Padre

¿Cómo se vive con una cruz en la espalda? ¿Cómo se puede tomar un café, caminar por la calle, hacer amigos o ir a trabajar cargando una permanente sombra?

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Mi padre era el coronel José Miguel Macedo Rivas. Siempre orgulloso de su servicio, lucía sus medallas y reconocimientos en la sala de nuestra casa, contaba a todos sus grandes hazañas y no había reunión familiar en la que no celebrara ser parte del Ejército Peruano. Nunca lo escuchaba renegar de su institución (acaso porque nunca lo escuchaba realmente): «Lo único decente en este país», repetía con parsimonia. Siendo su hijo, la tradición indicaba que debía también enrolarme, pero yo odiaba toda la parafernalia militar y aquella ostentación casi como un distintivo. Él, por supuesto, insistía en los grandes valores que allí aprendería: el amor a la patria, la lucha por los ideales, la disciplina, el honor. Pero no quería sumergirme en ese mundo y, como todo hijo, fui rebelde y le discutí absolutamente todo; me convertí en un huraño y fui parco aun cuando sus sentimientos parecían aflorar. Nunca le creí. Mentir debía ser una de esas cosas que se aprendía en el Ejército.

Entonces guardaba ciertas distancias y prefería no hablar, no contarle nada de mí, no sincerarme. Nuestra relación no era buena ni mala: simplemente, no existía. Mi madre había muerto víctima de un accidente de tránsito y su ausencia nos alejó aún más. Sé que él sufrió mucho su partida: lo notaba en la sequedad de sus palabras, en sus silencios, en su forma de deambular por la casa como si ya no le perteneciera. Yo también la sufrí, desde luego, pero intentaba no sentirme descubierto; mucho menos ante él.

Buscando tomar mi propio camino, me decidí a estudiar Comunicaciones y postulé a una universidad estatal porque mi padre no quiso pagar la mensualidad de una privada. Era su manera de desairarme, de dejar en claro que, con ello, una parte del vínculo se empezaba a quebrar y que el único responsable de eso sería yo. Convivíamos en el mismo espacio, compartíamos la casa; pero entre nosotros predominaban las diferencias antes que las similitudes, y no demorábamos mucho en hacerlo notar cuando discutíamos (que era muy a menudo) y yo me encerraba en mi habitación poniendo música al máximo volumen posible y él se distraía con la televisión. La disciplina castrense podía haberle quitado muchos vicios de juventud, pero en sus palabras aún quedaban la soberbia y el desprecio propios de su personalidad, de ese carácter siempre distante y altivo, y aquello me resultaba cínico de parte de alguien que quería mostrarse ejemplar. E hiriente, tratándose de mi padre.

Vivimos así, enfrentados, mucho tiempo; menos del que hubiera imaginado después, pero definitivamente más del que hubiésemos merecido.

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Fue a inicios de los noventa cuando tuvo que viajar a la sierra central. Las noticias que venían de allí no eran las mejores: en Huánuco, un núcleo terrorista empezaba a alzarse en armas para tomar el control de la zona; de hecho, ya había invadido algunos centros poblados e iba por más. Con dicho motivo, el gobierno destinaría recursos para llevar a un contingente del Ejército al lugar en cuestión e «imponer el orden democrático», en palabras del presidente. Mi padre, entonces, formaría parte de un grupo especial que llevaría la paz, sintiendo que tenía un deber importante que cumplir con su país. Antes de partir, me dijo —con la solemnidad y el tono exhortativo que lo caracterizaban— que todos los hombres teníamos un destino y que pronto sabría cuál era el mío. No pudo dejar de añadir que aquello era lo que necesitaba para ser, finalmente, alguien de bien. Alguien de quien enorgullecerse. No le contesté. Solo esperé que se fuera, como si no me hiriesen sus palabras.

Disfruté mucho aquel tiempo en soledad. Me sentí liberado de su presencia, de aquella sombra que imponía el tenerlo cerca: su olor, sus movimientos, sus rutinas; cada cosa que hacía era una prueba más del poder que ejercía sobre mí y del que necesitaba despegarme. Aunque el operativo solo duró un mes y pronto tenía a mi padre de vuelta en casa, sentí que había algo (un tiempo, un espacio, una manera) que podía ser solamente mío, y que esa debía ser mi búsqueda desde entonces. Conquistar algo que me perteneciera, sacudirme del peso del apellido.

Pocos días después de regresar, sin embargo, mi padre fue comunicado de su retiro del Ejército. Así, de manera sorpresiva y sin que nadie supiera el motivo, dejaba de pertenecer a la institución junto a muchos de sus compañeros presentes en el operativo. De forma disciplinada, acató la decisión, pero nunca la aceptó realmente. Buscó distracción en las reuniones con amigos, los juegos de cartas, la televisión, pero nada le tranquilizaba. El Ejército era todo lo que tenía, lo que excusaba sus días. Su manera de estar vivo. Se deprimió y alguna vez quiso hablarme sobre lo que le pasaba, pero yo solo fingí escucharlo para hacerlo sentir mejor.

Solo años después, una investigación periodística daba cuenta de que tal operativo no había sido más que la fachada para un acto horrendo. Treinta personas (mujeres, hombres, niños y ancianos) fueron ejecutadas por miembros del Ejército Peruano, bajo la falsa denuncia de pertenecer a una corriente terrorista que empezaba a brotar en dicha zona. Una cortina de humo. Los cuerpos, agujereados por las balas, habían sido amarrados y envueltos en bolsas negras para ser luego tirados al río, desaparecidos. Previamente, se había ordenado quemarles los dedos para que no hubiera opción de reconocerlos mediante sus huellas dactilares. Se había simulado, además, el hallazgo de propaganda subversiva y de armamento, evidencia claramente fabricada para justificar la matanza. Un hecho atroz, escandaloso en su vulgaridad. La investigación también detallaría que, un año antes, en ese mismo lugar, se había encontrado gran cantidad de fuentes minerales, pero que los lugareños se habían rehusado a aceptar las condiciones ofrecidas para permitir su explotación. Ahora, sin ellos, un proyecto minero estaba próximo a ser licitado. El gobierno, así, había perpetrado un plan siniestro para deshacerse de la comunidad y poder lucrar con sus recursos naturales de forma perversa.

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La denuncia se hizo eco en los principales medios de comunicación, pero el Ejército ya había pasado a retiro a los miembros implicados en el operativo de la manera más cautelosa posible y sin explicación alguna. Entre esos miembros, mi padre. A todos ellos —confundidos por su alejamiento— se les asignó una pensión, pero nunca los honores que habrían esperado obtener por defender a su país de la supuesta amenaza terrorista.

Mi padre se defendió. Me dijo que él no sabía, que ninguno de ellos sabía, que habían ido a defender a la patria. Me lo decía como exculpándose, como si yo representara la condena —social y penal— que habría de recibir. Yo no le creía una sola palabra y lo odiaba. Odiaba sentir que me mintiera, pensar que seguía tratándome como a un idiota. Odiaba a mi padre con una rabia y un rencor que, realmente, me asustaban por su crudeza. Me sentía asqueado, señalado. Presa de su sombra, como siempre.

Al poco tiempo decidí irme de esa casa y, desde el fondo de mi dolor, le grité que no podía convivir con un asesino. No quise saber más de él. Él tampoco me buscó y así estaba bien.

***

Hoy, mi padre está postrado en cama, a merced de un cáncer que lo va matando lentamente, de forma física pero también emocional. No sé si hubo un juzgamiento sobre el caso, y creo que prefiero no saberlo. He regresado a casa, a esta casa, más de veinte años después. Soy el único familiar cercano que le queda y solo resta esperar lo inevitable.

Ahora que está a mi cuidado, que depende de mí, siento un absurdo y tardío poder. Algo parecido al deseo de revancha, a la necesidad de saldar cuentas. Sé que está muy grave, pero no me importa. Necesito enfrentarlo, ponerlo contra la pared, dejarlo en ridículo, hacerlo sentir inferior. Hacerlo sentir como él me hacía sentir a mí. Que sepa cómo es que alguien cercano te desestabilice, te haga perder el sentido, te aturda con cada palabra que pronuncia. Le pregunto por qué aceptó ser parte de esa matanza. Me repite que no sabía, que nadie sabía, que los engañaron. Que pensaban que todos eran terroristas.

—¿No sabían de los minerales?

—En absoluto, nadie sabía nada.

—¿Pero sí pensaban que los niños o los ancianos podían ser terroristas?

—Acatábamos órdenes. En el Ejército tú no preguntas: solo obedeces.

—¿De verdad me estás diciendo eso?

—Estábamos en una guerra, y en una guerra a veces mueren los que no deben morir, es así.

—Eso es bastante irresponsable de tu parte… —le empiezo a decir, pero él siempre tiene la última palabra y grita.

—¡Bueno, se murieron! ¿Qué vas a hacer con eso? Ya está, se murieron. Todos esos indios son iguales, están cortados por la misma tijera, seguro eran unos revoltosos. Un favor al país, eso fue lo que hicimos.

No puedo seguir escuchándolo, soy un inútil para este tipo de batallas. No gano nada con mi estúpido ajuste de cuentas. Por el contrario, me siento más desolado aún. No es solo lo infructuoso de una discusión sin sentido: mi padre es ahora los escombros del hombre que fue. Su voz es pastosa, arrastra las palabras, una constante tos lo interrumpe; cuando se altera, su brazo derecho queda como en un rictus de muerte que me deja triste. Está increíblemente delgado, las venas se le marcan y su respiración se agita. Es casi un cadáver, pero sigue siendo una cruz para mí. Incluso en su enfermedad, sigue ejerciendo un poder sobre mí, sobre mi independencia y mi calma. Caer en cuenta de ello me devuelve la rabia. Voy al cuarto de baño para ordenar sus medicinas, como si con ello pudiera ordenar lo que me pasa. Desde allí, saco fuerzas y mi voz anónima le pregunta si quiere ver algún programa en la televisión. No contesta. Apago la luz y me voy.

Lo cierto es que tampoco puedo dejar de verlo como una víctima de las circunstancias. Las circunstancias del país, de su generación. Sus propias circunstancias. La miseria que llevamos todos dentro de la sangre, sin distinción alguna, aunque muchas veces no la conozcamos o queramos ser indiferentes ante ella. La miseria de nuestros fracasos, de nuestros temores, de todo aquello que soñamos ser y que ya no es más que un recuerdo vacío y pesado. La miseria —ahora— de la vejez, la decrepitud, la inutilidad. El paso de los años que nos hace reaccionarios, o más bien nos descubre como tales.

Lavo su ropa interior manchada por sus secreciones y creo que él preferiría estar muerto antes que dar lástima. Que heredé su obstinación; esa obstinación que, a la vez, aborrezco. Que no quiero envejecer así. Que no sé cómo sacarme el rencor de encima, cómo dejar de dañarme con mi propio dolor. Que no quiero dejar que su sombra me capture. Que no quisiera ser recordado como un asesino.

***

Mi padre ha muerto en casa, a los setenta y seis años. La noche después del sepelio no he podido dejar de pensar en él. No sabía que sus amigos lo quisieran tanto. Muchos de ellos me han dicho que los busque si lo necesito, que no crea lo que otras personas puedan decir, que mi padre era un gran tipo y que es lo menos que podrían hacer en su memoria. Que me amaba y que no dejaba de hablar de mí frente a ellos. No les creí, por supuesto; él no era así.

Papeles por firmar. El abogado ha mencionado un documento que mi padre había guardado y que pidió que me fuera entregado solo después de su muerte. Es increíble cómo su influjo permanece. Me enoja pensar que aún quiera determinar mis pasos, lo que debo saber y lo que no, y la manera de hacerlo. Esa forma subrepticia, silente, en que sigue ahí pese a su ausencia. El documento tenía el sello del Poder Judicial. Solo he dejado correr las hojas como por obligación, pero me detengo en un párrafo marcado. Los verdaderos responsables de los asesinatos en Huánuco eran altos mandos del Ejército vinculados al empresariado minero. Ellos habían montado la farsa del brote terrorista, y ya cumplían condena como autores intelectuales. Mi padre había sido declarado inocente.

Roberto Renzo

Roberto Renzo (Lima, Perú, 1992). Ha sido parte de antologías poéticas en publicaciones como El Bosque (Perú, 2014), Cielo Desnudo (Perú, 2020) y Granuja (México, 2021). Un relato suyo fue incluido en la Primera Antología de Cuentos de Editorial Caja Negra (Perú, 2019). Su última publicación discográfica (Temporal, 2020) está disponible en plataformas digitales, y tiene un blog sobre música llamado En estéreo en el portal web La Mula.

https://twitter.com/robertorenzob
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