dirección del altruismo y no del egoísmo, no obstante, no dejan de ser intereses. En este mundo regido por esta condición los perros son los únicos en despertar simpatía por ciertas personas que contemplan su amor y su nobleza como una cualidad perdida, como un rasgo casi divino que vuelve a reunir a ciertos personajes con el relato perdido de Dios.

Lo que Ulises encontró en la mirada de su perro, desde el instante en que lo vio por primera vez en la acera de Los Argonautas, era ese territorio que comenzaba después del amor. Una paz y una alegría sin sombras. Un espejo que ha dejado caer su velo. El último borde de luz antes de la muerte.

Es esta la sorpresa de Ulises ante un afecto sincero y desinteresado. Al contemplar, como él mismo expresa, su capacidad para cargar con el sufrimiento ajeno, en un sacrificio comparable al de Cristo.

Simpatía es una novela que establece su crítica coqueteando con lo factual, vinculando al general Martín Ayala con Hugo Chávez y el bolivarianismo. Pudiendo desde aquí ofrecer una visión que se retrotrae hasta el origen y ayuda a la lectura extranjera. Novela caracterizada por el frenetismo en los diálogos, las acciones y los capítulos; un tiempo interno plagado de elipsis y retrospecciones, tremendamente fugaz en comparación con su extensión; por romper la linealidad cronológica con comedición y sabiduría. Favorecido esto último por la alternancia abrupta del estilo directo e indirecto. El narrador enuncia lo que dijeron los personajes de manera indirecta, «Juan le explicó que esos paseos nocturnos por el hotel eran un juego de niños», para que inmediatamente sea el propio Juan quien continúe por medio de su propia voz: «Pero lo pagan bien. Son hijos de militares o de altos cargos de gobierno».

Me ha parecido muy interesante, continuando con los rasgos formales, que pese a no encuadrarse en lo que denominaríamos literatura fílmica, sí que explota algunos de sus mecanismos, incluyendo ciertas retrospecciones, que ayudan de hecho a ese frenetismo, y que funcionan como flashbacks televisivos. También emplea esa facilidad de reconocer situaciones y personajes en comparación con imágenes que en su cualidad visual ya nos ofrece el cine: «Y fue así como Ulises Kan se hizo amigo de su suegro, un hombre tan hermoso que se parecía a Alain Delon».

De igual modo valoro al narrador que se esfuerza en describir cada atmósfera, es una manera de querer dotar la obra de propiedad y singularidad: «Él trató de actuar con la misma intimidad de cuando vivían juntos, esa intimidad casi fraternal, un poco triste, de las parejas que aún no se han separado del todo». Manteniendo el enfoque sobre este narrador he encontrado un rasgo especialmente particular en él. Cuando nos enfrentamos a Simpatía se advierte que narrador y protagonista están conectados por una suerte de correspondencia. Siento que el narrador está más cercano a Ulises que a ningún otro personaje y sus impresiones suelen ser paralelas. No sé si será una elección deliberada, espero que sí, pero es un rasgo que no acostumbro a observar en las novelas y esta suerte de correspondencia entre ambos, que difieren, pero al mismo tiempo son coincidentes, me ha agradado bastante.

Quizá tan solo sea que el narrador empatiza con su protagonista, pero este carácter en un narrador extradiegético —que está fuera de la trama y suele ser más, denominémoslo, desapegado— me ha resultado interesante y atrayente. Es un narrador que indaga en el pensamiento de Ulises por encima del resto, recreándose en sus reflexiones. No obstante, quizá esto sea fruto de que descuida al resto de personajes —impresión de la que hablaremos posteriormente—, que pueden resultar demasiado planos en comparación con su importancia sobre el argumento. En determinadas novelas, el buen empleo de personajes planos resulta un acierto, Pío Baroja sabía dotar a sus secundarios de una significativa planicidad, pero en Simpatía, opino que esto constituye más bien un defecto, debido a la profundidad con la que se construyen unos respecto a otros. Aunque bien es cierto que hay capítulos en los que se desliga de Ulises y la trama se conduce a través de otros personajes, la novela peca, en mi opinión, de estar demasiado enfocada en su protagonista en detrimento del resto.

En lo referente al estilo, encuentro, en cambio, cierto rechazo en la expresión de este narrador. He leído ciertas críticas en Internet con el objetivo de contrastar mi opinión y me ha sorprendido descubrir cómo muchas señalan el lenguaje empleado en la novela como un defecto. Todo lenguaje es válido en la constitución de un estilo propio, no obstante, yo como lector exijo que sea homogéneo y consecuente. Y en Simpatía no advierto un estilo conformado, el narrador pasa de descripciones más crudas y sórdidas a descripciones remilgadas con una veleidad desconcertante. Encontrarme con cambios tan abruptos de estilo en las descripciones me ha sacado de la lectura en repetidas ocasiones, sobre todo al inicio, pues, he de decir que, conforme avanza, va homogeneizándose. Conseguir un estilo propio muchas veces significa descartar invenciones o construcciones originales y sobresalientes porque desentonan con lo expresado anteriormente. Y creo que este autor peca aún, probablemente por su bisoñez, de incluir toda construcción que atesore cierta calidad, cuando un estilo propio consiste más bien en desechar que en incluir.

Otro punto en contra son las horripilantes descripciones de los encuentros sexuales, situaciones que me ahuyentaban de la lectura en lugar de atraparme. Desconozco si es por falta de pericia o por pretender detallar esa brusquedad y escasez de amor reducido simplemente a lo carnal. Comprendo que en nuestra era el amor —y no solo el trabajo— se está ludificando, confundiéndose en ciertos momentos con el placer. Me parece necesario señalarlo porque la literatura sirve para apuntar precisamente sobre lo que puede quedar oculto. No obstante, estos encuentros, que tratan de ser eróticos, adolecen de ridículos: «Primero el olor, luego el sabor y luego la argamasa divina que le empapaba el rostro por completo» o cursis, rayando lo bizarro: «Identificó un olor a hojas muertas en sus diminutos pechos. Un aroma a leche de arroz en la parte interior de sus muslos. Debajo de los brazos, al abrirlos con cuidado, un perfume de guardarropa con prendas recién lavadas». A pesar de que anteriormente he alabado la cualidad de Rodrigo Blanco Calderón en la configuración de atmósferas, en estos momentos me resulta algo excesivo.

Del mismo modo, he percibido durante toda la obra una mirada masculina que me ha desagradado, principalmente alrededor de la figura de Nadine. Diremos, utilizando una jerga un poco más popular y recurriendo al término de Nathan Rabin —aprovechando que hay una conexión tan marcada con el cine en la novela— que este personaje se constituye como una Manic Pixie Dream Girl de manual —concepto propio del cine que indica personajes cuya única función se reduce a la de ayudar a un personaje masculino, habitualmente el protagonista, en su propósito. Personajes femeninos que resultan interesantes y misteriosos pero que finalmente se descubre que son planos y carentes de evolución.

Opino, además, que la novela adolece de recrear someramente a los personajes —sobre todo los femeninos: Paulina, la señora Altagracia o Carmen, señora que su desempeño en la trama se podría reducir a preparar arepas— que creo que se produce a raíz del fallo de enfocarse demasiado en el protagonista y descuidar a sus secundarios. Lo irónico es que a partir de este comentario de Ulises infiero que el autor pretendía conseguir lo contrario: «El asunto es que en El Padrino los personajes secundarios son importantes. Esto siempre se lo decía a mis alumnos en los talleres: si algo te enseña Francis Ford Coppola es que en una buena película no hay personajes secundarios». Así, regresando a Nadine, entiendo que el autor deseaba que empatizásemos con ella, pero dada su escasa profundidad resulta imposible. Únicamente nos brinda una serie de encuentros eróticos y sexuales que, a mi parecer, resultan chabacanos e incómodos. Solamente rescato el leitmotiv que comparte con Ulises alrededor de la palabra «ven».

Sin embargo, uno de los rasgos que más me ha fascinado en la novela es el juego metaliterario —presencia de la literatura dentro de la literatura—, relacionable con el mencionado Borges, y paratextual —todo lo que no es el cuerpo en bruto de la novela, en este caso las anotaciones. Que sea mediante la lectura de la obra de Elisabeth von Arnim por la que vayamos componiendo el pasado de Altagracia, dota la novela de una gran profundidad y misterio. De este modo, por medio de la metalectura de Nadine y las referencias paratextuales de la obra de von Arnim —dícese las anotaciones de Altagracia— se van descubriendo nuevos detalles de este personaje, una historia paralela que recuerda a la construcción de Pálido Fuego de Nabokov. La presencia de la escritura está muy presente a lo largo de la novela, donde a partir de los escritos de los personajes, como Ulises y la Señora Altagracia, escritos que se entremezclan con la realidad y a su vez la completan, podemos acceder a ciertas visiones veladas. Esta referencia y pensamiento sobre la escritura cobra su mayor exponente en el capítulo treinta y dos, donde Ulises reflexiona sobre aquello que escribe y este pensamiento le conduce a muchos otros, como el sinsentido de su vida o la duda sobre Dios, que a su vez le conduce de nuevo a lo literario con Kafka, en este círculo donde la realidad referencia y explica la ficción y viceversa. Este es uno de los capítulos mejor construidos y de mayor calidad de todo el libro.

Quizá del mismo modo en que Ulises es un escritor de su propia vida también debamos entenderlo como un lector de la misma, de esta manera podríamos justificar los últimos capítulos, que a mi parecer son un despropósito. Toda la ambigüedad de la novela, que se ha ido erigiendo sutilmente, se ve explicitada. El narrador y Ulises —aquí se vuelve a ver esta compenetración— se preguntan por todas las cuestiones que han quedado sin resolver, como si el autor temiera que no hubiésemos reparado en las incógnitas, poniendo involuntariamente en duda la correcta construcción de la trama en la novela. Es una suerte de pedantería que me ha disgustado bastante, una novela siempre aspira a un lector ideal, pero lo que nunca puede hacer es desestimar el papel del resto de lecturas y su capacidad, porque entonces no está pretendiendo a ese lector ideal y, de este modo, pierde su misterio y atenta contra su naturaleza. El último capítulo es necesariamente eludible, de hecho, desde aquí recomiendo que no se tenga en cuenta. Es una suerte de advertencia que resulta como una indicación de nuestra incapacidad como lectores. Sin embargo, la sensación global de la novela es positiva, una crítica que se establece desde un pretexto novedoso y silenciado y que sirve para poner el punto de mira en una situación tan crítica como la de Venezuela y al mismo tiempo introducir una trama repleta de giros que dotan a la novela de una tensión continua e interés.  

Jesús Santander

Jesús Santander Martínez (Almería, España, 1999). Graduado en Literaturas Comparadas por la Universidad de Granada con un trabajo final dedicado al comparatismo interartístico, enfocado concretamente en la écfrasis y su nuevo paradigma. Actualmente investiga la relación imagen-palabra, así como otras diferentes manifestaciones de la intermedialidad. Participó en El taller del poeta (2021) organizado por Cursiva, Instituto Cervantes y Penguin Random House Grupo Editorial. Finalista del I Certamen biblioplaya Almería. También ha escrito una reseña publicada en la revista Zenda. 

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