De saltos y acrobacias

El sábado 20 de enero de 2024 crucé, por fin, el río más ancho del mundo para conocer a la persona con la que trabajé durante casi tres años en esta revista, separados por miles de kilómetros uno del otro. Yo conocía sus gustos y sus intenciones, pero no su tranco al caminar. Conocía su voz y sus ideas, pero no su forma de cebar mate mirando el agua larga y marrón del río. Conocía parte de su historia, y conocí tanto más mientras descubría que tenía pies y que podía hundirlos en la arena mientras se desenterraba todo él frente a mí. Lo vi, lo miré. Me hablaba. Se estaba desempolvando los brazos, las piernas. No creo haberme dado cuenta entonces, aunque sí poco después. Me tomó un par de semanas acaso. Lo más común es no ser conscientes durante esos momentos que años más tarde reconocemos como hitos, peripecias, giros, saltos hacia adelante. Y no hablo del gran momento en el que nos encontramos cara a cara, la importancia de ese hecho exhala una obviedad redundante. Hablo de una decisión que estaba latente dentro de nosotros, pero sobre todo dentro de él. Una decisión que se tomó por aquellos días y que solo puedo definir como volcánica.

Está en pleno salto, ya ven. Pero créanme, veo sus pies en el aire, y no patalea. No manotea el vacío. No hay vacío que manotear. Midió su acrobacia y mantiene la compostura. Por eso aquella tarde de sábado se sacudió la tierra, la arena y el polvo. Ahora está más liviano. Ahora es más liviano. Me gusta ser consciente del momento porque me da tiempo para admirar. Sin abrazar la nostalgia y sin colgarme de recuerdos viles. Sin arañar la impaciencia, solo admirar. Qué tipo corajudo.

Una imagen recurrente que aparece en mi cabeza es la de una luz brillante que ocupa todo lo que puedo ver. Es una luz que absorbe. Si está ella no queda nada, ni inmaterial ni material. Me resulta relajante, reponedor. En el camino de regreso a mi costa del río el sol pegaba en el agua y, asomado por la borda, no vi nada más que brillo y no sentí nada más que viento. La imagen recurrente ya no era mental. La luz devoró las olas leves, la silueta lejana de los edificios, las boyas dispersas. El viento era luz también y lo sentí suave en la piel de la cara.

Antes el impulso alcanzaba solo para hacerme abrir una ventana de la que saltaba, ¿saltaba? No saltaba. Me quedaba tirando piedras desde adentro, sin intención de lastimar ni de hacer ruido. Certidumbres desparramadas. Ganas de atinar acaso. Hoy la ventana es ventanal, y puedo atravesarla caminando. Los cómo vienen con el tiempo. Vuelo lento. En el transcurso Casapaís obvia los porqués mientras nosotros digerimos los casis, los porpocos, los tancercas; mientras nosotros confiamos en los talveces, en los quizases y conjugamos las certidumbres, que son muchas. Tan difíciles los noes como los síes, para adentro y para afuera. Tantas las bocanadas.

Acá todo se hace menos ajeno. Acá las ideas peregrinas encuentran su patria. Acá nos vamos, nos quedamos y nos partimos. La noción de redondez y de raíz y de casa. La misma que siento al cruzar cualquier agua, mi río o el ventanal.

Guido Fittipaldi

Guido Fittipaldi (La Plata, Argentina, 1998). Es corrector, editor y escritor. En la actualidad cursa el Grado en Lengua y Literatura española en la UNED. Es piloto privado de aviones, aunque ahora se vuelca totalmente al mundo de la literatura. Ha escrito la novela Barrio debacle, aún inédita; y este año su relato La maldita presión social ha sido publicado en una antología de relatos cortos a cargo de la librería El Ático. Es editor de la revista Casapaís.

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