Tres hermanas

Charlein Gracia

Three sisters they are, of one mysterious household; and their paths are wide apart; but of
their dominion there is no end.

THOMAS DE QUINCEY, Levana and Our Ladies of Sorrow

1.

Las dos mujeres se miran, se reconocen. 

Liliana se ocupa del pelo corto y gris de Claudia, calcula cuánto peso ha perdido, cuánto maquillaje ha necesitado para parecer un poco menos enferma. Claudia quizá busca una mancha, alguna arruga inaugural en la piel de Liliana. A lo mejor necesita consolarse con la idea de que el tiempo maltrata a todos por igual. Son hermanas y no se han visto en dieciséis años. 

«No puede ser», dice Liliana. 

«Dieciséis años, Lili». 

Le sorprende a Liliana que su hermana la llame así. Lili, ese sonido, la arrastra de vuelta a la infancia. Nadie la había vuelto a llamar así desde entonces. Apenas llegó la adolescencia, Lili dejó de ser Lili y se convirtió en Liliana. Me llamo Liliana, contestaba cuando alguien, incluida la familia, olvidaba que Lili había muerto el día que su mamá comenzó a incluir un paquetito extra de toallas sanitarias en el súper mensual. Cuando llegó su turno, Gaby hizo lo mismo. Me llamo Gabriela, le contestó un día a sus padres y Liliana sintió algo parecido al orgullo. 

Comprende entonces por qué Claudia eligió ese lugar para reunirse con ella: un viejo chalet convertido en restaurante que, sospechosamente, se parece mucho a la casa dónde crecieron, los mismos corredores amplios, el mismo jardín a la sombra de un enorme ficus poblado de pájaros. Pero esto lo piensa ahora, ya en la mesa, repuesta al fin de la conmoción inicial que le produjo el aspecto de su hermana: más hueso que piel, las ojeras que no consiguió disimular el maquillaje, la pelusa gris que apenas le cubre el cráneo. Nomás cruzó la puerta del restaurante y la vio, sentada delante de un vaso de agua y con la mirada ausente, supo que era cierto, que Claudia no le había mentido cuando le dijo que tenía cáncer. Hasta ese momento, estaba convencida de que Claudia, la manipuladora Claudia, se había inventado la enfermedad para convencerla de que aceptara su invitación a comer. De todos modos, si Liliana terminó aceptando fue solo porque, antes de cortar la llamada, la voz sofocada de su hermana le dijo que tenía noticias de Gaby. No dijo Gabriela. Dijo Gaby, como después, a ella misma, la llamaría Lili.

Se acercó despacio a la mesa. Le temblaban las rodillas. Se quedó un momento de pie frente a su hermana e intentó una sonrisa, cualquier mueca para frenar las ganas de ponerse a llorar. 

«¿Te vas a quedar parada?», dijo Claudia.

Liliana se sentó como si acatara una orden.

Ninguna de las dos voltea a ver al mesero cuando ordenan las bebidas: una cerveza para Liliana, agua mineral con una rodaja de limón para Claudia. Mientras Claudia habla, Liliana se pone a mirarla detenidamente, a estudiarla: dieciséis años, o quizá menos, parecen bastar para convertir a cualquiera en un desconocido. 

«Hice la cuenta justo antes de llamarte», dice Claudia. «La última vez que nos vimos fue el veinticuatro de diciembre del dos mil cinco».

«Esa navidad», dice Liliana. 

«Esa navidad», repite Claudia.

A Liliana le cuesta trabajo reconocer la voz de su hermana en ese ruidito quebradizo que sale de su boca. No queda nada del entusiasmo musical con que esa misma voz la desvelaba en las noches de la adolescencia, hace más de treinta años, cuando ambas compartían cuarto y Claudia no paraba de hablar de fiestas y de novios. Liliana regresa a la penumbra de ese cuarto, escucha a Claudia decirle que Juan Diego intentó besarla, que la Maru Valladares ya no es virgen, que el Rodri Castañeda chocó el carro de su papá. Más tarde, su madre irrumpe en la habitación para darles un ultimátum: o se callan de una vez por todas o no les dará permiso de pasar semana santa con los Arroyave en el puerto. La madre quiere decir algo más pero la interrumpe un alarido. Ha sido Gabriela, la menor de las tres hermanas, entonces una niña de ocho años que duerme sola en el cuarto de al lado. La madre las culpa de haber despertado a Gaby. Pero Claudia, la valiente y provocadora Claudia, desafía la autoridad de su madre y replica que no, que seguro han sido otra vez las pesadillas, que Gaby es una niña rara, que está loca, que le da miedo.  

2.

El sol golpea de frente la cara de Liliana. Quisiera preguntar qué noticias podría tener Claudia de Gabriela, exigirle que le explique qué significa, exactamente, «tener noticias». ¿Cómo podía hablarse de noticias, utilizar ese término, para referirse a cualquier información que tuviera que ver con Gabriela? ¿O es que las supuestas noticias, y no el cáncer, eran la verdadera artimaña que Claudia había concebido para arrastrarla a ese restaurante, a esa mesa, delante de ese montón de huesos en el que apenas podía reconocer a su hermana? Quisiera señalarla con el dedo, gritarle, pero no se atreve.

Levanta la vista. Sus ojos no buscan los de su hermana. Claudia nota la mirada insistente de Liliana puesta en su pecho.

«Venden unas prótesis, una especie de brasieres rellenos, pero yo no quise usarlos». 

Liliana se queda callada.

«Porque esto es lo que soy ahora y no tengo por qué esconderlo, y menos si es para que los demás no se sientan incómodos. Que coman mierda los demás». 

Claudia se coloca ambas manos sobre el pecho dos veces mutilado y continúa: «Esto me recuerda que todavía estoy viva». 

«¿Te duele?» 

La pregunta de Liliana parece genuina, casi compasiva. 

«Un poco. Me quedó una, ¿cómo le dicen?... Neuropatía. Pero más me dolió que Vanesa y Carlitos sufrieran tanto por esto. Ha sido muy duro para ellos. Sobre todo para Carlitos, es tan sensible, tan delicado. Vanesa es mucho más fuerte. El pobre Carlitos todavía no acepta que le hayan quitado los pechos a su mamá».

A Liliana se le calienta la cara, le tiembla un párpado. Aprieta con fuerza la mandíbula para no gritarle a Claudia que Carlitos no es su hijo, que la madre de ese niño se llamaba Gabriela. Se pregunta cuánto tiempo pasará antes de que se desvanezca el miedo que le tiene a la fragilidad de Claudia.

«¿Ya cumplió dieciséis?»

«¿Quién?»

«Carlitos».

Claudia sonríe, responde que hace un mes, el diez de abril, y retoma el hilo. Dice que Carlitos entró sin tocar a la habitación del hospital en donde un médico y una enfermera le estaban haciendo las evaluaciones preoperatorias. Nadie lo detuvo, nadie le advirtió que podía encontrarse a Claudia, como de hecho lo hizo, acostada en una camilla con ambos senos descubiertos. Con voz estéril, indolente, el médico le pidió que saliera y cerrara la puerta. Carlitos obedeció, pero un segundo antes, Claudia volteó y alcanzó a verle esa expresión infantil que conocía tan bien: la confusión, el miedo, que volvían desde la oscuridad del pasado para instalarse en su cara adolescente. 

¿Se parece a su mamá?, quiso preguntar Liliana y otra vez tuvo que apretar la mandíbula. 

«¿Cuántos tumores fueron?», pregunta en cambio. 

«Dos. Como los que mataron a mi papá».

Liliana apenas puede frenar las imágenes que le arroja con saña la memoria: su padre tosiendo y anunciando, el mismo día que le diagnosticaron el cáncer, que no pensaba dejar de fumar.

«Me siento muy cercana a él ahora», dice Claudia y se queda callada, esperando la reacción de su hermana. 

Liliana no sabe qué responder. Encontrar palabras, cualquier palabra, le está exigiendo un esfuerzo enorme. Está exhausta y apenas han pasado quince minutos.   

«¿Y Víctor? ¿Cómo ha manejado todo esto?», se le ocurre preguntar.

Hacía mucho tiempo que Liliana no pensaba en Víctor, en sus ojos azules, en su cabeza calva. Víctor comenzó a perder el pelo antes de cumplir treinta años y decidió rasurarse la cabeza a diario. Liliana los recuerda en el altar: a él arrodillado y a ella besándole la cabeza redonda y brillante como se besan los trofeos. Era guapo y atlético, Víctor. Hacía triatlones y taekwondo, viajaba con Claudia a Europa en primera clase y Claudia volvía llena de regalos y de fotos. Víctor, el gran Víctor, había heredado el suficiente apellido y la suficiente fortuna como para que sus deseos se vieran satisfechos apenas los iba concibiendo. Liliana recuerda: cuando Víctor se enteró de que Carlitos, el recién nacido, estaba cada vez más flaco y que Gabriela, su irresponsable cuñada, no se levantaba de la cama para atender a su hijo, se puso de pie una noche y dijo que él no se iba a quedar de brazos cruzados esperando a que Carlitos se muriera de hambre. Los ojos de Claudia brillaron de orgullo. 

«Víctor es mi consuelo, no esperaba menos de él», dice Claudia.

3.

El mesero se acerca a tomar la orden y servir las bebidas. Ninguna de las dos ha visto el menú y piden unos minutos más. Liliana toma el tarro recién servido, se bebe la mitad sin respirar y ordena otro.

«¿Desde cuándo tomás tanto?»

«¿Dos cervezas te parecen muchas?», responde Liliana, pero en realidad quisiera decir que desde hace dieciséis años, justo cuando Claudia y Víctor se robaron a Carlitos. No está segura de que una cosa tenga que ver con la otra pero tampoco parece una mera casualidad. Por último, agregaría que lo que le gusta no es tanto la cerveza como el whisky y que se toma media botella diaria. Eso quisiera decirle y después preguntarle si se robaron al hijo de Gabriela porque ellos mismos creían no poder tener los propios. Por esas fechas, Víctor y Claudia habían comenzado a viajar con frecuencia a Houston para seguir un tratamiento de fertilidad. 

Claudia no insiste y prefiere cambiar de tema.   

«Mirá», dice y le muestra la pantalla de su celular.

«¿Qué es?» 

«Una foto nuestra. Durante los pocos ratos en los que no me siento mal, me pongo a digitalizar las fotos de los viejos álbumes de mi mamá».

«¿Vos te los quedaste?»

«Los tengo todos y se están arruinando por la humedad. Hay un montón de fotos cubiertas de moho, caras que se borraron».

«¿Caras? ¿Solo las caras?»

Liliana no espera la respuesta de Claudia y le arranca el teléfono de las manos. Lo deslucido de la imagen no le impide reconocerse. Amplía la foto con los dedos, los elementos que la integran comienzan a aparecer uno a uno: Claudia, de once años, y Liliana de ocho, están sentadas en un sofá amarillo. Lucen vestiditos floreados. En el centro del sofá se encuentra su padre, todavía joven, con anteojos de montura gruesa. Sonríe mostrando los dientes: parece el hombre más feliz del mundo. Liliana y Claudia lo abrazan por los costados pero no parecen ser ellas las causantes de su felicidad sino Gaby, entonces de tres años, sentada sobre sus piernas. El padre tiene los brazos cruzados sobre el cuerpecito de Gaby. Las caras pegadas, mejilla con mejilla, del padre y la más pequeña de sus hijas, parecen advertir que en ese espacio no hay cabida para nadie más, ni siquiera para las otras dos, que han sido puestas allí como por accidente, completando a la fuerza un conjunto que no requería ser completado.

Liliana deja el teléfono sobre la mesa.

«¿Dónde estaba mi mamá?».

«Supongo que ella tomó la foto».

«Queda claro que Gaby era la favorita de mi papá, ¿no?»

«Clarísimo».

«Y vos la favorita de mi mamá».

Claudia sonríe.

«Pobrecita Lili… no me acordaba cuánto te gustaba hacerte la víctima».

«No me estoy haciendo la víctima».

Liliana coloca su cartera sobre la mesa y saca un paquete de cigarros. Se asegura de que Claudia lo vea. Si se le ocurre echarle en cara el cáncer de pulmón que mató a su padre, Liliana estará lista para responderle: 

¿Y a vos de qué te sirvió cuidarte tanto? Tanta dieta y tanto gimnasio, ¿para terminar así?

Pero de la boca de Claudia, que sigue con atención cada uno de los movimientos de su hermana, no se escapa una palabra. 

Liliana se levanta.

«Necesito salir un momento», dice.

4.

Se recarga contra el muro a un lado de la entrada del restaurante, mirando hacia los carros estacionados. Se fuma tres cigarros, uno detrás de otro, con la misma ansiedad con que fumaba su padre. Resignada, comienza a descender en la espiral: se ha quedado sin defensas contra la memoria.

Claudia era bella. Claudia era perfecta. A veces, cuando Claudia miraba televisión, o se levaba los dientes, o se llevaba el tenedor a la boca, Liliana se ponía a contemplarla: la nariz, el mentón, el cuello. Quería tener su sonrisa y la forma de sus ojos. Idolatraba y envidiaba su cuerpo. Todo lo que salía de boca de Claudia a Liliana le parecía graciosísimo e inteligente. Poco después de cumplir dieciséis años, por la casa comenzaron a desfilar un montón de adolescentes nerviosos dispuestos a dejarse humillar a cambio de la posibilidad de tocar a Claudia, de abrazarla, de besarla, y mientras Claudia los despachaba uno a uno, Liliana se enamoraba de ellos en silencio. Claudia, además, ganaba concursos de matemáticas, campeonatos de atletismo y sus boletas de notas iluminaban las caras de sus padres. Gracias por hacerme sentir tan orgullosa, decía su mamá con los ojos llorosos. ¿Dijo lo mismo de Liliana? Nunca. ¿Y de Gaby? Tampoco, pero Gabriela era un pajarito con el ala rota a quien había que prodigar toda clase de cuidados.

5. 

Liliana se asoma al interior del restaurante. Claudia no parece inquieta por la espera. Tiene la mirada hundida en la pantalla del teléfono y sonríe. ¿Está viendo más fotos familiares?

Durante su último año del bachillerato, Claudia se alejó de ella. Apenas se veían y cuando estaba en casa no le dirigía la palabra. El único interés de Claudia era irse a estudiar a otro país nomás terminara el colegio. Su madre le insistió a su padre: 

Carlos, vendé algo, lo que sea, hay que pagarle a la nena sus estudios. 

El padre lo anunció una noche, después de cenar: si era necesario, vendería uno de los locales comerciales que tenía en alquiler para que Claudita pudiera estudiar en España. Pero Claudia hizo un anuncio mayor: había ganado una beca. 

¿Y qué estudió Claudia en España? Liliana no puede recordarlo. No importa, de todos modos: Claudia regresó siete años después, conoció a Víctor y se casó. El padre se dirigió entonces a Liliana y a Gabriela: les dijo que cuando llegara su turno, si no se ganaban ninguna beca, iba a venderle a los azucareros un pedazo de su finca en la Costa Sur o remataría cualquier otra de sus propiedades, que eran tantas y qué importaba. 

¿Oyeron, niñas?, les dijo. 

Liliana trató de sonreír. Gabriela, en cambio, ni siquiera escuchó a su padre, estaba ocupada clavándose los dientes de un tenedor en el muslo. 

Una noche, cuando Claudia ya se había ido a España, Liliana escuchó a Gabriela llorar. Se levantó y fue a buscarla a su cuarto. La encontró de pie, a un lado de la cama, sollozando con los brazos cruzados sobre el pecho. 

¿Qué soñaste?, preguntó Liliana. 

Gabriela respondió que tenía el cuerpo cubierto de lombrices, que unos hombres sin cara la habían amarrado a la cama y habían volcado sobre ella cubetas llenas de lombrices vivas. 

¿Hombres sin cara?, preguntó Liliana. 

Sí, hombres sin cara, respondió Gabriela y explicó que sus cabezas eran pelotas de carne blanda, sin ojos, sin nariz, sin boca. 

Liliana le preguntó si quería dormir con ella. Gabriela la abrazó muy fuerte y, a partir de entonces, comenzó a pasar las noches en la cama que dejó libre Claudia. Liliana se ocupó de consolarla cada vez que esos hombres sin cara volcaban cubetas de lombrices sobre ella, o intentaban ahogarla en una pila, o la perseguían por los callejones de un pueblo en ruinas.

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6.

Se asoma de nuevo: ahora sí, Claudia ya no mira la pantalla del teléfono, ha estirado el cuello y mueve la cabeza de un lado a otro. La está buscando y parece inquieta. Liliana aplasta la última colilla con la suela del zapato y entra de vuelta al restaurante. 

«Vino el mesero otra vez a tomar la orden».

«No tengo hambre. Quiero otra cerveza».

«Mirá», dice Claudia y le vuelve a mostrar la pantalla, «esta no es de las viejas, la tomé hace una semana». 

Es una foto de Vanesa y Carlitos, dos adolescentes abrazados que seguramente preferirían estar en otra parte y solo aceptaron que Claudia los fotografiara porque está muy enferma. Vanesa se parece a Víctor y Carlitos es idéntico a Gabriela. Idéntico: la misma sonrisa indecisa, la misma angustia en los ojos contradiciendo lo que dicen los labios. Liliana no aguanta más. Hasta ahora ha encontrado algún argumento para no enfrentar a su hermana, pero muy pronto no habrá ninguno. 

Claudia le pide el teléfono de vuelta, pero Liliana lo sujeta con fuerza y lo aleja de la mano exigente de su hermana. 

«¿Qué querés, Claudia? ¿Qué noticias tenés de Gabriela?»

«Me estoy muriendo», dice Claudia. 

7.

Él tenía cuarenta y siete años y ella cuarenta cuando supieron que iban a ser padres por tercera vez. El embarazo era riesgoso y ninguno de los dos, que creían que esa etapa de sus vidas había quedado atrás, se sentía con ánimos de volver a empezar. Liliana tenía solo cinco años y recuerda como en sueños los malestares de su madre, las idas al hospital en mitad de la noche, los dolores de los últimos meses. Su padre tampoco lo tomó bien, somataba puertas, fumaba más que nunca y muchas noches volvía a la casa tarde y tambaleándose. Pero a partir del día en que vio a Gabriela por primera vez, pequeñita y rosada en los brazos de la enfermera, los ojos se le llenaron de un brillo irreal, como narcótico. Eso: Gabriela era una droga y su padre un adicto que no podía alejarse de ella.

¿Quién es el amor de mi vida?, le preguntaba antes de llenarla de besos.

Claudia y Liliana, una al lado de la otra, atestiguaban en silencio esos exabruptos de ternura. No es que su padre hubiese sido malo con ellas, no fue más injusto que cualquier otro padre, nunca fue irresponsable o violento y se aseguró siempre de que supieran que las quería: celebraciones de cumpleaños por todo lo alto, premios a cambio de buenas notas, unos besos de vez en cuando, una sonrisita cómplice en mitad de un almuerzo, un regaño firme pero sereno cuando alguna regla era infringida, algún consejo en la orilla de la cama. ¿Con qué otros recursos cuenta un padre para cumplir bien su papel? Es solo que con Gabriela se comportaba como si estuviera atestiguando un milagro. Lo suyo por ella no solo era amor sino devoción. Le inventó un mundo de fantasía, lleno de dulces, de juegos y de magia. Literalmente de magia: cuando cumplió siete años, por ejemplo, contrató un mago para que entrara en su cuarto a las seis de la mañana y la despertara haciendo aparecer de un sombrero siete crías de conejo que soltó sobre su cama. Con sus propias manos, le construyó un castillo de madera en el jardín. Cuatro torres, dos pisos y una puerta levadiza, tenía el castillo. En una noche podía llegar a cambiarse hasta seis veces de disfraz para representar los personajes de un cuento que le estuviera leyendo.

¿Por qué?, le preguntó una vez Gabriela a Liliana, ¿por qué es así mi papá conmigo? 

Liliana no supo qué responder. 

Gabriela era entonces una adolescente que dibujaba hombres sin cara en las últimas páginas de sus cuadernos del colegio. 

8.

«¿Muriendo? ¿Cómo así? ¿No te quitaron ya los tumores y terminaste la quimioterapia?».

Claudia sonríe. A Liliana le provoca un escalofrío esa sonrisa rígida, como si unas manitas invisibles le estiraran la piel de la cara.

«Regresó el cáncer. Se me regó en los pulmones, en los huesos…»

Claudia necesita tomar aire y otro trago de agua para decirle que falta poco para que también le invada el cerebro. 

Vacilante, Liliana estira el brazo y sujeta la mano de Claudia. 

«¿Cuánto tiempo?»

«Muy poquito».

9.

A diferencia del padre, la madre sospechó muy pronto que una sombra muy negra y muy larga se arrastraba detrás de la niña y le mordía los talones. Había que protegerla y vigilarla. Más que madre, lo que Gabriela tuvo fue una enfermera y una guardiana. 

Preferiría, Carlos, que Gaby no vaya a la piñata de Anita Ponce; que no se meta a la piscina; que no se junte con sus primos; que no le hable a los vecinos.

Preferiría quedarme con ella hasta que se duerma. 

Voy a hablar con las maestras para que la defiendan y si no quieren ofrecerle el trato especial que necesita, tendremos que cambiarla de colegio. 

¿Por qué? Esta vez fue Liliana la que hizo la pregunta, se la hizo a su madre, muchos años después, cuando su madre ya no era la protectora de nadie sino una anciana con demencia que se perdía en su propio apartamento, confundía a las sirvientas con Liliana y con Claudia y hablaba con los muertos. 

Porque me daba miedo, dijo la madre. 

¿Ella te daba miedo? 

Sí. Pero también lo que le pudiera pasar. 

¿Y por qué creías que le iba a pasar algo? 

Porque la molestaban unos hombres sin cara, ¿no sabías? 

Esos eran sueños, mama. 

No, no eran sueños, yo los vi, estaban rondando los jardines del hospital cuando Gabriela nació. 

¿Cómo eran, mama? 

Estaban desnudos, eran blancos como muertos y tenían las manos sucias.

¿Y usted les habló? 

La madre se quedó callada un rato, como recordando, y apartó los ojos de Liliana. 

Dejame en paz, dijo al fin y se secó las lágrimas con el dorso de las manos, que ya comenzaban a temblarle.

10.

«Vamos a esperar otro rato», le dice Liliana al mesero, a quien se le ha borrado la sonrisa y ha comenzado a mostrarse impaciente. 

Liliana ordena un whisky doble con un solo cubo de hielo. 

«Yo quiero lo mismo», dice Claudia y espera a que el mesero se vaya para decir que tiene solo un seis por ciento de probabilidades de sobrevivir. Liliana quisiera ser una de esas personas que replican que los milagros existen, que hay que tener fe. 

11.

A los doce o trece años, el asunto de las pesadillas se convirtió en un problema serio. No se trataba de un mal sueño ocasional. Gabriela vivía con miedo. No solo le aterraba quedarse dormida, sino su cuarto a oscuras y su cama. Cuando caía el sol, sentía que le faltaba el aire y comenzaba a sudar y a temblar. De modo que, cada noche, se tomaba a escondidas dos o tres tazas de café instantáneo con azúcar. Luego esperaba a que Liliana se durmiera, salía del cuarto y deambulaba por la casa hasta que el amanecer la encontraba en la sala o en la cocina y allí, donde estuviera, se animaba por fin a cerrar los ojos. Esto hizo que su vida diurna, en particular el colegio, fuera otra forma de pesadilla. Alguien le recomendó a la madre un psicólogo. Cuando el padre escuchó la sugerencia, gritó que su hija no estaba loca, que él no iba a permitir que ningún embaucador le esculcara el cerebro. La madre no se quedó satisfecha: si no podía llevar a Gabriela con el psicólogo, lo consultaría ella misma para entender mejor lo que le estaba ocurriendo a su hija. El psicólogo hizo una distinción entre pesadillas y parálisis del sueño y concluyó que Gabriela, según lo que la madre le había dicho, padecía las dos cosas. Saberlo, sin embargo, no resolvía el problema. El psicólogo dijo que los hombres sin cara eran la representación simbólica de un trauma. 

¿Qué trauma?, preguntó la madre. 

En eso me tiene que ayudar usted, señora, dijo el psicólogo. 

La madre se le quedó viendo con incredulidad y con ganas enormes de lanzarse sobre él y hundirle las uñas en la cara. Después se tranquilizó y le preguntó si podía prescribirle algún fármaco para que su hija pudiera dormir. El psicólogo se negó y recomendó ciertos ejercicios y ciertas rutinas. Nada de eso funcionó. Desesperada, la madre comenzó a darle todas las noches altas dosis de antihistamínicos que la dejaban noqueada. Se despertaba al mediodía y perdía días de clases, pero al menos dormía y no recordaba sus sueños.

Por entonces Liliana estaba a punto de graduarse del colegio y, sin darse cuenta, hizo con Gabriela lo mismo que Claudia había hecho con ella: la trató como a una presencia fastidiosa a la que había que ignorar para no amargarse la vida. Sus padres no tuvieron que vender ninguna propiedad, a Liliana no le interesaba estudiar fuera del país. Se inscribió en la carrera de administración de empresas, se quedó viviendo en la casa y le dijo a Gabriela que ya era tiempo de que regresara a su antiguo cuarto. 

Estás mejor, ¿verdad?, preguntó, pero no le interesaba tanto la respuesta como justificarse a sí misma. 

Gabriela respondió que sí, que ya no estaba teniendo pesadillas, pero no era verdad. Las pesadillas, sus argumentos y sus personajes, habían mudado de territorio, se habían trasladado del sueño a la vigilia y, al hacerlo, eligieron manifestarse de otras formas. Un día, Gabriela olvidó cerrar con llave la puerta de su cuarto mientras se estaba cambiando. La madre abrió y pegó un grito. Gabriela tenía el torso desnudo. No se cubrió cuando vio a su madre. Más bien, parecía querer mostrarle con algo parecido al orgullo los cortes de navaja que le cruzaban el abdomen y los senos, una escritura caótica formada por rayas de sangre rutilante…

Arnoldo Gálvez Suárez

Arnoldo Gálvez Suárez (Ciudad de Guatemala, Guatemala, 1982). Escritor de ficción y no ficción. Ha publicado el libro de relatos La Palabra Cementerio (Punto de Lectura, 2013) y las novelas Los Jueces (XI Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo en 2009) y Puente Adentro (III Premio BAM Letras en 2015), traducida al alemán como Die rache der Mercedes Lima (Edition Büchergilde, 2017). En 2013 publicó El círculo rojo (Plaza Pública, 2013), una larga crónica sobre la vida en una de las prisiones más emblemáticas de Guatemala. Sus crónicas, entrevistas y reportajes pueden leerse en los periódicos en línea Plaza Pública y Words Without Borders. Es coguionista de Fidelidad (2023), el segundo largometraje del cineasta César Díaz.  

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