La vieja, la isla

La isla es agónica. Encarna fantasmas de los que siempre he querido huir, como si una sola porción de tierra rodeada por agua fuera un lugar de castigo. 

El mar siempre es empeñoso e implacable. Durante el día, su presencia me recuerda constantemente que en la isla es imposible soñar. Por las noches, aunque no lo veo, continúa traspasando las paredes, las ventanas y las mantas de mi cama con su sonido estridente. Parece susurrar mientras construye mis peores pesadillas. Entre el vaivén de las olas, su voz me dice que nunca voy a salir de aquí. Madre no me cree, se empeña en convencerme de que el mar es mudo y todo es producto de mi imaginación. Le hablo sobre cantos de sirena y sonríe con desdén. Ella no me entiende porque nunca le han susurrado nanas tenebrosas en el oído. 

 

Todas las madrugadas me resquebrajo los pies caminando por el malpaís. Noto el escozor en las llagas cuando me sumerjo en el agua y el salitre comienza a habitar mis heridas. 

Aquí no existen playas, solo las entrañas de la tierra entrando en contacto con el océano. La arena es negra y a veces solo existe bajo montones de piedra que cubren la costa. En la isla, de hecho, todo está cubierto por montones de piedra.

La piel de los pies se me levanta y se raja porque intento aferrarme a la roca, al suelo o a la firmeza de la tierra antes de ser engullido por el mar en cada faena. Aunque vivo en una isla y mi familia es pescadora, la presencia constante del mar me aterroriza. Siento miedo de su fuerza y su voz grave. 

 

Cuando se parten las piedras que cubren la piel de la isla, el suelo vuelve a quedar cubierto, pero por hormigón, piche y nuevas casas. Sobre todo, por las de extranjeros que encuentran en la isla un lugar en el que depositar los sueños que personas como yo, humildes y castigadas por la vida atlántica, no podemos permitirnos. El paraíso encarna los demonios de cada uno a su manera. Si los extraños vieran el océano a través de mis ojos, compartirían mi agonía y el sentimiento de aislamiento enyugado en la garganta que me hace desear escapar hacia lugares del mundo en donde poder elegir otra vida. 

 

Cuando mis pies se quiebran, las heridas se llenan de sal y arena negra. Parece que la isla se mete dentro de mí por cada corte, y entonces no importa a dónde quiero huir porque la llevaré conmigo en las venas, como la lava que sale de las montañas cuando el suelo se raja. Debajo solo hay magma que supura como pus de entre los cortes. 

La lava brota y extiende las extremidades de la isla en un intento por devorar el mar, por devorarse a sí misma. El fuego se convierte en roca y risco y la roca y risco se convierten en el borde del mundo. Cuando sucedió la última erupción, yo solo era un bebé. 

 

La vieja, al igual que yo, no ha visto nunca qué hay más allá del horizonte y sigue soñando con verlo algún día. Morirá y su cuerpo se quedará eternamente en las entrañas de la tierra, sin haber salido nunca de aquí. 

Sus ojos jamás verán otra porción de tierra más allá del suelo negro que se hunde en el azul, más allá de lo que parece ser el borde del mundo. Desde allí llegan barcos llenos y vacíos, algunos conducidos por almas, otros conducidos por extraños. No sé si algún día sentirán brotar la sangre del volcán y de los pies, como lo hago yo cada mañana al pescar.

La vieja deseó huir en su juventud de los demonios y la isla, pero nunca se atrevió a atravesar el mar. Su madre, cuando la vieja aún era niña y se atrevía a soñar, le decía que del atlántico venía todo lo malo. Mi madre me dice lo mismo, mientras se me apaga la misma añoranza que la vieja sintió en su juventud.

Para la vieja, el mar se hizo tierra y en él enterró la ilusión, la risa y la esperanza. Como un cementerio. La isla se le quedó dentro como una espina de pescado clavada en la garganta. El mar engullía lo que tocaba, aunque necesitara tiempo. 

—Pero padre se fue por el mar, ¿cuándo va a venir a buscarnos? —preguntaba la vieja, cuando solo era una pequeña inocente. 

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Su madre no respondía nada. Un fuego le quemaba por dentro. Ella esperaba la misma respuesta, por eso era incapaz de contestarle. 

La soledad se encargó de explicarle a la vieja lo que su madre nunca pudo decir con palabras. 

 

La vieja morirá y nunca verá qué hay más allá del horizonte, de la arena en suspensión, de las barcas quebradas entre los riscos. Querrá huir por el mar antes de decir adiós para siempre, pero se ahogará en la tierra. No importa en donde deposite la mirada, da igual que levante muros que den la espalda al océano: el horizonte nunca cambia. 

Tras la pared de ladrillo que separa nuestro hogar del atlántico, se escucha el retumbar de las olas. Un rugido ronco y áspero como el tacto de la lija sobre la madera, como astillas enterradas en los dedos. La sal se adhiere a la piel, a las sábanas, y se mezcla con la lluvia que se cuela entre la tierra de las macetas. Si alguien pudiera escuchar los llantos del mar con la misma intensidad que lo hacemos la vieja y yo, sería incapaz de amar la inmensidad del agua sin sentir un temor enquistado en el pecho. De noche, el mar también se vuelve pardo. Las olas no se ven llegar. Si no hay luna, solo se percibe la fuerza del océano después del estampido. En las noches de tormenta, me aterroriza la posibilidad de despertar flotando en medio de la nada, tragado por la fuerza de un océano que parece estar enfadado con nosotros. 

La vieja, en ocasiones, siente que el agua la reclama. Escucha en gritos su nombre. Como si de aquellos sueños de la juventud hubieran quedado saldos pendientes por pagar, como si aún existiera tiempo para abandonar la isla, como si el mar estuviera dispuesto a dividirse en dos para dejarla pasar. Quizá escuche los arrorrós de las mismas sirenas que yo, que me invitan a huir. Pero la vieja ya es demasiado vieja y sabe que tiene los dos pies enterrados. 


Cuando me duele la cabeza tras pasar horas junto al mar, la vieja me saca el sol de la chota con el mismo rezo de siempre. Sol, sol, vete al sol. Deja a Juan su resplandor. Hombre santo, quita el sol y aire si hay. Así como el mar no está sin agua, ni el monte sin leña, ni el cielo sin ti, rosa de Cristo, coge tus rayos y vete de aquí. La vieja tiene la voz ronca. Recita tres credos después de decir esas palabras mientras sujeta un rosario con ambas manos. Me mantengo yerto, con un vaso virado en la cabeza que no para de burbujear sin derramar gota. Aprovecha y me cura las llagas de los pies con un líquido blanco y pegajoso…

Juan Gabriel Sánchez González

Juan Gabriel Sánchez González (Tenerife, España, 2002). Ha vivido siempre cerquita del monte, en el norte de su isla. Sensible por naturaleza, no ha parado de crear y explorar su creatividad desde pequeño, encontrando en la escritura y la ilustración dos grandes pasiones. Actualmente, está finalizando sus estudios en el grado de Diseño en la Universidad de La Laguna, mientras lo compagina con su proyecto personal de arte y literatura en redes (@gabrielsanglez). Ganó el IV Concurso literario «La Laguna orgullosa», en la categoría de microrrelato, con su cuento Un pañuelo blanco. Publicó su primera novela, Sistema estelar, este 2024 como premio del concurso. 

https://www.instagram.com/gabrielsanglez/
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