Casting

Picsea

Quince bebés habían desfilado, en brazos de enfermeras gordas y mal pagadas, por la sala en tres horas. A los quince los cargaron las cinco damas de la Junta Directiva de la fundación Querubines. A los quince los sometieron a escrutinios para evaluar la calidad de deditos, bracitos, piernitas y estomaguitos, y determinar si se trataba de ejemplares de alta calidad que suplían las necesidades de la Junta. 

Tres horas transcurrieron entre el café de las 10:00 a.m. y el último bebé examinado, un rollizo ejemplar de ojos verdes que bien podría haber sido el seleccionado de no ser por el defectito que sobresalía de su espalda baja. La pobre criatura anónima había sido condenada, entonces, al infortunio de la espina bífida y del rechazo de Celeste León, la presidenta de la fundación Querubines. Esto último era, quizá, lo que marcaría su vida más que el defecto congénito.

Las damas empezaban a mostrar signos de cansancio después de haber cargado, mimado, volteado, apretado y valorado a los bebecitos. 

—Es que yo creo que de aquí nada bueno puede salir —dijo la vicepresidenta Mena, mientras limpiaba sus huesudas manos con una toallita desinfectante por quinta vez. La directora de Proyección Social Larios secundó la afirmación mientras frotaba unas gotas de alcohol en gel entre las palmas de sus manos.

Desde la mesa de coffee break, la vicepresidenta de asuntos locales Morales asintió con la fuerza sobreactuada suficiente para hacer que sus lentes Chanel de imitación cayeran de su cabeza:—Yo siempre les digo que lo mejor es quedarnos en la capital. Allá, donde conocemos bien las cosas. Pero, claro, nadie me hace caso y terminamos en lugares como este —dijo recogiendo los lentes blancos del suelo.

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La directora de prensa Arana dio un largo sorbo a su taza de café. Dejó restos de labial y de quesadilla a la orilla de esta. Después de haber bajado el pedazo de pan, que más que pan era espuma de sofá, a fuerza del jarabe de palo que ahí les daban como café dijo que no podían seguir pensando de esa forma. Que como institución tenían que asegurarse de cubrir todo el territorio. Otro sorbo después, agregó que también ayudaba a la imagen de la fundación.

La que no había hablado desde que el deforme rechoncho había dejado el cuarto con aire acondicionado en medio de gritos de matadero era la señora Celeste. Estaba sentada en el mismo lugar que había ocupado durante toda la sesión. Tenía la vista perdida e intentaba escuchar sus pensamientos.

—Este es un trabajo importante, señoras —dijo, rompiendo su silencio—. Les recuerdo que aquí en la fundación hay bastante inversión de parte del partido. También de los señores Hill y de los Torres. Aquí no estamos jugando, tenemos que hacer bien este trabajo. Quien no esté de acuerdo puede perfectamente dimitir. La puerta es ancha.

Las cuatro mujeres guardaron silencio. Arana deseó un cigarrillo como en sus años de universitaria. Deseó sus años de universitaria. Pero ahí no había espacio ni para lo uno ni para lo otro. Asintió. Las demás también asintieron. 

—Puede que haya más niños allá afuera —dijo Mena con el tono de esperanza del capitán de un barco que está por hundirse—. Acuérdense de que aquí fue lo de los Dominguitos, ¿o no? Estoy segura de que tiene que haber más niños. No solo los que están registrados con la fundación.

—El problema no es que haya más niños, vicepresidenta. El problema es que estamos más que seguras de que esos no son los niños que buscamos. Ni los que acabamos de ver. Es claro que tampoco van a ser otros niños de este pueblo. Puede ir a pedirle al cura, al alcalde, a la unidad de salud... A quien usted quiera. Pero esos niños van a ser iguales a los quince que acabamos de ver —sentenció Morales.

—¿Y eso es un problema por? —preguntó Arana, con la ingenuidad de quien acaba de graduarse de Universidad pública y que estará orgullosa de eso por buena parte de su vida.

—Porque no es lo que andamos buscando, directora —contestó Morales, como si con esa respuesta hubiera pretendido darle una bofetada con un trapeador mojado.

Las cinco damas se sumergieron en el silencio de quien se da cuenta de que estar dentro de un cuarto con aire acondicionado en un clima como el de afuera es una bendición reservada solo  para los mortales más buenos, más piadosos, más altruistas y más generosos. Para los que cumplen con su deber cristiano sin protestar. Incluso si eso significa tolerar los alegatos de Celeste León, mujer guerrera de Dios que escupía cuando hablaba, especialmente a gritos.

No entiendo por qué buscamos al bebé de Gerber, pensó Arana. Lo pensó y agradeció que se hubiera quedado ahí, dentro de su cabeza. A veces había llegado a pensar que ni siquiera su cabeza era un lugar seguro dentro de esa fundación. Celeste León había dicho, una y varias veces, que el control era lo suyo. Y este control me incluye a mí, pensaba a veces Arana cuando fumaba a escondidas (pero, ¿a escondidas de quién, en su propia casa, fuera de horario laboral?) y recordaba las palabras de León. 

—Tenemos que seguir buscando, la última campaña no fue del total agrado de los Hill. Permítanme recordarles que doña Celia dijo que más parecía una campaña de niños quemados —sentenció Morales—. No podemos darnos el lujo de que piensen lo mismo.

—O, peor, que piensen que no somos las indicadas para el trabajo.

—O, peor aún, que convoquen a elecciones prematuras para la Junta Directiva.

Los alegatos de las estiradas damas se interrumpieron cuando una criatura desnutrida de cabello castaño maltratado amarrado en una cola vieja y estirada entró en la habitación. Vestía un pantalón viejo que no era de su talla, una camisa sin mangas desteñida y un par de zapatillas rotas y gastadas. No tenía más de 12 años.

En sus brazos cargaba a un bebé que parecía hecho de cerámica.

—¿Y ese ángel? —dijo Celeste. Se puso de pie y estiró sus largos brazos para acoger al niño. Las demás mujeres la rodearon. Visto de lejos, parecía un cuadro perfecto para ejemplificar el sagrado deber femenino de la maternidad. 

El bebé era rollizo, sano. Las pestañas más parecían alas en sus ojos verdes como esmeraldas. Los labios eran rojitos y el poco pelo que le decoraba la mollera era castaño. 

—¿Y de dónde salió este querubín? —preguntó Celeste, dirigiéndose más bien al aire de la sala—. Quiero que me llamen de inmediato a los padres, esto es lo que necesitamos, es lo que andamos buscando.

La niña se quedó de pie sin saber qué hacer. Se llevó la uña del pulgar derecho a la boca. No dejaba de ver al bebé de cerámica.

—Mi amor, ¿podés ir a llamar a los papás del niño?, ¿O a un grande responsable, porfa? —Arana se dirigió a la niña como si de ella dependiera que fuera a graduarse de un examen de trabajo social.

Al cabo de unos segundos, una enfermera gorda entró en la habitación. Se acercó como autómata a la mesita del coffee break para recoger los trastos sucios manchados de labial de las señoras. Fue el ruido de la vajilla lo que hizo que las damas de la fundación Querubines repararan en su presencia. Y en la de la niña, que se había quedado en un rincón con el pulgar metido en la boca.

—Disculpe, señorita, tenemos que hablar con los padres de esta criatura —le dijo Celeste.

—Ella es la mamá —dijo la enfermera, señalando a la niña—. Con permiso. —Y salió cargada de los restos de la mesita del café.

Las cinco mujeres miraron perplejas a la niña que, a su vez, miraba al suelo masticando con más intensidad la uña del pulgar. Celeste sostenía en sus brazos a la cría…

Michelle Recinos

Michelle Recinos (El Salvador, 1997). Es escritora y periodista de investigación. En 2022 ganó el X Premio Carátula de Cuento Centroamericano. Publicó, en 2021, su primera antología de relatos, Flores que sonríen, con la editorial independiente salvadoreña Los Sin Pisto. También apareció en la antología regional Territorios Olvidados, de la misma editorial.

https://twitter.com/michellestef87
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