Personaje en construcción

Vince Fleming

El Escritor salió del baño y terminó de secarse frente al ventilador. Las piernas se le erizaron al contacto con el aire y pensó, por segunda vez en el día, que nunca había escrito un relato sobre otro escritor y que eso lo hacía sentirse desplazado, fuera de lugar en el mundo de los narradores actuales. Esa falla, creía él, lo condenaba a ser un escritor poco respetado por sus pares, que lo trataban con cordialidad pero con cierta displicencia. Quería convertirse en uno de esos escritores versátiles que se movían con soltura en todos los géneros. Si pudiera escribir un cuento sobre otro escritor, pensó, lograría demostrar su solvencia en recursos metaliterarios y eso lo colocaría en el mismísimo centro del presente. Otra vez el vértigo se manifestó como una sudoración repentina. Apoyó las manos en la cintura para que el desodorante no le pegoteara las axilas. Mientras no se moviera del rango de alcance del ventilador, estaría bien. Le pareció que las aspas del ventilador giraban exageradamente lentas ese día. Tal vez la pelusa espesa que cubría casi por completo la rejilla estuviera entorpeciendo la salida del aire. Se preguntó si la intolerancia al calor podía ser hereditaria. Recordaba a su padre tomando baños de inmersión en la bañera con cubos de hielo, y lo recordaba en el agua helada de la playa, sumergido hasta los ojos como un hipopótamo. En el baño estaba colgada la camisa que el Escritor iba a ponerse. La había colgado ahí con la esperanza de que el vapor la refrescara un poco. Tenía cuatro días de uso. Fue a buscarla y la olió antes de meter el brazo derecho. Si había elegido una camisa era porque todas sus camisetas estaban sucias, no porque fuera a encontrarse con Marcela. No pudo identificar si tenía verdaderas ganas de verla; en lo relativo a las mujeres, tenía la sensación de actuar en piloto automático. De algún modo lo descansaba, le permitía economizar las energías que luego usaría para defenderse de ciertos pensamientos. Uno de esos pensamientos era su incapacidad para escribir un relato verosímil sobre otro escritor. Él solo escribía de treintañeros con vidas insatisfechas, fracasados o en vías de fracaso, incapaces de lavar la ropa una vez a la semana, hombres que hacían lagartijas por la mañana junto a la botella de whisky de la noche anterior, vidas, en suma, parecidas a la suya, y sin embargo esas historias le habían valido cierta reputación, una reputación que él sospechaba no podría sostenerse mucho más. Un crítico del único suplemento respetable en la ciudad había dicho que sus historias destacaban por la «empatía», cuando en realidad —le había confesado el escritor a su exnovia— él era un egoísta, solo capaz de empatizar consigo mismo. Diez años de psicoanálisis y una vida entera hurgando en la naturaleza del único humano que le interesaba, él, le habían otorgado una lucidez sobre los vericuetos de su persona. 

Se terminó de abotonar la camisa y se miró al espejo. No importaba lo que se pusiera, Marcela lo miraría del mismo modo, lo miraría con la misma ansia con que los cazadores miraban a los animales exóticos. Sus amantes (él las llamaba «amigas») elogiaban su forma de vestirse. Que usara zapatillas blancas con medias negras de vestir o una camisa con los puños y el cuello gastados de tanto roce, no les importaba. Ellas apreciaban su estilo, incluso se lo decían, pero la verdad era que él solo usaba la ropa que le regalaban, ropa que había pertenecido a algún primo o amigo. Además de esos amigos cercanos, la otra persona que no creía en su ingenio y creatividad para combinar pantalones y camisetas era su exnovia. Se rectificó: su novia. Hacía una semana habían empezado a verse de nuevo, después de un año de separación que para ella había sido el infierno y para él había sido el infierno con abundante sexo. Como sea, frente a ella siempre se sentía desnudo, desarmado, a menudo enfermo de furia, pero prefería eso que la obsecuente mirada de sus amigas, a quienes a veces imaginaba como a las acompañantes de un mago que se metían sonrientes a la caja y luego se quejaban por no haber sido descuartizadas de veras. Cuando estaba con Marcela primero se sentía eufórico, hablaba sin parar sobre sus proyectos y sus últimos logros, dejaba fluir el entusiasmo sobre sí mismo a niveles vergonzosos, siempre consciente de ello pero como en un trance, y después, cuando sentía las primeras puntadas del pánico que implicaba verse a sí mismo en ese estado de autocomplacencia, de la más inaudita deshonestidad, saltaba sobre Marcela, la agarraba como si no pudiera soportar el rapto de pasión, y así terminaban en la cama. Mientras caminaba al restaurante de arepas, el Escritor pensó que la manera más fácil de escribir un relato sobre otro escritor era inventar un personaje que fuera un escritor consagrado y adjudicarle todas las cosas que le pasaban a él. Lo llamaría el Escritor, o incluso tendría un momento de arrojo irónico y lo bautizaría el Señor Escritor. 

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El Señor Escritor salió del baño y se puso la camisa frente a la ventana abierta. Estaba sin ropa interior e imaginó, con morbo, que alguien lo miraba desde el edificio vecino. El aire terminó de secarlo, porque su impaciencia nunca le permitía frotarse con la toalla el tiempo suficiente. El ventilador no arrojaba mucho aire ese día; giraba con un traqueteo exasperante y supuso que algo estaría fallando. Era un ventilador viejo, pero de esas marcas que podían durar treinta años. Una inversión segura. Le pediría a su mujer que llamara al técnico, pensó. Justo en ese momento ella cruzó de la habitación a la cocina. Al verlo frente a la ventana, con las piernas abiertas, blancas y peludas, y su miembro oculto bajo los faldones demasiado largos, su mujer solo dijo una cosa: ¿Vas a ponerte esa camisa? El Señor Escritor siempre se sentía desnudo frente a su mujer; le ofendía la distancia con que ella lo escuchaba hablar de sus libros y proyectos, y después de once años de convivencia aún no sabía si la mirada era de interés o de perfecto desprecio. Una cosa sí era cierta: para su mujer, escribir un libro no constituía nada demasiado admirable, y mientras eso a veces le generaba al Señor Escritor una sublevación interna, un deseo de echarse al piso a llorar con los puños y los ojos bien cerrados, la mayoría de las veces aún le provocaba deseo, ganas de clavarle los dedos entre las nalgas, de abrirle el cuerpo como si así pudiera llegar a ese núcleo desconocido, a esa raíz del desdén que no le permitía a él ser un farsante delante de ella y, por lo tanto, tampoco le permitía descansar. Se vio excitado, pero descartó el pensamiento. No tenía tiempo para sexo porque ya eran casi las ocho y aún no había bajado a comprar el diario que leía puntualmente en el bar con un café doble y dos medialunas. Le pareció ver que una sombra se movía en la ventana de enfrente. Asoció esa sombra con el cuento de un escritor famoso, mucho más famoso que él, por cierto, de los que calificaba con algún resquemor de «genio», en el que un escritor bloqueado espiaba por las noches a su vecina de enfrente. En éxtasis, la veía desnudarse frente a la ventana y luego danzar desnuda por la casa. Un día el escritor bloqueado se cruza con la mujer en la puerta del edificio, solo para descubrir que había estado fantaseando con una anciana asiática. Después de la puntada que le produjo recordar todo lo que no había logrado, el Señor Escritor volvió a pensar en el cuento famoso, sonrió y sintió que su vida tenía valor dentro de un mundo muy reducido, tal vez selecto, ciertamente estrambótico. Los que pertenecían a ese mundo eran una rareza estadística y por eso le resultaba fascinante escribir sobre ellos: los escritores, hombres cuya máxima preocupación era crear una obra de valor literario. 

Miró hacia la cocina. Su mujer llevaba y traía cosas a la mesa. Tenía puesto un pijama pequeño, un short rojo con una camiseta blanca que trasparentaba los pezones. Eran pezones pequeños, también, algo que siempre le había atraído de ella, fina hasta en aquello que no podía controlar. La excitación permanecía pero más lejana, como un microorganismo en una placa de Petri. Otra vez se vio hurgando con los dedos entre las nalgas de su mujer e imaginó que la misma sombra de enfrente los miraba. Lo que deseaba, se dio cuenta, era causar repugnancia en el espía. Algún día tal vez podría usar esos sentimientos bajos en algún cuento, el día improbable en que escribiera una historia sobre un hombre común. El sudor le bajaba por las sienes. Se acercó al ventilador a verificar que estuviera en la máxima potencia, sin duda el viejo armatoste estaba fallando. Tomó el libro de quinientas páginas que estaba leyendo (una novela histórica) y salió a la calle.

Marcela se levantó al verlo llegar. El pelo largo y negro se agitó como una cortina y volvió a caer detrás del hombro. El beso le dejó una marca de rouge que ella se encargó de limpiar frotándole la mejilla. Su boca de labios finos se parecía mucho a los dibujos antiguos japoneses. Se sentaron, y él no tardó en desembuchar su idea sobre el cuento que le atormentaba. ¿Estaría bien llamar a su personaje el Señor Escritor? No le preguntó a Marcela qué pensaba, porque frente a ella todas sus inseguridades quedaban por un momento suspendidas y se sentía magnánimo, capaz de producir las ideas más geniales. Ella se rio con la boquita japonesa bien delineada. Solo tenía que adjudicarle sus propias vivencias, dijo él, nadie iba a saberlo, porque a fin de cuentas, ¿qué era un escritor?…

Fernanda Trías

Fernanda Trías (Montevideo, Uruguay, 1976). Publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo, La azotea, La ciudad invencible y Mugre rosa, y el libro de cuentos No soñarás flores. Mugre rosa obtuvo el premio residencia SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez (España, 2018), el Premio Nacional de Literatura (Uruguay, 2020), el premio Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2021) y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL de Guadalajara (México, 2021). Magíster en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York, se desempeña como docente de creación literaria. Actualmente vive en Bogotá, donde es profesora-investigadora en la Maestría en Escritura Creativa del Instituto Caro y Cuervo.

https://twitter.com/trias_fernanda
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