Gabriela Wiener, Huaco Retrato y la fragilidad de lo certero
La fragilidad es la mayor muestra de valentía. Es ahí donde reside la verdad y la fortaleza. Hablo de la fragilidad de los héroes —o antihéroes— modernos, propia de los personajes quijotescos, como el príncipe Myshkin. Esta fragilidad característica de los payasos es una imagen hacia la que siento una gran adoración y que la narradora de Huaco Retrato emplea como metáfora de sí misma, a partir de la referencia a Heinrich Böll: «ese es uno de los peligros de ser un payaso, que nunca te tomen en serio». En esta fragilidad de los payasos han reparado poetas como Zagajewski, Plath, León Felipe o Valente, encargados y testigos de darles voz, y es, en mi opinión, una de las formas de elocuencia más poderosas que existen. Esa valiente forma de representarse, ese dolor tras la herida expuesta del fracaso, de componer el Autorretrato como payaso, mudo y a la vez diciente, de Marx Bechmann o Alice Rahon. Los personajes frágiles son mi debilidad precisamente porque los recubre una sinceridad reveladora. Y es mediante su fragilidad por la que la protagonista de esta novela ha logrado establecer un vínculo con sus lectores, un vínculo que dota su discurso de una gran fuerza y consolida el pacto de sinceridad al que toda autoficción debe aspirar.
Huaco Retrato (2021), escrita por Gabriela Wiener, es una novela autoficcional que se construye a través de una narradora autodiegética (es la misma persona quien enuncia la narración y ocupa el papel de protagonista, o dicho más simple, la narradora habla desde el yo). Esta protagonista presenta esa cualidad frágil que tomo como uno de los rasgos más destacables de la novela, a partir de su discurso que se articula mediante una voz subjetiva y recuerda al flujo de conciencia ensayístico. Esto permite que la novela, como suele ocurrir con las autoficciones, se cubra de elementos que no le son propios, por ejemplo, ciertas definiciones o referencias intertextuales –como a Harry Potter o Angélica Liddell– que, a mi parecer, se acoplan magníficamente. De hecho, como ya abordaremos más adelante, la novela se erige como una relectura de la obra de Charles Wiener.
En lo referente al estilo, es propio en Gabriela Wiener la brusquedad de una expresión distendida e informal que a mi parecer resulta abusiva en ciertas ocasiones: «Siempre que visito un cementerio intento darme una vuelta por la zona kids»—. Todo estilo mientras sea homogéneo es legítimo, no obstante, lo que sucede es que esta novela alterna de forma impulsiva ese coloquialismo característico de Wiener con un lenguaje poético plagado de metáforas un tanto petulantes. Bajo mi punto de vista, constituirse en un estilo consiste en descartar imágenes tan originales o tan bellas como los cuerpos de su mujer y su marido «flotando en medio de la penumbra como islas que emiten su propia luz sobre un océano», para afianzarse en el estilo predominante y al que se ha acostumbrado al lector. No pueden incluirse todas las imágenes que acuden a la cabeza en el proceso de creación, debe haber una criba siguiendo cierto juicio estético de coherencia y cercanía.
De hecho, en ciertos momentos busca comparaciones tan poéticas que acaban resultando un dislate, pues cuando enuncia, «espero a que se duerma lánguida sobre nuestra cama como la estatua de un ángel sobre un mausoleo», no se expresa de ningún modo la sensación o el motivo que creo que la narradora pretendía. ¿Wiener busca ofrecer una imagen de languidez por medio de la solemnidad del ángel y el mausoleo? En mi opinión esta comparación es confusa y, por ende, mal escogida. Esta tendencia en ciertos pasajes a la grandilocuencia, no resulta oportuna a mi juicio, más aun teniendo en cuenta que posteriormente se nos dice en referencia a su mujer: «luego aprendí a sentirme grande y adorarla como adora una estrella de mar a una ola que se la traga», para entonces comparar su culo —del que, en su imaginación, surgen dos ojos— con un personaje de Bob Esponja. Esto no es un humor subversivo, es una disonancia estilística tremenda, y por tanto resulta banal y tonto a mi parecer —además yo hubiese escogido El maravilloso mundo de Gumball—, precisamente por no cumplir con ninguna función —es más atenta contra cualquier función—, ni semántica, ni formal, en la novela. A mi juicio, no se puede contar con la belleza de las imágenes poéticas y al mismo tiempo con el carácter subversivo de lo banal y coloquial, porque en contraposición lo primero resulta demasiado intenso y la segundo demasiado absurdo. Es cierto que, como distingue Linda Hutcheon, los cambios estilísticos son una de las categorías sobre las que se sustenta la ironía, pero en Huaco Retrato son demasiado compulsivos y exagerados.
Sin embargo, el empleo de la ironía sutil y afilada, por otras razones como su simplificación, exageración o exposición, me ha parecido magistral. «Desde que vivo en España, me encuentro por lo habitual con gente que me dice que tengo “cara de peruana”. ¿Qué es la cara de peruana? La cara de esas mujeres que ves en el metro. La cara que sale en la National geographic». También en referencia a su padre quien, como veréis, cambiaba su atuendo de manera particular, «el parche era, digámoslo así, la coartada de un infiel, la más absurda que alguien podría inventar y también la más absurda que alguien podría creer, pero funcionaba. Probablemente porque la doble vida del adúltero pertenece al género fantástico y en ese universo los cerdos vuelan y los padres fingen una discapacidad». Aquí se observa una cortante ironía, esa ironía propia, enlazando con la reflexión del comienzo, de personajes como Don Quijote, Tristram Shandy y Jaques le fataliste, que Schlegel distinguía y admiraba. En el caso de esta novela la ironía es aplicada de manera ligeramente más tosca, pero tremendamente efectiva. Me detengo ahora «en ese universo [donde] los cerdos vuelan». No me gusta encontrarme frases hechas en textos literarios, me parece que el escritor o escritora debe devanar su pensamiento y encontrar una forma propia de nombrar el mundo, de descubrírnoslo. Pero cuando se plantea una ironía en estos términos, adoro esas frases hechas —como ocurre por ejemplo en la poesía de María Mercedes Carranza— que logran incrementarla, aquí donde «los cerdos vuelan», la ironía se dota de un mayor efecto.
Pasaremos ahora a indagar en la contundente relectura y crítica poscolonial que establece la autora favorecida por su pacto autobiográfico. Son necesarios este tipo de discursos para entender la violencia colonial que aún subyace comportamientos, instituciones, pensamientos… Desde occidente le hemos robado la posibilidad de pensarse de acuerdo con ellos mismos. Toda la reflexión sobre el ser, su causa y su telos parte de la mente del hombre blanco, ¿y dónde queda todo lo que no se corresponde a él? Gracias a contraescrituras como la de Huaco Retrato se puede dar cuenta de quienes fueron silenciados, de que no todo es ilusorio, no todo es pasado, sino que hay una posviolencia manifiesta y vigente, que llevan aguantando desde que occidente se creyó en el derecho de clavar bandera e imponer su cultura y expropiar la nativa. Esta violencia no concluyó cuando volvieron las carabelas, ni cuando se logró la independencia. Occidente ha impuesto al mundo una Historia, una identidad y pensamiento, una religión, sociedad y cultura que orbita en torno al hombre blanco y excluye todos los cuerpos que estorban en su trayectoria. No soy yo quien tiene que hablar, pues tengo un privilegio, un privilegio que me impide sentir el dolor que aún hay, por mucha empatía que digamos tener. Pero Gabriela Wiener sí puede y lo hace a partir de su propia exposición.
El título de la novela concentra magistralmente todo lo expresado en sus páginas, así, al partir de la imagen del huaco retrato, que la autora se toma la licencia de definir en dos ocasiones —en mi opinión el exceso de amabilidad con el lector en cualquier caso resulta condescendiente. No se debe explicar en exceso una idea o un concepto, pues delata la misma inclinación a la pedantería que ser demasiado oscuro—, toma ese retrato arrebatado, observado, fetichizado y encarcelado a miles de kilómetros de su tradición no solamente representa la violencia poscolonial y la mirada de un sujeto occidental ante el Otro, que cumple el papel de objeto mudo, de objeto artístico o científico, sino que también se enlaza magistralmente con la crisis de identidad que sufre la protagonista. Un reflejo especular sobre el que la narradora trata de discernir sus rasgos y hacer un ejercicio de arqueología sobre sus raíces.
Dice Agamben en Desnudez que en la antigüedad clásica la máscara era el símbolo mediante el que el individuo adquiría una determinada identidad social, siendo identificado por un nombre que recogía su estirpe, estirpe que se recogía precisamente sobre esa máscara del antepasado de la familia que reposaba en el atrio de las casas. Este concepto podemos enlazarlo, salvando las distancias, con los huacos retratos que, como nos explica la narradora al inicio de la novela, capturaban el alma de las personas. Estos retratos eran una ofrenda mortuoria que servía del mismo modo para expresar la identidad social de las personas y su representación en relación con los antepasados fallecidos. Un arraigo dentro de la cultura y la sociedad moche. No obstante, estos rostros fueron arrancados de su origen por manos de Charles Wiener, así como por otros muchos huaqueros, como simples objetos sin simbologías tachados de extraños, tachados como pertenecientes a lo Otro y por tanto no pertenecientes a nadie. Despojándolos de ningún valor identitario porque para ellos —los grandes exploradores— eran ajenos. La identidad se construye desde Occidente, nosotros guardamos las máscaras de todas las culturas y hemos impuesto la nuestra. Nuestras máscaras son la tradición, la cultura, la mitología y la ciencia. Las suyas son la magia, una especie de Art Brut y lo incomprensible —que no debe, ni tiene por qué ser comprendido—. Por eso son necesarias relecturas como las de nuestra protagonista, quien se ve reflejada como un objeto en manos de su antepasado blanco.
Esta contraescritura poscolonial se erige precisamente en rededor del conflicto identitario de la protagonista, en ese orgullo asimilado por ser descendiente del huaquero Charles Wiener. Ese conflicto entre el deseo de aferrarse al privilegio de su ascendencia occidental, impuesta y asimilada como superior. La protagonista tiene esta vinculación y hesitación con la identidad, que la une y la desune, que hace que se refleje en sus raíces y, al mismo tiempo, le despierta repulsión hacia la figura de su antepasado. Esta idea del mestizaje de la protagonista se combina magistralmente con el tema del bastardo, que se afronta —aquí es uno de los momentos donde se ve la hibridación del relato con respecto a la crónica— en un recorrido histórico desde la Grecia antigua. «Eso me convertiría algún día en una bastarda orgullosa, como la que reivindicaba la boliviana María Galindo, me haría ser la memoria que activa el conflicto, el producto de algo remoto y violento. ¿Para qué intentar diluir la contradicción, para qué buscar la autenticidad, la paz, el mestizaje? […] Además, si Carlos Wiener era el bastardo de Charles Wiener, toda mi familia es su bastarda, toda mi familia es la familia de la otra».
Esta contraescritura es evidente precisamente a partir de la metalectura de los libros de Charles Wiener en la novela. Aquí se muestra el ostensible racismo con el que se afrontaban los procesos de exploración y los estudios sobre América Latina. Estas citas destacan la displicencia de la mirada hacia la Otredad, «como cuando se refiere a los peruanos como gente con una “constitución abusiva” y “malsana”, en los que pueden encontrarse “las causas nefastas de la momificación de este pueblo y del envilecimiento del individuo”». Es ese reconocimiento de la mirada que construye la Otredad, esa asunción del conflicto interiorizado en su propia visión de sí misma, lo que permite a la autora poder afrontar el conflicto y tratar de confrontarlo.
Me ha resultado también fascinante la historia de Juan, el niño peruano comprado por Wiener. Aquí se observa precisamente el narcisismo de la mirada que construye al otro. El síndrome del salvador blanco que ahora parece haberse apoderado de los influencers, quienes bajo el pretexto de la filantropía lo único que hacen es verter una mirada, que se cree única y superior, y un juicio sobre el Otro que falsamente lo constituye y lo desplaza. «Wiener compra por el camino un niño indígena a su madre. Y no solo la despoja de la criatura, sino que la brutaliza en el relato de su propio mito del salvador blanco. Va enhebrando la leyenda de su bondad superior mientras convierte la posibilidad de ayuda en violencia y reafirmación narcisista. Culpabilizar a la madre, además siempre ha funcionado para perpetrar el robo de niños. Lo haga un padre, un Estado democrático o una dictadura, y ya sea en jaulas fronterizas americanas o quitando las custodias de sus hijos a madres migrantes en las costas europeas». Esa relectura crítica del discurso de Charles Wiener y su visión del indígena es el rasgo que hace de la novela una voz de necesaria escucha. Así Juan no deja de ser una pieza de museo que mostrar para ratificar la capacidad instructora y civilizadora del hombre blanco, la satisfacción del ego del salvador privilegiado.
Esta es la gran diferencia entre la literatura y la Historia. La narradora lo señala cuando dice que «el futuro es una bola de papel arrugada en la mano de la Historia donde están tachados nuestros nombres». En cambio, la literatura cumple esa función de vivero para que todas las voces puedan contar su historia, pues las historias —que reflejan la verdadera naturaleza y polifonía del mundo— toman centralidad frente a la monódica voz de la Historia. Es este el mayor poder de la literatura, el de dar a oír estas voces veladas. A nivel personal yo desconocía el hecho de que en Barcelona y Madrid hubiese habido zoos de personas negras, así como en el resto de Europa, debido a que, en la mayoría de los libros de Historia, cuando se trata el colonialismo, prefieren replicar la manida caricatura del reparto de África y dan a entender que el colonialismo fue —y recalco esta palabra— un simple juego de las potencias hegemónicas. Los zoos de negros existieron y esta realidad se nos presenta gracias a testimonios como el Wiener, sepultados por la Historia, y el poderoso estilo propio de lo literario por parte de una narradora que, cuando no recurre a un humor excesivo o una intensidad desbordante, nos brinda sentencias tan potentes como esta: «En el zoo nadie imaginaba que los indígenas conocieran algo tan sofisticado como el suicidio».
No obstante, lo que comienza siendo una crítica poscolonial muy interesante se va transformando por momentos en los escarceos amorosos y extramaritales, así como las paranoias sexuales y amorosas, de una protagonista cuyo fundamento como personaje pasa a ser el alto nivel de su lívido. Durante la mayor parte de mi lectura me dio la sensación de que la autora tenía que haber hecho dos novelas, pues el tema poscolonial y la acedía matrimonial —o trimonial— funcionan muy por separado. Empero, posteriormente advertí que convergen magistralmente en la figura de su mujer, Rocío. Pues es a partir de este personaje mediante el que se explora el sentimiento de inferioridad ante su pareja blanca, que se ejemplifica duramente en la anécdota de la abuela. No obstante, esto se desarrolla casi llegando al final y, del mismo modo que la crítica poscolonial desde la autoficción y la fragilidad de la protagonista me ha resultado maravillosa, creo que deja un espacio demasiado extenso a sus anécdotas sexuales y conyugales.
Pero de ningún modo deseo que se entienda que aconsejo suprimir una de las mejores reflexiones de las que goza esta novela, precisamente en torno a la figura de Rocío, como es la moralidad del amor y el deseo construido en torno al cuerpo blanco. El racismo está integrado y crea jerarquías que detonan en sentimientos de inferioridad por parte de la protagonista. Los cánones de belleza, que la llevan a la repudiación del propio cuerpo, están construidos en torno al individuo caucásico. La estética y la construcción del amor actualmente también es occidental y, por tanto, es necesario, así como hace la periodista a partir de su pareja y su deseo, revisar estas construcciones y tratar de desarticularlas.
Esta crítica toma fuerza principalmente, como ya he expresado, por la fragilidad de la protagonista y su tendencia al fracaso. Me agrada que exista en ella una tendencia a la imposibilidad de eludir el error. Esto hace que no se convierta en una novela aleccionadora, pues normalmente la mala autoficción se caracteriza por presentar perspectivas heroicas y firmes. Nuestra protagonista en cambio asume la fragilidad y se sincera, para así lograr que se confirme la mentira-verdadera —término de Vicent Colonna—. De este modo, en obra de Wiener uno olvida que hay algo, por ser ficción, que es «mentira». Esta fragilidad encaja tan bien con la crítica que se establece en la novela debido a la naturaleza de la narradora, quien en su condición de cronista se sitúa a sí misma como centro de la investigación. Gabriela Wiener nos ha acostumbrado a esta inclusión del periodismo gonzo en su literatura, pues así lo hizo ya en Nueve lunas (2009) a partir de la reflexión sobre la maternidad y en esta ocasión —Huaco Retrato— para así mostrar el aún vigente problema colonial.
Es necesario escuchar estas voces para comprender todo el daño que ejercemos aún desde nuestro privilegio. Comprender la violencia ejercida en asociar determinadas personas con ciertos oficios, la violencia que reside en algo tan aparentemente inocuo como el pensamiento o la belleza. Pero hay que mirar más allá y ver quién construyó aquello que denominamos «normal», «identitario» o «bello». Es por esto que recomiendo la lectura de Huaco Retrato, por su relectura, reflexión y su capacidad para levantar el dedo y señalar, aunque presentando un estilo inconsistente, la violencia de haber situado al hombre blanco y su conquista en el centro de todo y cómo esto impuso la manera en que hoy se cree, se desea, se ama y se piensa.