Un año en la casa

Pampa - Pedro Figari

Debajo de mi casa vive una familia de apereás. Son cuatro o cinco roedores grandes, que salen, escurridizos, apenas llega el amanecer, con miedo, no antes ni después, con la primera soleada del día, a comer el pasto que crece alrededor del metal que conforman las cuatro paredes de mi casa, viva en el campo uruguayo. Los apereás mueven la boca con repeticiones vastas y comen, juntos, con decisión, como si fuera la última comida, y se esconden cuando escuchan un paso, uno solo es suficiente, corren bajo el movimiento de una mano o una hoja, bajo el sonido de un párpado que cae sobre otro párpado. Viven al límite, escondidos de todos, porque son presas fáciles; nada es una presa para ellos. No matan.

Una vez encontré una cría mínima de apereá, quizás recién nacida, solita, al lado de la casa. Temblaba. Y cuando la vi, ahí indefensa, yo también temblé. Tembló la tierra. Tembló la propia casa porque sabía lo que estaba a punto de hacer. La cría cabía en la palma de mi mano, tomarla era un escenario posible, pero no me atreví con la mano desnuda. Una vez enguantado, pensé llevarla a un tajamar que perdura cerca de la casa, ojo de agua que perfora el campo y lo hidrata, antiguo bebedero de vacas; tomé con recelo al apereá mínimo que se desintegraba un milímetro lejos de mi cuerpo, de mi mano que sudaba ante el ritmo salvaje de un corazón que ha sido levantado del suelo y atrapado entre los barrotes que forman la carne de una extremidad. Pensé que la cría pertenecía al tajamar, donde la dejé sola y hambrienta, impotente por no saber nada de nada y tampoco poder ni querer saberlo. Los apereás no matan pero yo he matado uno. Aproximadamente una hora después, la cría no estaba y un reguero de sangre me anunciaba la culpa venidera. 

Debajo de mi casa vive una familia de apereás que tuvo una vez una cría. Si eran cinco, ahora son cuatro. Si eran cuatro, ahora son tres. Esta es la situación: hay casas que merecen la tragedia. Hay casas que son parte de una tragedia más grande que sus ventanales. Hay casas donde no puede entrar la tragedia y no entrará por más que intente romper la puerta. Esta clasificación es un arrebato, es innecesaria. Las casas son las casas y lo que importa es la calidad del aire metafísico que se despliega dentro. Esta casa en la que vivo es una casa y es, a la vez, muchos hogares. 

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Viene la imagen del campo, destilada de todo, mi casa entre las sombras de un lado, soleada del otro, la misma casa donde nació Casapaís, hace un año ya y desde donde Guido y yo hemos leído, llorado, conversado horas, entregando todo a la libertad de tener la revista en las manos cuando llega el momento de estrenarla, esa felicitación de papel que viene cada tres meses a hacerse un lugar en la biblioteca. La casa nos felicita. Aceptamos las palabras y hacemos una reverencia. Casapaís nos ha dado todo. Le debemos todo. Pensamiento, intensidad, hambre, dolor, vida, nos ha regalado el apasionado orden de lo que tiene la tentación de sobrevivir. 

La metáfora está ahí. Casapaís es un librocasa. Ha mutado sola, hasta crecer paredes y zaguán, un jardín, un techo largo, de tejas, una casa para estar y solamente adentro conocer el mundo, nunca afuera, una casa para morir, para detenerse, para pensar que la casa es más grande que el propio mundo y que todo lo ha hecho ella sola. Creció de raíz, de rama, árbol encendido que se queda allí vivo para todos, árbolcasa no talable, madera que se renueva cuando la tarde se desploma a las cinco. Dentro de mi casa hay otra casa. Casapaís es quien protege a los apereás. De mí y de la muerte. De haber leído hace un año La fiesta junto al río, La primera noción del exilio, Entonces habrá una noche y Suelo quemado, no habría tomado a la cría en mis manos absurdamente enguantadas y no la habría llevado al tajamar, donde fue cazada por el campo, quien tiene sus reglas y sus ciclos crueles que enumeran el orden de la vida y la muerte. De haber leído esta nueva Casapaís, que contiene la totalidad y la exigencia que buscamos como lectores, de haber sabido el amor que emana y que siempre será la casapaíscasalibro para la lengua española reunida toda en sus ciclos de pensamiento, narrativa y poemas fundamentales, habría pensado, antes de hacer cualquier cosa, antes de haber nacido, antes de haber arrebatado una vida desde la ignorancia: «En tus manos está esta casa, en tu manera desnuda, animal, allí, solo allí me pertenezco, en tu gran vida; hoy, una ventana me habría vislumbrado». 

Jan Queretz

Jan Queretz (Caracas, Venezuela, 1991). Escritor venezolano. Cursó estudios de filosofía en Caracas. De 2012 a 2017 trabajó como profesor de literatura. Escribe la columna Literatura Viva en The Wynwood Times. Ha escrito una novela, Nuestra Tierra tan Pobre, inédita. Fue seleccionado para formar parte de la antología poética “Artesanía de la piel”, de la revista española “Altavoz Cultural”. Quedó finalista en el tercer premio de crónica literaria “Lo mejor de Nos” en Venezuela.  Ha publicado en distintas revistas en México y España. Dirige la revista Casapaís. 



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