Las tres heridas

San Sebastián, pintura de Guido Reni

I

Todo San Sebastián ha de representarse mirando al cielo. Como se trata de un santo antipestífero, debe implorar misericordia, por lo que nunca encontrarás ninguna pintura o escultura en la que la mirada del santo se encuentre con la tuya. La súplica que nace en los ojos del mártir se debe derramar hacia otras partes de su cuerpo asaeteado, en el que «cada herida es una boca más clamando al cielo». El dolor tiene que estar impregnado en su cuerpo como polvo, y le debe dar forma a los músculos y a los huesos, casi como si las flechas hubieran estado ahí siempre y fuera la carne, retorciéndose, la que se hubiera formado en torno a ellas. El primer San Sebastián que vi en mi vida no fue de piedra ni de óleo. La piel a la que habían pegado las flechas de plástico pertenecía a un chico joven de pelo rizado, suspendido a gran altura sobre una de las paredes de la torre eclesiástica del pueblito abulense Poyales del Hoyo. La primera vez que vi a San Sebastián, yo también dirigía la mirada al sol. El poeta Rilke decía que el desnudo de San Sebastián era una imagen del Eros que invertía la dirección de las flechas, volando los dardos hacia el espectador. Alguna me debió de caer aquel día caluroso de hace diez años, y me atravesó tanto que empecé a arrugar el programa del auto sacramental que tenía en la mano, al tiempo que mi visión se empezaba a enturbiar y no escuchaba más que un agudo pitido. La primera vez que vi a San Sebastián también fue la primera vez que me desmayé por una bajada de tensión. Me gusta pensar que fue una epifanía, en la que mi cuerpo palideció por una prolongada exposición no al sol, sino al martirio de aquel que había sido soldado romano —mi primer encuentro con lo sagrado desvelado—, una experiencia mística que concluyó con la efervescencia de las burbujas de una Coca-Cola fría. De aquel pueblo también nos fuimos mirando para arriba, porque era la noche de San Sebastián y el humo de las hogueras que habían prendido en las estrechas calles de piedra se nos metía en los ojos. Y así marchamos, al grito de «¡Romero quemo, romero quemo! ¡Salga lo malo y entre lo bueno!». Y la flecha que había entrado en mí no volvió a salir.

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II

El segundo San Sebastián que vi —o mejor dicho, el segundo al que presté atención— fue durante mi primer año de bachillerato artístico. La profesora de dibujo nos encargó un autorretrato al estilo fauvista, y aunque el mío se acabó convirtiendo en una triste imitación de Retrato con raya verde de Matisse, el de mi amigo Alberto me impresionó profundamente. Con trazos violentos de colores verdes, amarillos, azules y violetas, se había retratado martirizado, deformado, las manos atadas por encima de la cabeza y los dedos agarrotados como ramas quebradas; un San Sebastián familiar sobre fondo plano. El cuadro distaba de ser la típica imagen renacentista del efebo imberbe de belleza apolínea. La profesora, visiblemente consternada, nos preguntó que si de verdad Alberto tenía tanto pelo en el cuerpo, refiriéndose a la oscura mancha que se extendía desde la axila hacia el costado. Además de eso, dijo que no lo podía evaluar, que era demasiado provocativo. «¡Cegad a Eros! / ¿Quién soportará su radiante rostro?». Ahora que lo recuerdo, creo que el San Sebastián de Alberto no fue censurado por su desnudo erótico, sino por lo indolente de su mirada, que no pedía misericordia; los ojos enfocaban al frente. Alberto lo tuvo que rehacer en un segundo lienzo, esta vez dejando fuera el torso, por lo que los ojos ocupaban más espacio. El martirio de San Sebastián pintado al estilo de las bestias —fauves— constituía una imagen del Eros, más amargo que dulce, a la que aquella profesora de instituto público no fue capaz de aguantar la mirada…

Elena Carmona

Elena Carmona González (Madrid, España, 2000) cursa Estudios de Asia y África con especialidad en Japón en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha coeditado el fanzine Cosas con Arroz (I y II) y publicado artículos sobre literatura japonesa en la página web Acchikei, y sobre literatura coreana en CoreaCultura. Su relato «Bioindicadores» ha sido recientemente publicado en la revista literaria Pluma Fanzine (Vol. 8).

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