Como todas esas veces

Kelli McClintock

Desde hace mucho no sabía de vos, Loluco. Desde ese día en que Javier me llamó solo para contármelo. Hablaba agitado, atropellando las palabras. Y aquel día, como hoy, también surgió lo de los pasteles. ¿Te acordás de los pasteles?, le dije a Javier.  No pude recordar cuándo te robaste el primero. Lo que sí recordaba es que ninguna de las tres o cuatro veces que lo hiciste fue por resentimiento con la cumpleañera, ni porque los quisieras vender, ni porque quisieras comértelos. No. Porque cuando los robabas, y uno que siempre salía detrás de vos, te alcanzaba —y era fácil encontrarte porque ibas dejando rastros del pastel, ibas dejando migas, merengue—, te veíamos hecho una risa con aquel pastel entre los brazos como quien sostiene un mundo, abrazándolo. Lo de robarte esos pasteles en las fiestas era solo por diversión, por malicia, porque lo podías hacer. Era tu felicidad, la más auténtica: la inexplicable. 

En eso pensé cuando Javier me llamó y me lo dijo, y pensé en cuán difícil me resultaba creer que alguien como vos pudiera tirarse de un puente. Tirarse y dejar una carta. Como si de todos los atrevimientos que tuviste, ese sí que fue demasiado. 

Preferí no imaginar por qué. Preferí tratar de recordar la primera vez que te robaste un pastel. Estábamos en el quinceaños de la Meri, ¿te acordás? La gente bailando esas canciones de los Bee Gees, de ABBA, queriendo moverse a lo John Travolta. Y vos, Loluco, que fuiste un pésimo bailarín y odiabas la música Disco, te me acercaste y me dijiste: 

—Bróder, necesito que me hagás un favor. Necesito que cuando yo te haga la señal, apagués la luz de la sala. 

Yo siempre te hacía caso. Todos te hacíamos caso. 

Me acerqué a la pared, la palpé en busca del interruptor, y, cuando me hiciste la señal, aquella de tocarse la oreja y la nariz como los beisbolistas, apagué la luz. 

Se escucharon un par de gritos. Cuando alguien volvió a accionar el interruptor, todos seguían bailando. Y yo supe que vos ya no estabas. Nadie se percató de tu ausencia, porque el escándalo ya se sabía: el pastel de la fiesta había desaparecido. Y decían ¿quién es capaz de algo así? Inventaban teorías: que para venderlos, que por algo que te habían hecho los agasajados, que era una fijación que tenías desde niño porque tus papás no te habían comprado pastel para tu cumpleaños. Y nadie entendía, porque pocos te han entendido. Es como ahora, con lo que hiciste, con lo que Javier me dijo, y yo pregunté:

—¿Por qué se robaba los pasteles? 

Y Javier me ignoró, porque insistía en contarme los pormenores del suicidio, como si matarse tuviera una explicación, una sola: 

—Debía mucho dinero —dijo. 

Pero yo no creía en esas razones. Porque un tipo como vos, si las tiene, no son tan fáciles de explicar como con dinero. El dinero no lo es todo, pero sirve para todo, eso también te lo escuché decir a vos.

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Ahora recuerdo cuando ya toda la Miraflores sabía de los pasteles y por eso en el quinceaños de la hermana de Javier, la mamá, precavida, compró dos: uno para que lo robaras y otro para la gente. El dinero, como vos dijiste, sirve para todo. 

Yo se lo conté a mi vieja y se reía. Pero ahora recuerdo una frase que dijo: 

—Se empieza robando pasteles y después… —Y después no dijo más mi vieja. 

En la llamada, Javier se acordó de otra cosa, se acordó de cuando empezaste con aquello de meterte a la casa de los ancianos. Cuando te metías a la casa del ciego y pobre don Joche, de la profesora Carlton a robarle libros de música, de doña Soira, incluso a la de don Gil. No te importaba quién fuera, te les metías igual. Y no valía para vos meterse cuando no estuvieran, cuando salían a hacer compras: tenían que estar ellos. Insistías en eso. Lo divertido, lo que te empujaba, lo que brotaba como chispas de tu boca cuando lo contabas a todos, era el hecho de poder meterte a la casa de un anciano sin que se diera cuenta y hurtar los objetos más originales. Los retenedores de doña Soira, ¿te acordás?; las partituras de la profesora Carlton; la peluca de don Pedro; los santos, Vírgenes y crucifijos de las señoras. Nunca dinero, nunca un radio, nunca algo que sirviera más que para la risa. A veces solo te metías para cambiar los cuadros de lugar, como cuando a la profesora Carlton le pusiste una foto de don Gil en vez de la de su difunto marido. Y nadie se dio cuenta sino hasta el día en que se murió y que los hijos pegaron un grito en el cielo cuando la encontraron muerta, abrazada a la imagen del vecino de toda la vida, don Gil. Qué escándalo tan glorioso fue, solo lo comparabas con la vez que a doña Soira la tuviste rezándole todos los días, de rodillas, a una imagen del Che Guevara de Korda que vos habías puesto ahí en lugar de su antigua estampilla del Sagrado Corazón de Jesús. 

Es que fuiste brillante, único. Hasta mágico. Recuerdo cuando me llevaste a los burdeles y me dejaste ante la puerta de la famosa Belén:

—Vaya con Dios —me dijiste, santiguándome.  

Cuando salí, te encontré con tres viejas acariciándote como a un recién nacido. Teníamos trece años. Qué tipo. Dos minutos después, entraron los militares al burdel y nos llevaron a mí y a todas. Pero a vos no, porque cuando ellos entraron y nos pusieron a todos pecho a tierra, vos ya no estabas. Por eso digo que eras hasta mágico. 

Lo malo fue cuando comenzaste a andar armado. Tal vez ahí comenzamos a alejarnos un poco. Como cuando Daniel el Loco y todo su grupo nos rodeó en la canchita, y vos saliste huyendo sin que nadie se diera cuenta. Solo a vos te buscaban. Y a Daniel le quedó pendejo su apodo de loco, porque no nos dejó ir hasta que apareciste. Apenas vi tu figura entrando en la canchita, sabía que no venías a que te mataran como a un perro. Lo que no supe hasta un instante antes de que te llevaras la mano a la espalda, era que tenías un revólver que le habías robado a don Joche.  

Todavía recuerdo cuando estábamos en la pulpería de don Nacho, ilesos, rememorando la angustia. Vos sin camisa, el único de pie, como siempre, y no soltabas el revólver.  

—A ver si el Loco vuelve por acá —decías. 

Pero nunca volvió, porque unos meses después los militares lo mataron a golpes. Recuerdo que cuando nos contaron yo te dije que se lo merecía. Y fue la única vez que te vi enojado conmigo. Dijiste que a Daniel el Loco lo habían asesinado, y que había que decirlo con esas palabras. Porque morirse no es lo mismo a que te asesinen, dijiste. Y un poco a pija juraste que ibas a darle el pésame a la madre. Y hasta nos obligaste a ir. Fue el velorio más terrible al que fui en mi vida. Todavía me impresiono al recordar a la madre de Daniel llorándole a los que llegábamos, con la tarjeta de identidad de Daniel en su mano y suplicándonos que así era su hijo, que así lo recordaran como en esa foto tamaño carné y no como estaba ahí —a pesar de los arreglos que le hicieron— de desfigurado en esa caja. No sé cómo dejaron ese ataúd abierto. De eso me acordé cuando Javier me llamó, porque vos dijiste algo esa noche que fuimos a beber todos donde don Nacho y todos comenzaron a hablar bien de Daniel el Loco:

—Qué perfecto es estar muerto. —Así dijiste, y yo creo que vislumbré debajo de esas palabras un vasto y trágico anhelo. Una idea…

Luis Lezama Bárcenas

Luis Lezama Bárcenas (Tegucigalpa, Honduras, 1995). Es escritor y periodista, ganador de la medalla Gabriel García Márquez en el XI Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez y el Gobierno de Colombia. Desde 2017 es integrante del taller literario que coordina la escritora argentina Liliana Heker. En 2020, un jurado integrado por Sergio Ramírez, Socorro Venegas y Juan Casamayor le otorgó el VIII Premio Centroamericano Carátula de Cuento y una residencia de escritor en la Universidad Autónoma de Nuevo León, México. Reside en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, donde estudia y escribe. 

https://twitter.com/LezamaBarcenas
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