Donde empieza el cielo

ASSY

…Terminando en la frontera temblorosa de

las últimas hojas, allí donde empieza el cielo

JULIO CORTÁZAR Y CAROL DUNLOP, Los autonautas de la cosmopista

Me da pena, pero es difícil hablar de un niño. Yo no lo entiendo, me ocurre tan a menudo que lo veo por todos lados, y me agarra la impresión de que vuelvo a estar en el barrio, en la casa vieja de la señora Lidia, tan antes de todo, con sus dos pisos de madera que a duras penas se aguantaban. Entonces estábamos todas juntas y el negrito. Ahora que lo pienso, cosas como esta son las que me apenan, pues ni siquiera le llegamos a dar un nombre. Lo veo al negrito por los pasillos de mi casa de ahora, la de la calle México, igual que en su momento: vestido de pantalón corto, bien peinado con la cabeza llena de mugre y con su sonrisa de naranja amarga, que lo agrandaba. De noche, cuando todo es oscuro, con las nubes acabadas, y huele pesadamente a mí, se aparece con total interferencia. Y ahora que casi solo hace calor, paso del salón a la cocina a buscar agua o cualquier cosa con un aire de derrumbamiento, acompañada por él, que muchas veces se queda hasta que me dan ganas de dormir, y su capacidad de no estar lo invade todo.

Me acuerdo bien de la casa de la señora Lidia. Llegábamos siendo apenas niñas, acaso sabiendo algo de las otras, las más viejas, que se sentían parte del mobiliario de la casa, aquel del que tan solo se podía ver que los años lo hacían mierda, que las mesitas se iban encontrando por los pasillos llenas de papeles, y que el terciopelo de los sofás era más del polvo que de nosotras, que nos la pasábamos sentadas en ellos.

La señora Lidia, desde la mañana corría por entre nosotras tropezándonos, mientras comandaba las citas que los hombres de la ciudad habían sacado la tarde anterior. Si no, era Viví la que organizaba algo en la casa, los hombres no la escogían mucho porque había nacido antojada; era Rosa la que salía soplada, medio desnuda para terminar de coger los últimos recados del teléfono. Desde temprano nos empezábamos a maquillar, ya casi sabiendo para quién. La señora Lidia, con esa forma de hablar un poco apoyada en la otra persona, nos contaba en el desayuno lo que había soñado. «Soñé que soñaba con algunos días de mi vida, y eran todos iguales». Era una mujer que iba vestida de blanco en pleno invierno, y que se maquillaba con ese pulso de payaso con el que agarraba bien el dinero. En un principio todo en ella eran habladurías, en el barrio era la única de la que se decía que también se empiernaba con sus chicas, a las que solo tenía en manga corta. Nosotras los dejábamos hablar, total les costaba poco.

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Caía la tarde y en vez de esperar jugábamos con el negrito en el patio. Caía la noche y había que darle de comer temprano, y la casa se quedaba sin nadie que lo mandase a dormir, sencillamente si terminábamos antes lo agarrábamos, porque él andaba por los pasillos como nosotras andábamos por nuestros hombres; lo alzábamos y lo metíamos en el cuarto de alguna. Pero hasta eso, hacíamos lo imposible por escuchar la música siempre puesta para nadie, dejándonos besar porque era tarde, ya que andar solas por entre las habitaciones era como ir con dos minutos de retraso y con una luz muy débil, encontrándose acaso con Rosa que venía a preguntar por algo que no sabía explicar muy bien, pero que le habían pedido porque, según el hombre, mi mujer me lo hacía así. Capaz que Viví me había mandado a llamar con la Siemprevirgen, y esta llegaba a tocar la puerta justo cuando más le estaba faltando el respeto a un cliente. Era así, entonces tocaba salir con la cara llena de reproche y de sudor con olor a lágrimas y a piel, e irse habiendo perdonado una parte del dinero. Luego había que regresar con la esperanza de que no se hubiera olvidado de una para siempre, y de nuevo en la cama a resbalar las manos frías bajo las sábanas hasta tener un encontronazo de amigos que quieren serlo aún más. Entonces aquello que había sido un empezar con manos torpes de golpe se acababa, porque era un grito aburrido y sin ganas el que se daba el gusto de terminarlo; todas metidas en alguna habitación pidiendo para que no se queden a dormir, ocupando tan poco de la cama.

Cada que el negrito dormía conmigo le pasaba una pierna bien oscura por encima y lo dejaba tocarme: fuimos nosotras quienes le enseñamos a hacerlo. Un niño criado sin padre tenía que ser hombre por las mujeres. Golosamente, me gustaba besarlo con la nariz (yo le había desflorado la boca) mientras se limpiaba lo que le quedaba de babas en los labios, pasándose el brazo. Capaz que se daba el tiempo de mirarme en lo que quedaba de la noche. Yo no lo podía ver, pero no era difícil saber que lo estaba haciendo: que al mismo tiempo que me buscaba por abajo con sus manos, también lo intentaba por arriba con los ojos; tal vez y a la desesperada buscaba darse con todas las narices contra algo enternecedor que fuese ciertamente humano, no lo sé; y pensar que lo conocíamos desde que nos lo regalaron. Al final teníamos que aflojar el cuerpo y dormíamos…

Guillermo Mamani

Guillermo Mamani (Madrid, España, 2004). Comenzó a escribir a los doce años tras encontrarse con una profesora que mantenía las clases a base de pura literatura. Y por ella surgió su afición por la escritura de los cuentos. Ha publicado poco, tan solo en algunas revistas como Stilum y Canibaal

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